Algo desmesurado

Miguel Ibáñez

Durante meses estuvo calculando los pasos justos que había hasta el patíbulo. Cada vez que le dejaban salir a pasear -una vez al día, escoltado y esposado- se dirigía hasta el centro exacto del patio, contaba los pasos que había desde su celda hasta el lugar en donde se iba a erigir el escenario de su muerte, contenía la respiración, y como un buzo que se interna cada día un poco más, aguantaba sin respirar un paso más cada día: no quería darles a sus enemigos el espectáculo de sus jadeos, su angustia, su miedo.

El día anterior al fijado para la ejecución consiguió andar hasta el centro del patio sin respirar. Lo había logrado justo a tiempo.

Aquella noche oyó desde su celda los martillazos y aserraduras: la música de su muerte.

Por la mañana lo sacaron de la celda, dos guardias lo agarraron por los brazos, se echó a a andar: un paso, otro paso, otro paso..., la cuenta se iba cumpliendo y él aguantaría hasta el final sin respirar, impasible como una estatua, sin bajar ni siquiera los ojos, sin dirigir la vista hacia el suplicio que aquellos miserables le habían destinado y que él había aprendido a ignorar.

Cuando llegó a lo que debería ser el primer escalón, cuando ya tenía la pierna derecha levantada, pues también con eso había contado, para subir al cadalso con serenidad y sangre fría, comprobó con una decepcionante sorpresa que allí no había ningún escalón: el tablado se elevaba más allá de donde debería estar, más allá de donde ellos mismos le habían dicho que iba a estar.

Entonces oyó la voz del director de la prisión, a sus espaldas, estudiadamente melosa y cruel, y sin verlo pudo adivinar que sonreía mientras le susurraba:

-¿Qué habías creído? La muerte siempre está un paso más allá.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Sep/01