Antonio y Cleopatra

Quien imagina que se destruye aquello que odia, se alegrará.
Spinoza.

Fernando Savater

Según los sociobiólogos, el sacrosanto tabú del incesto tiene su refuerzo genético -y quizá su origen- en la instintiva repugnancia de los seres humanos a apearse con alguien a quien conocen íntimamente desde la más remota infancia. Toda la curiosidad y el afán exploratorio que constituyen el 80% del interés sexual (el 20% restante se lo reparten la necesidad de protección y el aburrimiento) desaparecen ante los previsibles gestos y reiteradas posturas de una pieza que se ha frotado contra nuestra vida incesantemente. El objeto amado necesita contar entre sus ingredientes con la posibilidad de ser perdido: ¿cómo amar a quien siempre estuvo ahí y jamás sabrá irse? Y este disgusto ante lo forzosamente familiar no ha de limitarse tan sólo al sexo. Hay una cierta desesperada resignación en las relaciones humanas que se arrastran toda la vida, en las amistades predestinadas desde la cuna, en los rostros y las voces de los que nunca tendremos ocasión o fuerza de librarnos. Estamos condenados a determinadas proximidades. ¿No es lógico odiar un poco a aquel cuya vida acompaña a la nuestra como un paralelo raíl? Las animadversiones más atroces crecen a lo largo de los años en los ambientes cerrados, los pueblos pequeños, las comunidades gremiales en las que el cultivo de cierta profesión impone una forma de vida apartada y relativamente exclusiva. El prójimo, que siempre es padecimiento, en esos casos suele convertirse en tortura.

En cualquier caso, Greville no se hubiera decidido a matar a Tony si no llega a ser por lo de «Reina del Nilo». Todos los motivos de su odio eran demasiado vagos como para provocar un gesto tan irrevocable; era el suyo un odio de aluvión, producido por la punzante acumulación de mil pequeños guijarros de hostilidad y cimentado por la convicción de que tal goteo de agravios no acabaría nunca mientras viviesen ambos. Su mundo y su trabajo los tenía encadenados el uno al otro con la misma fatalidad que une a las víctimas de un naufragio en el único bote salvavidas disponible. Un roce inevitable les fue irritando hasta dejarles llagas rebeldes a toda racional cicatrización: esto es, al menos, lo que le ocurrió a Greville, porque Tony tenía una tozuda y despreocupada confianza en sí mismo que le vedaba perseverar eficazmente en el rencor. De hecho, Tony no odiaba a Greville, se limitaba a detestarle intensamente, pero también con cierta jovial cordialidad, hasta el punto que éste llegó a pensar en alguna ocasión con asqueado desaliento que quizá incluso era apreciado a su manera por su verdugo. Si hubiera acabado por convencerse plenamente de esto en lugar de sospecharlo tan sólo en momentos particularmente atroces, lo más probable es que se hubiera decidido antes a matarle.

La gente del turf tiene algo de casta aislada del contagio con el mundo y también una disciplina de vida propia, comparable a la de ciertas órdenes guerreras medievales. Los jockeys se casan con las hijas de los entrenadores y procrean nuevos aspirantes a conquistar la fusta de oro, que jamás saldrán del festival de verdes pistas húmedas, cuero, amaneceres al galope, cálculos rigurosos de pesos y distancias, rugidos colectivos de entusiasmo o decepción, sudor glorioso. Es un mundo juntamente ingenuo y pervertido; los que viven en él, de él, y para él, como todos los que deben ganarse la vida con un juego o un arte, son levemente irreales y están algo locos, debatiéndose en una especie de ascética bohemia. Greville y Tony eran ambos hijos de antiguos jinetes y comenzaron su aprendizaje de jockeys con menos de tres meses de diferencia, como pupilos de dos entrenadores de Nermarket amigos de sus padres. Compartieron la dureza de los ejercicios, el perpetuo madrugar y la pesadilla cotidiana de vigilar el peso; también la palmada en el hombro y el sobrio «¡bien hecho!» del gruñón guv´nor. Greville ganó su primera carrera antes que ¨Tony, en Haydock, una tarde infernalmente lluviosa, en la cual el viejo penco que montaba se regeneró por última vez gracias al poco peso que le asignaron y a la pista blanda, respetuosa con sus doloridas extremidades. Tony triunfó pocas semanas mas tarde en un modesto compromiso en York, y los dos celebraron juntos el comienzo efectivo de sus carreras profesionales con una monumental borrachera, que los tuvo con temblores y vértigos hasta cuatro días después. A partir de entonces sus vidas se instituyeron gemelas de una vez por todas: montaban en los mismos hipódromos, hacían el mismo régimen, buscaban los buenos contratos con la misma avidez, sufrían idénticos percances en la pista, trataban a las mismas personas, admiraban a los mismos campeones, recibían y olvidaban los mismos consejos.

