Mujer de terciopelo negro

Agustín Celis

En cuanto entré en su despacho supe que aquella mujer mentiría con cautela. Después le daría las gracias a Romero, que me facilitó la cita. "Conozco a la persona adecuada", me dijo. "No te preocupes, te comprendo. ¿Máxima discreción quieres? Te la garantizo". Romero es un blando y por eso se deja impresionar por la estudiada gesticulación de los duros del cine. Finge con esfuerzo una pose viril de mucho tiro entre sus alumnas, pero que a las compañeras de departamento, a Nieves, a Marichú, a Sofía, mujeres de talla corta, les deja el salva-slip reseco y la falda en su sitio. Yo sé, aunque él disimule en público, que no tiene éxito con las mujeres. Yo sé, aunque él doblegue sus esfuerzos y convenza a algunos, que no va a ningún sitio, que no puede ir a ningún sitio. Le falta talento. Le falta empaque. Aún así se ha creado ya, tan joven, una leyenda dentro de la facultad, muy discutida, sobre alumnas que acuden por las tardes a su despacho para dejarse corregir las equivocaciones. Dicen que los cajones de su mesa están siempre cerrados y que sólo guardan cajas de condones y paquetes de kleenex. Pero esto no es cierto. Yo he podido verlos y afirmo que en ellos sólo esconde revistas pornográficas y pañuelos de tela acartonados por el uso. Es un pobre hombre condenado a la esterilidad, como tantos. Una lástima.

En cuanto a la mujer, no me sorprendió su aspecto. Permaneció sentada cuando entré y siguió sentada cuando hice ademán de marcharme una hora más tarde. No sé qué prenda ajustadísima llevaría debajo, más allá de la mesa que nos separaba. Sólo le vi aquella chaqueta negra que tanto la delataba y que nunca más le he vuelto a ver. Ignoraba entonces, y lo sigo ignorando ahora, si sería viuda o si lo estaba siendo. Como a toda mujer de su condición le sentaba bien el luto. Un luto de terciopelo fino que inventa más que la necesidad. Mujeres que hasta para un dolor de cabeza precisan de las atenciones de su ginecólogo.

Me fijé en la placa de la puerta y no regateé el precio. Sin duda era la persona que yo andaba buscando. De nada hubiera valido intentar rebajar el coste de sus honorarios. Tampoco iba a permitir que me entrometiese en su rutina laboral.

-Ya sabe que no necesito saber su nombre, utilice un alias si lo desea. Prefiero desconocer la identidad de mis clientes. Por favor no se moleste, pero en este oficio es mejor no saber qué clase de gente necesita mi ayuda.

-La comprendo.

La frase salió estúpida, demasiado blanda, como si yo mismo estuviera sintiendo vergüenza por la situación, como si de pronto disminuyera en su presencia, empequeñecido por una condición que todavía me permite alguna osadía de vez en cuando. Noté una sombra en su boca, la huella de una mueca de hastío y de asco. Encendió un cigarrillo y fumó lento.

-¿Usted fuma?

Me temblaron los labios cuando dije que no, que no fumaba, que alguna vez fumé, pero que lo había dejado. Puede que incluso añadiese algún tópico sobre el horror del tabaco y sus efectos sobre la salud. Me aclaré la garganta con una tos que delataba mi ridículo y mi falta de iniciativa.

-Le ofrecería una copa, pero me bebí la última botella esta mañana. Prescripción facultativa, no vaya a creer.

-Gracias, pero no bebo.

-¿Tampoco bebe?

Y su mirada fue un sarcasmo, casi un reproche, otra mueca de desprecio y conmiseración hacia un tipo sanote, bebedor de agua, monógamo por obligación y mala suerte, incapaz de fingir resolución ante una mujer como ella, que perfora con convicción y lo sabe, y a veces estafa y siempre miente.

-Bueno, acabemos. Dígame el nombre de la persona y ya veré con qué me encuentro. No le prometo nada, hay quienes no dejan huellas. Yo no hago preguntas, no las haga usted tampoco. Y no quiero saber sus fines. ¿Está claro?

Estaba clarísimo. Dejó transcurrir unos segundos de impaciencia y astucia.

-Ya sabe que son diez mil por adelantado y otros diez para gastos y osadías. Al contado, por favor, no me gusta mancharme las manos con los talones de nadie.

Así que dejé los dos billetes sobre la mesa y pronuncié mi nombre sin pensarlo más. Creí que luego me arrepentiría. Me dije que bueno, que valía por una vez correr el riesgo de ver cómo los días enseñan su sorpresa. Al fin y al cabo yo estaba corriendo detrás de ella por necesidad y mala fortuna.

-El hombre se llama Jaime González Mellado.

