Ese animalejo oscuro

Carlos Roberto Morán

El intenso calor de enero produce delirios, desvaríos, genera extrañas criaturas y vuelve líquido el asfalto colocándolo, imitando lomas, como si fuera un agua seca, en sus márgenes, y dando la sensación de que parte de ese ablandamiento, más el agua acumulada, más la suciedad acumulada, caerán como una lluvia ácida, despiadada, sobre las personas que aguardan los colectivos con estoicismo, con las caras alteradas, mojadas por el sudor, con cansancio, con malhumor.

Contrariamente a todos ellos, el hombre (es un conocido empresario de la pequeña, no tan pequeña, ciudad) maneja con cuidado, lentamente, con la tranquilidad que, presuntamente, le otorga el aire acondicionado que cubre la totalidad del interior del auto, que le permite distenderse y hasta reducir la marcada coloratura de su rostro, que devela los ríos de tinto (caro) con los que suele acompañar sus comidas y más aún la alta presión arterial que le ha traído discusiones con su familia, con amigos, con su médico, con los escasos fieles que se preocupan por su salud. No deberían preocuparse tanto porque este mismo hombre será muerto de cinco balazos antes de que pasen diez minutos. Aquí, en el centro de la ciudad.

Nada sabe de lo que le espera y menos de la criatura extraña que avanza dando tarascones. A su lado, como una especie de sirviente fiel, callado, confidente, se adormece el viejo portafolios que no ha querido cambiar pese a las insistencias de Mary, pero si él le llevara el apunte a Mary debería haber dejado a Juliana, debería no hablar con José Luis, debería internar a Pamelita, debería, debería, un deber ser grande como el mundo. Mary está para otras cosas, especialmente para mantener cerrada la boca. Duerme el portafolios satisfecho con los cuarenta mil, verdes, flamantes, engordados, que termina de engullir en el banco, en el despacho de Graciani, que es el gerente, que le sonreía, que le decía a ver cuándo nos vamos a ver, que lo invitaba al club para jugar un poquercito y así olvidarse de todo, aunque él, el empresario, estaba sabiendo en ese momento que de ninguna manera desea invitarlo a ninguna parte, que Graciani lo despreciaba, pero que simultáneamente no se encontraba en condiciones de ignorar a quien había retirado los cuarenta mil con la misma indiferencia, el mismo desinterés, del chico que tiene sólo figuritas repetidas que no sirven para el álbum.

Pero no ha sido desinterés lo que su cara reflejó, su cara abotargada que, sin embargo, parecía ajena a los fajos de billetes que el gerente, sin perder la sonrisa, le fue entregando obsequioso, uno a uno, nuevos, crocantes como pan caliente. Es una máscara, hubiera debido explicar, dobla por la calle que lo conducirá al lugar donde, tranquila, tan tranquila, lo espera la muerte, es una indiferencia aparente que le ha permitido sobrevivir y que, desea, confía, también le permitirá pasar por el reclamo de Maidana: Ahora mismo, los ochenta. Son cosas, le advirtió Pignero, que a lo mejor Maidana no puede o no quiere perdonar.

Avanza ese animalejo oscuro.

El empresario debió hacer maniobras diversas para encontrarse con el dinero y, la verdad, es que generó nuevos agujeros negros. Pero, cree (cree como pobre criatura humana que todo lo está concedido; pura ilusión), que tiene tiempo para subsanar esos nuevos problemas, desarrollar estrategias que permitan solucionarlos, especialmente con Aitino, porque Aitino es un hueso duro de roer, quizás tan duro como él mismo, o más, pero él ha aprendido de la vida, sí, esta misma vida que vive ahora con aire acondicionado pero por la que ha sabido, ha debido, aprender a base de eso que suele repetir: golpes, luchas, de esfuerzos, que son palabras un tanto excesivas, pero que también resultan ser lo que debió aguantar y afrontar para llegar al propio aire acondicionado pero que ni la Mary, ni menos José Luis, ni menos Pamelita, ni menos que menos Juliana, podrían comprender.

