Al Alba Blanca yo le Contaré

Converso con el hombre
que siempre va conmigo.
(Antonio Machado)

Jorge Almarales

Camino a lo largo de la era, reviso la mies. El centeno está recogido en gavillas, separadas ocho metros unas de otras. Los jornaleros trabajaron duro en aquel segundo día de campaña, pero a esa hora todos han desaparecido, aunque la tarde es joven todavía.

Aquí y allá, se observa un machete enterrado vertical o una hoz colgando de una rama, para no tener que volverlos a traer mañana. Nubes cúmulos gigantes se levantan desde la raya del horizonte, como pesados ogros escrutándome desde las atalayas de un castillo. De resto, el cielo es inmaculadamente azul. Por un instante siento la brisa en mi frente y percibo la paz indiferente que me rodea. Se diría que aquel hato no me pertenece, que la cosecha no es de mi incumbencia, que no tengo nada que ver con los trabajadores ni preocuparme por su salario.

De pronto, acabo por comprender que con la desaparición de mi padre sólo he recibido una gran maquinaria en funcionamiento, indiferente y brutal, cuya inercia no la detiene la muerte de nadie. Tampoco la mía.

Camino hasta el guayabo y doy en recordar mis años felices, mi época de escolar. El campo funcionaba a mi alrededor como un animal benigno. Me movía entre los campesinos y contemplaba su labor y su fatiga. Y a ellos mi presencia no les estorbaba; alguno a veces me dirigía palabras de chanza o gritaba mi nombre medio cantando.

Ahora me dirijo hacia el molino de viento. De todo el hato, es la pieza que más vigilo. Me he trazado la responsabilidad de seguir sus pasos y su presencia. Recorro el granero, giro después de los silos, debería hallar el molino al final de la era... si no me ha jugado una broma. Como lo sospeché, se cambió de lugar. Ayer estaba junto a los silos. ¿Por qué me hace esto?, me pregunto.

Sin orden ni concierto, el molino cambia de sitio jugando al despiste con sus dueños, escogiendo un día al azar y siempre cuando nadie lo ve. Pero yo he ido descubriéndolo; ya puedo adivinar su jugada, el momento preciso de su salto. Una vez lo espié y vi cómo doblaba los tubos de su torre y se desplazaba varios metros con su torpe paso de jirafa. La torre crujía a lo largo y las aspas chocaban con un sonido metálico, cuando la estructura completa frenaba en su nuevo punto de asentamiento. Cuando me descubrió estoy seguro de que sintió vergüenza, y permaneció varias semanas sin intentar cambio alguno, esperando que olvidara el hecho y lo reidentificara como un rudimentario sistema para extraer el agua.

Hoy ha vuelto a moverse, a jugar conmigo. Pero ahora soy su dueño. Soy el amo y absoluto señor, y me haré respetar.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 01/May/03