Me salió forzado pero le dio a la frase un tono de certeza muy real. Casi me pareció el nombre de otro. Ella tomó nota en un cuaderno ínfimo y no hizo preguntas. Me obsequió con su más bella sonrisa de creencia, condescendiente y cómplice.

-No repare en gastos, me interesa demasiado ese hombre.

Su última frase anunció ya la despedida. No hizo amago de levantarse para dar por terminada la visita. Se limitó a recoger los billetes de la mesa en un gesto lento con el que inició un ritual que se viene repitiendo desde entonces con idéntica sutileza, una vez a la semana, cada martes, sin que ni ella ni yo sepamos bien quién engaña y quién es el engañado, claro que ella creerá que es una mentira lo que para mí es un consuelo.

-No se preocupe, le informaré con detalle. Vuelva la semana que viene a esta misma hora, le estaré esperando.

A la salida volví a reparar en la placa de la puerta, sin agobios. Lemos y Asociados. Añoros y seguimientos. Cita previa.

Luego me topé de frente con la sorpresa semanal, que había perdido con los meses su condición de secreto. De vuelta a casa me vi obligado a esperar en el coche la salida de Troyano durante media hora. Vi su coche aparcado junto al portal, casi una ofensa. Ya ni siquiera jugaban al disimulo. Ya ni siquiera hacían esfuerzos para inventar explicaciones a las preguntas que yo no hacía. Diez años de compañeros en la misma facultad y no se conformaba con compartir el mismo despacho y los mismos alumnos, la misma rutina de cada día y hasta las mismas invitaciones a cursillos y conferencias. La noche caía sobre el capó con su manto triste y frío lleno de sal.

Por fin salió con su cara de desahogo y satisfacción, su cabeza casi afeitada y ese cuerpo que ha ido dejando engordar malamente, el gesto de lector ilustrado y decimonónico que no se le quita ni aún fumando esos puritos de homenaje y desagravio que disfruta desde hace años después de un esfuerzo.

Dejé que se marchara avenida abajo sin partirle la cara por tomar sin permiso lo que había sido mío. A ella la encontré en la ducha igual a sí misma, envejecida de tedio y cansancio, teñida de caoba, quitándose la botica de la cara que ni ella reconoce en el espejo por las noches. Me dio por pensar en nosotros veinte años atrás, indecisos ante todos los entusiasmos, fieles a pesar de la espera, los sacrificios y la falta de derroche, confiando en lo que se nos venía encima. Verifiqué que tenía un pasado contra mi voluntad. De afuera me llegaban los gritos de algunos que bajaban por Sorolla desde el estadio; por una vez el equipo ganó en casa.

Reparé por vez primera en el comentario de Romero. ¿Qué es lo que él comprendía? ¿Por qué iba yo a querer máxima discreción? Supe que no hablábamos de lo mismo. Supuse lo que Romero creía que yo iba a encomendarle a aquella mujer, eso que cualquier detective me podría dar sin la carga de sueño y mentira que ella me ha proporcionado. Y si yo no lo hubiese sabido desde el principio, claro. Pero ya dije que Romero carece de imaginación, la lectura del teatro de los siglos de Oro le tiene sorbido el cerebro.

Los años se plegaban sobre sí mismos como una alfombra de recuerdos. Me urgía conocer el resultado de las investigaciones de la mujer cuanto antes. No podía sospechar, no imaginé siquiera, lo que aquella inventora de sorpresas me tenía reservado. No sabía aún cuánta necesidad de ella iba a tener, cuánta necesidad de ella tengo. Es como un vicio sucio y vanidoso que me salva y me asusta.

Desde entonces, cada semana prepara un informe sobre ese tal Jaime González Mellado. No he querido saber cómo hizo para descubrir mi necesidad, pero la respuesta la encuentro en la placa cada vez que salgo de su despacho. Ella finge no conocer la verdad y construye para mí una biografía gloriosa de un personaje que es suyo y mío, creación de los dos, pero yo al fin y al cabo. Una invención donde nada importa sino mi historia durante esa hora que ella me regala a cambio de unos billetes que no le manchan las manos. Tan plegada la mentira a lo que yo he sido que casi parece verdad. Como casi un ritual, cada martes se sienta con un vaso de whisky en las manos y va desplegando sus últimas averiguaciones sobre nuestro hombre, y me da detalles de lugares dónde he estado, de libros que he escrito, de nombres que he conocido y tenía ya olvidados, con una y mil variantes que me enriquecen sin agotarme. El humo de sus cigarrillos me sedan antes de la dicha, y cada martes, invariablemente y con cita previa, me regala el consuelo y la esperanza que nunca imaginaron mi desprecio ni mi orgullo, y me dejo envolver, engañado, en su tela de terciopelo negro que teje sólo para mí un refugio más auténtico y leal que el de mi propia vida.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ene/03