No te pueden entender, murmura acercándose peligrosamente al estacionamiento donde dos hombres jóvenes, actuaron a cara descubierta se leerá en el diario, lo están esperando. No ve el animal, no percibe su fuerte aliento.

El sol, de pronto, le da de lleno haciéndole entrecerrar los ojos y el cielo, el cielo sin nubes, se le modifica de súbito, se carga de nubes extrañas que no estaban hasta un segundo antes y que en realidad no se encuentran en parte alguna salvo en la cerrazón de sus ojos sensibles, de su mente que ha visto sacudida, sorprendida, por la novedad. Y la nube, al disiparse, se volvió la cara imposible de Maidana negándose a aceptarle sus explicaciones.

Sobre la demora que tuvo para reintegrarle el dinero y, menos, eso sí que menos, sobre las causas que lo han llevado a juntar menos. Efectivo, dijo y él, el conocido empresario, se tuvo que rebajar ante el negrito, porque la negritud y las carencias de Maidana quedaban develadas al escucharle hablar, al verlo moverse, al equivocarse cuando intentaba emplear palabras que no terminaba de dominar, y explicarle que en momentos de crisis como los de hoy, momentos que van a dejar de importarle para siempre de aquí a tres minutos exactos, conseguir ochenta verdes, porque así los llamaba Maidana, aunque eran ochenta mil, le era imposible. Sencillamente, le dijo, entonces transpiraba y ahora, pese al aire acondicionado, por carácter transitivo podría decirse vuelve a sudar copiosamente.

Sencillamente imposible, le dijo.

Creo que con los cuarenta va a andar todo bien. Pignero hizo un gesto vago, de esos que no le gustaban, no lo vas a contentar, quiere los ochenta, todos juntos. Pignero tiene ese problema, el de decir lo inconveniente en el momento en que uno no quiere escuchar comentarios de ninguna clase. Ni de ninguna otra, como con lo de la Mary, la tenés que dejar, la tenés que dejar, le sugiere Pignero a cada rato, parece una tía vieja enojada porque uno no va todos los domingos a misa. No se puede ir todos los domingos a misa, Pignero, murmura, mientras disminuye la marcha porque un auto se le ha interpuesto. Ya ve el estacionamiento. El auto retrasa casi un minuto, cincuenta y un segundos exactos, el momento de su muerte.

Momento que Maidana no ordenó, aunque qué otra cosa, si lo ha mandado al Nito. Uno no manda coronas a un cumpleaños de quince. No se puede ir todos los domingos, no se puede contentar a todo el mundo, es imposible. Que Maidana se dé por satisfecho con los cuarenta, bastante que me costó conseguirlos, a partir de ahora tengo que enfrentar a Aitino, mirá que regalito.

Avanza, avanza. Come, destruye, no deja nada tras de sí.

Nada. Maidana no quiere saber nada, nada, dice, traza con su dedo romo una suerte de raya sobre el vidrio que preserva la pulcritud del escritorio. Quiere pagar, le aclara Ramos, por lo menos una gran parte. Maidana entrecierra los ojos como si el sol que veinte horas más tarde molestará al empresario también se estuviera metiendo con su persona y con ese leve movimiento de los párpados da por zanjada cualquier intervención a favor del deudor al que quiere sólo asustar, y robar, pero a quien sin saberlo termina de condenar.

Movimiento de párpados que pone en marcha otros movimientos, como el de Ramos que se retira tratando de hacer el menor ruido posible para acercarse a Coliche, decirle vení, quiero hablarte, en voz tan baja que el grandote, porque es enorme, siente el líquido del temor vertiéndose sobre su ánimo y, ablandado, lo sigue como si fuera el perrito amaestrado de algún otro cuento.

