Agora Debe

Omar Hebertt

-¿Dónde está lo que no quieres encontrar?-, preguntó. Era el mismo cerdo que me humillaba todos los martes. Sobre su pata extendida palpitaba un corazón.

-No lo pienses mucho.

En mi pecho, del lado izquierdo, había un hueco.

-Eso es mío.

-¡Ah, no! Fue tuyo. Me obsequiaste un pedacito por cada uno de mis consejos.

-Eso no te da derecho a quedarte con él.

-¿Seguro?-, flotó hacia la esquina del cuarto. -¿Quién te dijo que no? Todo tiene un precio.

-Si... bueno... cualquiera, menos ese.

-Piénsalo bien, puedes arrepentirte... ¿Dónde?...

¿Qué cosas eran importantes para mí?

-Estás tardando...

-Entonces vete. Ya te diré después.

El cerdo sonrió con malicia. -Bueno, si así lo quieres... Nos veremos el martes.

Y desapareció.

Hace años, algo pasó. Ningún médico diagnosticó qué o por qué, a veces dudo que lo hayan percibido. Simplemente, sucedió.

A partir de entonces, caminar en la calle fue una pesadilla; la posibilidad de encontrar una mirada penetrante que lo supiera todo... Evito hacerlo en martes; no quiero que me vean, el cerdo puede estar cerca, donde yo no lo veo, pero él a mí sí. Tal vez, quizá cuando se percaten de que algo está mal en mí, alguien de los que me ve, intente ayudarme. Pero he aprendido a no contar con eso.

Empezó un martes que se ha repetido todas las semanas de cada mes, hace años. Desde la cama, un chillido tiró de las cobijas trepando sobre los pliegues. Era invierno y hacía mucho frío. La sensación, en el recuerdo que tengo de ella, una parte de mí se sostenía. Luego, dejó de ser necesaria.

Era una masa informe, no podía suponer qué. La rodeaba un halo rosa, más frío que las corrientes de aire trepando por la ventana. Casi brillaba.

Ese día el cerdo y yo nos conocimos. Ese día, también, empecé a perder.

Cada martes le di comida, hablaba con él y le veía crecer. Dos meses después, entendí por fin que le había dado una parte de mí. Hasta entonces le vi definido.

Desperté por la mañana. Un ruido bajo la cama terminó de sacarme del sueño. Dejé colgar mi peso sobre uno de los bordes para distinguir mejor. Era el cerdo masticando uno de mis zapatos.

Aventé las cobijas para quitarle el bostoniano del hocico. Apenas adelanté las manos, dijo:

-Atrévete a tocarme y te mato-, fueron sus primeras palabras.

El miedo a lo que pudiera ocurrir me inmovilizó. No bajé de la cama en todo el día. El miércoles caminé con los pies desnudos hasta la zapatería para comprarme calzado nuevo.

-No sabes quién soy ni te lo diré. Estamos a mano. Hazte a la idea de que será largo.

-Y tú hazte a la idea de que te voy a mandar al diablo, cuando encuentre la forma.

Sonrió, siempre sonreía. ¿No sabía hacer otra cosa?

-Te he observado. Parece que te interesa la vecina ¿Verdad?

-¡No te metas en mis asuntos, hijo de puta!

El cerdito no me hacía caso. Estaba acostado en el suelo haciendo abdominales.

-Es fanática del ejercicio.

-¡Vete a la mierda! ¡Déjame en paz!

-Si sales, puedes encontrarla en el parque haciendo ejercicio. Digo, si quieres verla.

¿Qué era peor, soportar al animal o vencer la pena de acercarme a ella?

-¿Qué me ves?- dijo el cerdo, recostado en una repisa de la sala. -¡Inútil!

"Hazte a la idea de que será largo", dijo. Muy largo.

Primero fueron los zapatos, después vomitó su ropa, antes inhaló el detergente y mascó las pastillas de jabón; rasgó la ropa. Acabó con su comida y defecó en las medicinas...

La pintura caía en gajos; el marco de la puerta estaba astillado. Los vecinos pateaban la puerta para botar la cerradura.

Su aliento despedía un aroma tejido en frutas viejas, miel y pus; sus labios se movían entre corrientes inmateriales. Creyó que el cielo era del mismo color.

-Mira, compré unos lentes-, comentó, mostrando unas gafas nuevas.

-¿Sí, para qué?

-Para ver cómo te mueres. Al decir esto, bajó sus patas de la cama y caminó en redondo; apenas podía moverse. Sus patas se habían convertido en sostenes diminutos para una masa de lonjas que arrastraba en el suelo.

Los vecinos seguían pateando la puerta.

-¿Sabes? Falta poco.

-¡Ah, fíjate!, ¡Qué bueno!-; el sudor coronaba sus labios, blancuzcos por un gusto a sal que cerraba la nariz. -Al menos así te vas al diablo.

El vano de la puerta comenzó a crujir.

-No es a mí a quien se le acaba el tiempo. Se acercó de nuevo a la cama y apoyó la cabeza en las patas delanteras. Sus dientes brillaban. -Vienen a recogerte; algo tenía que hacer por tí, ¿no?

-Déjame en paz.

-¡Ts! ¿Quieres terminar con esto solo? ¿No soy tu amigo?

-Vete.

La puerta estaba cediendo

-No es el alma quien habla, sino impregnada en las cosas, cuanto palpa en su ausencia. Una lágrima cayó de su ojo, lamió la mejilla y la puerta se abrió por fin.

El hedor era insoportable.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Abr/02