Centro de ayuda al suicida
Ángel Balzarino
El estridente sonido del teléfono logró disipar el sopor que ya empezaba a gobernarme debido a los tediosos programas televisivos con los que pretendía sobrellevar las tres horas de turno. De manera automática levanté el tubo y pronuncié la ya tradicional consigna:
-Centro de ayuda al suicida.
No recibí ninguna respuesta durante unos segundos. Sólo llegué a percibir el ritmo de una respiración agitada, como de alguien que ha efectuado una larga carrera o se encuentra muy nervioso y no logra articular una palabra. Al fin surgió la voz de una mujer, débil y neutra:
-Voy a suicidarme.
Estuve a punto de exteriorizar una señal de triunfo o de íntimo regocijo porque al fin, primera vez, me tocaba atender el llamado de alguien dispuesto a tomar tan crucial decisión.
-¿Cuál es el medio que ha elegido?
Comprendí que el largo silencio obedecía a la sorpresa o perplejidad por la inesperada pregunta. La que sin duda jamás llegaron a formular mi hermano y sus cuatro amigos -entre los que había un sacerdote y un psicólogo- al decidir, con la mejor buena voluntad y en un gesto de generosidad y altruismo, instalar un Centro de ayuda al suicida. Las veces que habían requerido mis servicios -casi siempre desde la medianoche hasta las tres de la mañana, al parecer el turno más difícil de cubrir-, nunca el timbre del teléfono me posibilitó establecer comunicación con algún potencial suicida, por lo cual llegué a reflexionar que, para el caso de confeccionar datos estadísticos, debía ser el horario menos tentador y, por ello, el que reflejaba un grado de mayor euforia y vitalidad en la gente.
-¿Cómo...?
Creí que ya había mordido el anzuelo. La voz algo más firme y el atisbo de interés en la pregunta parecieron abrir la puerta para alcanzar mi propósito. Marqué cada palabra como si le hablara a un chico.
-Le pregunto qué medio piensa utilizar para suicidarse.
-No sé todavía... -titubeó, desolada, como si hubiera indagado sobre algo demasiado recóndito que no estaba dispuesta a develar, y tras una breve pausa, quizá urgida por el único motivo de su llamado, inquirió con brusquedad-: Quiero hablar con Danilo, por favor.
-No se encuentra en este momento -en seguida comprendí que no era la primera vez que llamaba sino que ya conocía a mi hermano y sin duda, por la infinita paciencia que lo caracterizaba y su deseo de contagiar un invariable optimismo a los demás, debía ser alguien de permanente consulta-. Yo ocupo su turno y trataré de ayudarla como podría hacerlo él. Tenga confianza.
-Danilo es muy especial -la voz llegó a ser un susurro casi sensual-. Gracias a él pude sobreponerme dos veces, pero ahora de nuevo siento hundirme...
-¿Quiere decir que por tercera vez va a intentar suicidarse? -formulé la obvia pregunta con el beneplácito de estar frente a un caso ideal para desarrollar mi teoría sobre la verdadera función que debía cumplir el Centro-. Podría decirme qué método ha empleado anteriormente.
-¿Método...? -de nuevo pareció quedar con la mente en blanco al plantearle algo que no figuraba en sus planes; al fin, como si recuperara algún fragmento del pasado, continuó-: La primera vez con una hoja de afeitar. Fue lo primero que encontré. Pero cuando la sangre...
Se calló de pronto. Presentí que el recuerdo de la sangre manando de sus muñecas aún la estremecía y sin duda, superado el propósito homicida por efecto del horror o por el natural e imperioso deseo de supervivencia, debió buscar el auxilio de un chorro de agua fría o una toalla absorbente.
-Apeló a un recurso probadamente ineficaz -procuré exhibir la seguridad de quien da una cátedra sobre una materia que domina a la perfección-. Demasiado lento. Otorga tiempo para el arrepentimiento y la búsqueda de algún paliativo salvador. Estadísticamente es el medio con menor resultado positivo.
-Sin embargo Danilo me dijo que había sido casi una bendición. Me repitió muchas veces que haberme salvado era un signo positivo y debía tomarlo como algo providencial para poder seguir...
-Pero lo intentó por segunda vez -la interrumpí en un reproche casi agresivo, tratando de apartar la sombra pertinaz de Danilo-. Eso demuestra que no había superado el estado de confusión y desequilibrio.