Coliche se mostró incómodo con el encargo pero no dijo nada, no le contó que en sus pensamientos negros se encontró en medio de un enfrentamiento feroz, que se vio -tan de golpe que se sorprendió por la idea, por haberse generado una idea así, tan salvaje- tirado, triturado, atravesado como vaca por una cuchilla repugnante. Maidana quería que uno de los dos que esperaran al empresario fuera él, das seguridad, dijo Ramos, y esa fue la única explicación que le ofreció. El otro, agregó, tiene que ser de mucha confianza. Puede ser el Nito. Lo de "puede" estaba de más, para el Coliche fue una orden en toda su regla.

El Nito era un arrebatado y por eso peligroso. Con el Nito se sabía que iba a haber mucho miedo en derredor (el animal oscuro da tarascones, se mueve ligero por el aire pesado de un ambiente recargado de electricidad) pero de antemano era imposible saber qué más. Qué más acarrearía, porque como burro siempre traía su carga adicional. Peligrosa también. Siempre peligroso. De eso Coliche tenía conciencia, pero nada dijo porque era inútil dado que terminaba de recibir dos órdenes claritas y cerradas: Que debían asustar, "asustar", remarcó Ramos, al empresario y que debían sacarle la plata, que no podían equivocarse. Y que tenían que ser los dos: Coliche, el Nito. Nadie más.

Por eso se limitó a responder que estaba bien y que las instrucciones, las istrusione, dijo, se las voy a dar de a poco al Nito, para que no se le haga un bocho en el mate. Para que no se me confunda y termine agujereando a todo el mundo. Para que no provoque el Apocalipsis.

Que se embrome, pensaba Maidana, que se dé cuenta de que conmigo no se juega, aunque el tipo tenga título y yo sea un reventado que empecé desde abajo de las baldosas, que se preocupe el doble, que siga buscando los ochenta que me debe, porque me los debe, bien que se puso la casa que se puso por la venta de los paquetitos que consiguió gracias a mí, sólo a mí, que cambió de auto, que mantiene a la Mary, todo eso, y que a partir de ahora además deba buscar de nuevo los cuarenta con los que me quiere adobar. Maidana se entusiasmaba con la idea hasta veinte minutos más tarde de la muerte del empresario cuando, de un golpe, rompió el vidrio de su pulcro, ya no pulcro, escritorio.

Porque el empresario llega al fin a la playa de estacionamiento, al lugar tranquilo donde suele colocar su cero kilómetro, donde es bien atendido porque es generoso al momento de repartir propinas, ¿de qué otra manera me lo van a cuidar?, si no doy seguro que el autito termina en Paraguay. No tan autito, es un modelo que se corresponde con la grandilocuencia del dueño que sonríe buscando al chico que habitualmente le recibe el coche para acomodarlo en un lugar oscuro y confortable, donde quede protegido del sol, de alguna lluvia posible, de alguna mirada obscena y envidiosa.

Y Maidana rompe el vidrio porque es de aquéllos que suelen comprender antes que los otros, es de los que tiene visión de conjunto, como se dice, y esa visión de conjunto le hace saber que las cuentas han comenzado a salirle mal, que el imbécil del Coliche se abatató cuando no debía hacerlo, que quedó encerrado entre los policías, y que el Nito, que no vale un centavo, que no tiene la menor importancia, fue el que logró escapar. Aparte de hacer el zafarrancho que hizo, de abrirle definitivamente la puerta a ese animalejo oscuro.

Que vuela, que sobrevuela, en el aire cargado de la mañana.

Se lo dije muy claro, Ramos no podía evitar las lágrimas, no lograba que su voz se normalizara, que su cuerpo se le quedara quieto, actuaba así por puro reflejo, porque los enojos de Maidana eran terribles y solían tomarlo a él como el muñeco que debía recibir los pelotazos. No sabía si esta vez no terminaría en un zanjón, sin metáfora, porque la mirada severa de Maidana lo estaba haciendo responsable de todo cuanto pasó y -peor aún- de lo que iba a pasar, lo estaba haciendo responsable de haber mandado al Nito a resolver una situación para la que no estaba preparado. El nombre de Nito lo dijo por primera vez Maidana, pero nunca lo iba a admitir.

