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Franco Aceves Humana
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Foto de Franco Aceves Humana por Mónica Villa

La tarjeta de presentación de Franco Aceves Humana (Ciudad de México, 1965) no lleva el título de licenciado, maestro, doctor y menos aún el de artista. "¿Artistas?", suele decir Franco, "Thalía, Lucero, Luis Miguel, Ricki Martín; yo soy pintor". Pero no, su tarjeta de presentación tampoco dice "pintor", sino "terrícola".

Sí. Terrícola. Y el título no puede ser más exacto. Es más, si en este año 2000 se les ocurriera a los científicos de la N.A.S.A. mandar a los confines del universo una nave espacial con una parte representativa de la vida en el planeta Tierra seguro eligen a Aceves Humana para tal misión, quien, además, podría ir tan sólo acompañado de su mujer, Adriana López Ridaura, sus hijos, Julia y Domingo, su perro, perra en realidad, Lucas de nombre, su gato Serafín y sus materiales de trabajo.

Ya en otra galaxia, Franco se encargaría de mostrar a los posibles habitantes de otros mundos cómo los hombres de su mundo comen, beben, aman y pintan -el orden de los verbos no altera la idea- como dioses. Y con sus pinturas, con ese simbolismo que Aceves Humana suele recuperar de los objetos más insignificantes (una colilla de cigarro, un bolillo, una estatua, un mingitorio, una huella, la efigie de un héroe o un balón de futbol, por dar algunos ejemplos) enseñaría en síntesis la simplicidad, llena de crucigramas en chino, con la que los humanos sobreviven.

En otras palabras, Franco Aceves Humana es un artista genial, y su don tiene base en la naturalidad, en el saber resumir lo gozoso de tal o cual cosa sin mayores complicaciones. Su terrenalidad no tiene límites, y es justo eso, en saberse quién es, en donde radica su espiritualidad, la magia de sus obras, la fuerza con la que atrapan al público tanto especializado como el que se acerca por primera vez a sus cuadros.

Se trata, pues, como su nombre de pila y su apellido materno señalan, de una persona franca, de un individuo absolutamente humano, y esa humanidad franquea todo lo que toca. Las comidas que suele organizar se convierten en sobremesas de abundancia, bebe como cosaco y casi nunca se emborracha, y una visita a su estudio se torna infinita por la cantidad de vasos comunicantes que logra establecer en los objetos que pinta.

También, sobra decirlo, de entre los artistas de su generación es uno de los pintores mexicanos mejor instalados y que más venden en el caprichoso mercado de arte, y su obra siempre está a la alza por un simple motivo: negarse a las modas del momento, no traicionar los propios principios pictóricos y un sentimiento natural, necedad la llaman algunos, de que el momento en que los hechos suceden es único e irrepetible.

Reside en la Ciudad de México, pero constantemente es invitado al extranjero a montar exposiciones.



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