Mosca 3
Alejandro Ruiz
A pesar de su antigua y pertinaz cercanía muy pocos pueden decir que han visto realmente a una mosca; ellas en cambio, con su tumultuosa mirada, hurgan con desenfado en nuestra intimidad humana.
La fuerza de lo cotidiano nos ha acostumbrado a mirar un punto negro que zumba y asedia; interponemos una injuria, algún manotazo, y la mosca desaparece. Esta habitual miopía nos ha privado de mirarla de cerca, gracias a eso todavía no se instala el horror en nuestras vidas. Porque la mosca, la simple mosca doméstica, es un monstruo portentoso salido de alguna pesadilla. Mirémosla bien.
Su cuerpo es una trama de sólidas articulaciones recubiertas por un lustroso pelaje negro; ese pelaje, lo sabemos, está poblado por una fauna inadvertida compuesta diversas bacterias, pero por ahora ya tenemos suficiente con hablar de la mosca.
Sus tres pares de patas están provistas de recias garras que compiten con los crampones del alpinista; perforando toda superficie rugosa -esto incluye a la piel humana- ofrecen agarre y tracción, lo que permite a la mosca avanzar sobre cualquier plano; bajo esas garras hay además pequeñas ventosas que le permiten adherirse a cualquier superficie lisa. En nuestras pesadillas veremos moscas caminando sobre el techo, sobre nuestra frente enfebrecida, sobre la carne del Redentor.
Debido al refinamiento aerodinámico de su evolución, sólo las cuatro patas delanteras cumplen funciones de propulsión en el despegue y de suspensión en el aterrizaje; las dos patas traseras cuelgan como apéndices y, a manera de contrapeso, dan estabilidad al sinuoso vuelo. Pertrechada con tales armas la mosca asalta, arrebata con descaro, saquea y vulnera.
¿Qué motor, qué combustible produce el movimiento de ese par de alas transparentes cruzadas por sutiles nervaduras?, ¿cómo se alimenta la vibración vertical de los balancines, vestigios de antiguas alas que la evolución mutiló? La brutal energía requerida por ese incesante batir que desplaza a la mosca por los aires con pleno dominio de dirección y velocidad, con derroche de agudos zigzagueos y reacciones instantáneas, nos conducen a la idea de una portentosa maquinaria gobernada por una voluntad caprichosa.
Los poderes sensitivos de la mosca son más eficaces que cualquier radar imaginado por el ser humano. Su visión omnímoda, formada por dos hemisferios compuestos por más de cuatro mil puntos ópticos, pone a su alcance una realidad diversa y simultánea, enriquecida por sutiles percepciones de cambios en la intensidad de la luz. Nada escapa a su mirada, no hay relatividad para la mosca; sabe que vamos o venimos, que hacemos o deshacemos. Es un imperturbable centinela que nos vigila en forma exacerbada.
¿La mosca que sobrevoló en el desayuno es la misma que, horas después, nos acompañó en la siesta? ¿Es una sola mosca o son legión? Su aparente ubicuidad, su atroz carencia de individualidad, nos obligan a plantear estas dudas irrisorias y a pensar en la mosca ideal, la mosca arquetípica.
En vano la aplastaremos con un periódico, inútilmente esparciremos insecticida: la mosca continuará su vuelo laberíntico. Recorrerá distancias para encontrarse con nosotros hasta el final de los tiempos; en la hora precisa, nos seguirá hasta el sepulcro, presidirá nuestro cortejo fúnebre y, al oscurecer, cuando todo doliente se haya marchado ya, la mosca panteonera se quedará con nosotros.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 23/Dic/04
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