El chico de la playa no estaba y en realidad no parecía haber nadie en el lugar. El empresario tocó la bocina y cuando advirtió que era un desconocido el que se le acercaba pensó de una manera brumosa que debía tratarse de un empleado nuevo, aunque algo, algo indefinido, le impidió, en el escasísimo tiempo que le fue dado para articular su pensamiento, aceptarlo como parte de ese lugar oscuro donde el animalejo había comenzado a desperezarse y a moverse, en el que de pronto se sintió inseguro, como el extranjero que visita por primera vez una tierra desconocida en la que nada siente como propio.

Y los pensamientos, como si fueran pétalos de una flor que de pronto se dispersara, una rosa intensamente roja que se disgrega, se le atomizaron en pequeñas cápsulas: el recuerdo de la madre, intenso, la inútil cara del gerente, la cara de Maidana, la poceada cara de Aitino, que se iba a transformar en el verdadero enemigo de no estar pasándole lo que le pasa, y un caballo que atraviesa el puente, imagen que de manera increible llega a él de un pasado pretérito, de la juventud, porque ya no hay más caballos en el puente porque al puente se lo comió el agua, quizás estuvieran corporizándosele otras figuras más, entre ellas a lo mejor y por qué no el primer auto que pudo comprar con sacrificios incontables, pero que no pueden ser porque el tiempo se le terminó, porque cada pétalo del pensamiento va cayendo a medida que el Nito, confundido, creyendo que el empresario buscaba un arma, le va disparando un tiro, otro tiro y otro tiro más, hasta llegar -rotundo- a cinco.

Y el animalejo oscuro, rotundo, se lo engulle.

Los disparos sonaron raros y dramáticos en esa mañana de bochorno. Fueron seguidos, rápidos, destruyeron al hombre que no terminaba nunca de caer del coche con la puerta abierta, hicieron gritar a mujeres, a hombres, sorprendidos por la fiereza del acontecimiento, sorprendidos porque la calma de la calle, la calma a la que todos debían sumarse para soportar la inclemencia del verano, se hizo trizas en un instante, y hubo corridas y hubo llantos y hubo desesperación mientras alguien llamaba urgente al comando y, como estaban en la zona céntrica, en cercanía de los bancos, de los despachos de las autoridades, de los despachos de los que importan, los uniformados se corporizaron tan abruptamente que no dieron tiempo ni a Coliche ni a Nito para tomar el dinero, subirse a la moto, desaparecer como le había dicho, ordenado, Ramos.

Rodeado, rodeado al lado del muerto porque el empresario al recibir el quinto tiro dejó de ser, también abruptamente, mientras que el Nito, el mismísimo Nito que rompía cuanto tocaba, logró escabullirse al entreverarse con la gente, alejándose a paso cansino, así no se puede vivir, iba diciendo, pidió permiso a uno de los policías para superar el vallado, tomó un colectivo, se fue casi sin dejar rastros.

Coliche tiene el arma en la mano pero no se da cuenta, no termina de entender que alguien le está gritando, que los gritos que escucha, los insultos que percibe de una manera confusa le están dirigidos porque se ha quedado como congelado en un tiempo anterior, en el momento en que dijo ahí viene, al reconocerle el coche, al entreverlo detrás del parabrisas, en un momento en que se aprestaba a cumplir a pleno las indicaciones de Ramos: Ni me lo toqués, le apuntás pero nada más, le sacás la plata, no le decís ni una palabra, lo asustás si querés pero con gestos, controlalo al Nito, la responsabilidad es tuya. Era de él, iba comprendiendo con lentitud, levantaba las manos, tiraba el arma, se arrodillaba de una manera innoble, no le importaba nada de lo que le decían, se limitaba a obedecer, hubiera sido mejor estar muerto, se dijo, pensando en el odio de Maidana.

En la manera en que Maidana se vengará. Maidana lo perseguirá, se volverá un animalejo oscuro que por el menor intersticio que se le presente penetrará y comerá y cobrará lo que tenga que cobrar.

