Por Sevillanas

Mónica Lavín

Primera sevillana.

"Azules rejas, azules rejas,

azules rejas, entre cortinas blancas"

(Llamada). Los brazos suben despacio al son de una voz que anuncia el inicio del movimiento. Los brazos regordetes llegan al cenit cuando la guitarra se abalanza sobre la copia.

La niña agita sus manos como pajarillas de papel junto a las de las otras chiquillas. Bailan descalzas, el pelo al viento salado y azul de Andalucía. Las risas encaladas como los muros, los pies menudos levantan las faldas de olanes cuando mudan de sitio.

(Pasada). El baile es alegría, gozo de cuerdas y voces cuyo sentido importa. Entonces importa el paso al tiempo con la copia, los brazos que bajan cuando un pie marca el rumbo. Se garabatea el baile para detener ese revoloteo de miradas en el rasguido final de las cuerdas, con los brazos en postura altiva y la barbilla erguida apuntando a las nubes fugaces de una mañana.

La niña es, dentro del corro, una más en un baile aprendido entre muñecas y rondas como el gusto por el agua en los pies, o el vaivén del columpio rozando el cielo.

Las niñas bailaoras sólo buscan estrellas y sueños entre el burbujeo de la música festiva, no comprenden que asisten al preámbulo del rito amoroso. Esconden su bullicio interior bajo las mejillas sonrojadas.

Segunda sevilllana.

"estaban dos amantes dándose quejas"

(Llamada). La muchacha eleva sus brazos largos lentamente, la vista baja. Frente a ella un muchacho también coloca los brazos como extensiones taurinas, abierto el pecho y la cabeza retadora para esperar la faena.

Los zapatos de tacón verde aceituna se acercan al compañero de baile, intercalan sonrisas furtivas, apenas un esquinar de los ojos. El aire huele a azahares de mayo, a flores húmedas como la piel cetrina de la muchacha que esgrime el cuello con tímida elegancia.

(Pasada). La muchacha agita la falda para cambiar el sitio de su compañero que apenas posa el brazo en el contorno de su cintura. Es forzoso mirarse, es consigna del baile retener esa imploración de los ojos mientras se ceden los espacios. Los cuerpos no se tocan, la intimidad es una almendra dentro de la cáscara.

Con los brazos en alto, la pareja se persigue, ella menea la cadera a contrapelo del rostro. Equilibran cercanía y distancia. Nunca se alcanzan. Llegan a la posición original, cuerpo a cuerpo, para esperar el cierre de la guitarra con un giro que la coloca a ella frente a él. El muchacho la envuelve con un brazo en la cintura y otro en alto, apenas roce.

Tercera sevillana.

"y se decían, que sólo con la muerte,

y se decían que sólo con la muerte se olvidarían ..."

(Llamada). La mujer eleva los brazos mientras abaniquea las manos con lentitud, una vuelta completa de dedos que se cierran y se extienden ofreciendo unas palmas suaves. El hombre frente a ella corea la llamada con el pecho en alto y las manos fuertes y libres atento al brío de la embestida.

Las miradas se cruzan, aguardando el arranque. El tañido de las cuerdas concierta los escarceos, los quiebres y giros, los llamados de los cuerpos que funden brazos y pies, rozando las yemas que auguran un incendio. En sus devaneos mantienen la entrega en vilo, las miradas de los otros expectantes.

(Pasada). El hombre y la mujer se toman de la cintura para girar engarzados. Él alcanza los olores de su cuerpo enfundado de blanco y percibe en el escote la redondez de unos senos morenos. Los imagina bañados por el zumo de naranjas como un cuadro de Julio Romero. Las risas y el disimulo han preferido la insistencia de las miradas. Se miran con arrogancia y cruzan un zapateo encontrado para luego detenerse retadores en su cerco, esperando el cierre que funda talles y brazos en una parada triunfal.

Cuarta sevillana.

"y eso no es cierto, y eso no es cierto,

porque se han olvidado y no se han muerto."

(Llamada). La mirada negra y profunda, el pelo atado a la nuca, un traje oscuro aferrado al cuerpo curtido en amores. La mujer acompaña las voces con el abatir pausado de los dedos que giran exprimiendo la cadencia de la tonada.

No hay compañero de baile. Unas palmas sordas como un eco lejano cobijan los movimientos apenas insinuados, discretos y exactos. La mirada se cruza con el aire, se carea con las gacelas de los amores huidos y se reconcilia con la intención. La pasada es una cortesía al rito heredado, una manera de agregar humor a la presencia habitada de presencias despeñadas.

Baila como otras noches frente al espejo, con un manto rojo atado a su cuerpo desnudo. Se regodea en el encuentro de la música y las formas, las pausas y las extensiones y las voces desgarradas en el rito sensual.

Es el momento del careo, los cuerpos se deslizan de perfil alargando un paso que alcanza al talle a destiempo para prolongar el acuerdo de las miradas, que después vuelven a lo suyo. La mujer simula acercamientos y lejanías, esparce en el aire olor a mirto, reúne las risas infantiles con el deseo de nostalgia. Funde a sus mujeres, las violentas y las delicadas, con la intención de los brazos que abrazan el aire claro y los pies que raspan el piso cobrándose el tiempo fugado. Abre el pecho y los brazos esparciendo sus dones para después acercarlos a su porte altivo, a su elegancia fermentada y sus secretos gozos.

Llama la guitarra al cierre y la mujer, con la piel salada, espera el giro, despliega los brazos y alza la mirada para concluir el baile soberbia y solitaria.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ene/01