-Sí, lo mismo me dijo Danilo -la reiteración del nombre de mi hermano me dio la certeza de estar bregando contra un adversario poderoso y tal vez invencible-. Durante cinco meses estuvimos hablando casi todas las noches...
-Hasta que volvió a intentarlo -recalqué con firmeza-. Evidentemente los consejos de Danilo no lograron el efecto esperado.
-Traté de cumplir todo lo que él me decía: apartar las ideas pesimistas, ocupar el tiempo con alguna tarea, mirar todas las cosas con mucha fe y esperanza... -el sentido de culpa fue apagándole la voz-. Pero no pude. La soledad, esta casa tan grande, las noches interminables y vacías. Entonces...
-Otra vez quiso liberarse.
-Sí.
-¿A través de qué recurso?
-Una soga. Estaba en el cuarto del patio. Creí que era lo único que podría salvarme de tanta angustia. La até al ventilador del techo y...
Aunque de inmediato presentí el modo como pudo concluir esa operación, la impulsé a dar detalles, con un regodeo casi morboso:
-Por favor, cuénteme qué pasó.
-Me paré sobre una silla, hice un lazo con la soga, traté de imitar lo que vi en muchas películas -trasuntó cierta vergüenza al revivir la escena que había servido para demostrar su torpeza e inexperiencia-. Pero no resistió. El techo. Apenas aparté la silla y quedé en el aire, el ventilador se descolgó y...
Se detuvo, ahogada por un acceso de llanto. Con el incentivo de notarla tan frágil y desarmada, comprendí que era el momento oportuno para acometer la jugada final.
-¿Se da cuenta de que tantas tentativas fallidas sólo han contribuido a otorgarle mayor hueco y desorientación a su existencia?
-Sí... -con extrema debilidad admitió la sádica acusación-. Por eso quiero hablar con Danilo. Él es el único que...
-Olvídese de Danilo -inflexible, traté de quebrar el último vestigio de resistencia-. Debe aceptar que no le ha dado el asesoramiento adecuado. Ahora yo le brindaré la ayuda que usted necesita. Tenga confianza en mí.
Presentí que la demora en responder obedecía a la necesidad de asimilar una situación completamente diferente a la de tantas otras noches.
-Está bien. Si usted...
-¿Cuál es el medio que piensa utilizar ahora?
-Aquí tengo un sobre con insecticida, un cuchillo... -imaginé que debía estar frente a una mesa cubierta con elementos de acción destructiva-. Y también una pistola, que ha sido de mi padre.
-Elija la pistola, sin la menor duda -no procuré disimular una manifestación de alborozo-. ¿Ya comprobó si está cargada?
-Sí. Tiene tres balas.
-Perfecto -creí innecesario hacerle notar que una bala sería suficiente-. Ahora debe actuar con mucha serenidad. Es un momento fundamental. Al fin tiene la oportunidad de superar el bochorno y la ignominia que está sufriendo por causa de las malas experiencias anteriores. ¿Estamos de acuerdo?
-Sí -más que su voz percibí la respiración, fuerte y alterada, que revelaba una postura de tensión, a la expectativa.
-Apóyela contra el pecho, a la altura del corazón. No debe tener miedo ni vacilación. Será sólo un segundo. ¿Preparada?
-Sí...
-Apriete el gatillo -le ordené, cortante-. ¡Ahora!
No tuve tiempo de analizar si habían sido claras y suficientes mis indicaciones. La contundencia del disparo pareció perforarme el oído y, de manera instintiva, aparté el auricular. Luego de unos segundos, al verificar el total silencio del otro lado de la línea, no pude dejar de sentir un legítimo orgullo por haber cumplido con solvencia una ardua tarea.
El ruido de la puerta de calle me hizo colgar el tubo con rapidez. Adopté una posición relajada en el sillón y procuré mostrar la cara más apacible cuando entró mi hermano. La sonrisa y la voz cantarina reflejaron el habitual buen ánimo de Danilo.
-Hola. ¿Qué tal? ¿Cómo anduvieron las cosas?
-Muy bien -pretendí jactarme de la eficacia con que había ocupado mi turno-. Podría decirte sin temor a equivocarme que esta noche ha sido la más fructífera desde que funciona este Centro.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 23/Dic/04