Ese animalejo oscuro, esa pez extendida en el asfalto curtido, esa tormenta que no existe pero que está, y cómo, sobre la ciudad, esa mirada de sorpresa, de intensa sorpresa, del empresario que entiende que esta vez le toca, que comprende en el momento de morirse que le está pasando eso, precisamente eso, su propia extinción, que ha sido el cuento del ruido absurdo producido por el loco ante la indiferencia absoluta del universo; que entiende la pusilanimidad de sus esfuerzos, que entiende la traición, el engaño, que sabe que es él, este poderoso que hasta recién ha sido, vuelto nada por la impericia del muchacho que con un arma se transforma porque se siente otro, duro, Stallone, tenso, una fotografía a todo color para mujeres extasiadas, soy un héroe, salgo en la tele, me admiran. Y dispara, y dispara, y dispara, y el hombre atacado abre la boca y un tiro (¿esto no se dijo antes?) se vuelve el animalejo inmundo que va y penetra en el corazón pequeño del pequeño chico que estaba cerca como simple espectador. Y penetra. Y lo rompe.

El pequeño animalejo, ese ser que sobrevuela en la mañana del bochorno extremo, que se detiene en el ánimo asustado de Coliche, se para sobre su angustia y se lanza en la búsqueda de Nito, que ha empezado a preguntarse en la soledad de una vivienda precaria en la que buscó precario refugio por su presente, por su futuro, para darse ánimo se bajó dos o tres botellas y ahora que la resaca se le fue se pregunta qué hice, se pregunta qué haré y siente, comienza a sentir, el frío del arma silenciosa que le cortará el cuello y el calor del animal del color de la pez que ha empezado a rodearlo.

Y Maidana que se siente chiquito y breve como Nito, porque ha dejado de pronto de ser montaña ante el odio que, seguro, ha comenzado a acumular Aitino, y Ramos, que comprende que ha perdido todo, y Pignero que se vuelve ahora una cosa leve, gaseosa, un dibujo reducido y obsceno de sí mismo, debiéndose hacer cargo de la destrucción que ha supuesto la muerte del empresario, sobre sus hombros trepa, sobre sus hombros se balancea y toma impulso y salta, salta sobre cada cosa y todas las cosas de la ciudad que se derrite, que se pregunta qué pasó, porque lo ocurrido ha pasado de boca en boca, y empieza la gente, la que está esperando el colectivo y la escondida en sus casas baratas, y las que no entran en los negocios donde nada se vende, a preguntar, a decir tenemos que saber, a transmitirse el estado de excitación y de preguntas que corren por la calle torcida, por la sordidez del agua acumulada, del asfalto encendido y ablandado.

Preguntas que van y se multiplican y penetran en edificios distintos, en casas de departamentos, en viviendas particulares, en los comercios pequeños, en los medianos, en los edificios públicos, en las miradas de quienes se comunican o no se comunican hasta detenerse en otros lugares, donde el sol y el calor no penetran, donde todo se detiene, donde todo es congelado por las sonrisas sardónicas de quienes saben, y pueden, y nada dicen.

Callan y con eso intentan bajar persianas, cerrar ventanas y puertas. Acá se terminó, dicen, se dicen, quizás no lo dicen pero hay que así interpretarlo. Pero el animalejo oscuro ha sido lanzado y es imparable, no deja de moverse por las calles ladeadas, por el asfalto poceado, por el calor interminable, mancilla y contagia de lluvia ácida cada ánimo, cada acción, cada inacción. Toca y enferma y contagia. Toca, enferma, contagia, una peste que se te pega en la piel y que enferma todo, no dejará de enfermar ese animalejo oscuro, vivo y reptante, que ha despertado el intenso calor de enero, que produce delirios, desvaríos, genera extrañas criaturas y vuelve líquido el asfalto, el calor mezcla ese lodo que terminará cayendo como una lluvia ácida, despiadada, interminable, sobre las personas que aguardan los colectivos, que esperan, que mientras reciben la lluvia y la desdicha no hacen más que esperar.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Jul/02