También se enamoraron de la misma mujer, pero nadie tema que vaya ahora la historia a tomar un giro pasional. En este cuento, como luego se irá viendo, todos los móviles resultaron ser estrictamente profesionales. Ella era la hija menor de uno de los más conocidos entrenadores del momento, y sus dos hermanas mayores ya estaban casadas con gente del turf. En realidad, la chica estaba deseando perder de vista los caballos y se había propuesto seriamente que en cuanto se independizara no volvería jamás a un hipódromo ni siquiera como espectadora. No era, pues, un jockey el modelo de príncipe azul que andaba buscando y que finalmente encontró bajo la advocación de un viajante de productos textiles de Liverpool, al que «Brigadier Gérard» sólo le sonaba a título de una comedia musical de ambiente parisino. Su rivalidad amorosa, que no duró en total más de cuatro o cinco meses con escaramuzas muy aisladas, enseñó a Greville y Tony pocas cosas útiles sobre las mujeres en general, pero varias fundamentales acerca de ellos mismo. La más importante, que no se podían ver. Y lo grave de esto residía en que no tenían otro remedio que verse constantemente. Tony diagnosticaba a Greville de envidioso, lúgubre y fatuo; para Greville, Tony personificaba la quintaesencia de la vulgaridad y la fanfarronería. Como siempre en estos casos, la elección de los reproches decía más sobre quien los empleaba que acerca del agraviado. Pero había una diferencia fundamental en la forma que los dos hombres tenían de vivir su amistad, porque Tony no le daba ninguna importancia ni a su rival ni a sus malas relaciones, mientras que para Greville se fue convirtiendo el asunto en una crecientemente enconada obsesión.

Lo del lenguaje, por ejemplo. A Greville le gustaban las palabras sonoras y un tantico rebuscadas, que manejaba con acierto quizá menos indudable de lo que suponía. Tony lo consideraba una pedantería insufrible y daba por supuesto que el otro no tenía ni idea de lo que decía la mayor parte de las veces. En cierta ocasión oyó a Greville utilizar a no sé qué propósito el término «contumaz>< y desde entonces no perdía ocasión de saludarle con un «¡hola, contumaz!» o «¿estás muy contumaz hoy?», sumiendo al otro en un negro frenesí. De cosas así se va haciendo el odio y tal es la auténtica superioridad del amor: que mientras en el amor todo es, en el fondo, importante, en el odio todo es, a fin de cuentas, trivial.

Si Greville hubiera sido netamente mejor que Tony en la pista, probablemente no hubiera necesitado matarle. Pero Tony tenía el demonio de la monta en el cuerpo y precisamente en ese aspecto er5a indiscutiblemente superior. Hay bastantes buenos jinetes, algunos excelentes -el propio Greville, con su estilo frío y eficaz, era uno de ellos-, y de vez en cuando surge un genio de la fusta, alguien que ha nacido con la intuición exacta de la carrera en el alma y a quien el aprendizaje, como supuso Platón, parece no servir más que para recordarle lo que ya misteriosamente sabe: Tony era sin disputa uno de éstos. No se trataba solamente de que ganase muchas o pocas carreras, pues a su rendimiento, para ser óptimo, le faltaba regularidad y le sobraban unas extrañas crisis de abulia que le tenían a veces semanas enteras sin meter un caballo por la puerta de ganadores; pero nadie conocía con tan íntima e infalible precisión a cada caballo como él, aun sin haberlo montado antes jamás, nadie tenía su sentido del paso, el talento de la colocación exacta durante la carrera, el conocimiento milagroso del instante en que el animal debía ser exigido y la suavidad enérgica para dirimir a su favor los más reñidos finales. En una palabra, ver montar a Tony en una de sus tardes buenas justificaba el ir al hipódromo. Greville había contemplado el florecer de este talento prodigioso con pasmo desesperado; ninguna de sus victorias le producía placer suficiente para compensar la frustración que le recomía ante los triunfos de su compañero. Pues lo fascinante no era el hecho de que Tony ganase, sino cómo ganaba cuando lo hacía. Hay cosas que el espectador, frecuentemente más interesado por su apuesta que por lo que ocurre en la pista, no percibe, pero que no pueden escapar a un profesional. En plena carrera, Grenville observaba en ocasiones a Tony galopar en aparentemente mala posición, obstaculizado su avance por otros participantes y montando un caballo con pocas probabilidades, según los expertos; se desentendía de él y se entregaba a las delicadas perplejidades de su propia monta, para en los metros finales verle aparecer no se sabía por dónde, con el penco transfigurado bajo su mando, impulsándolo hacia la meta con su braceo cadencioso e inapelable, a ganar. Luego, en el cuarto de jockeys, al desvestirse, mientras le oía reír o alardear, pensaba: «Yo nunca, nunca lograré tener lo que él tiene; pero él siempre estará ante mí para recordarme que no lo tengo».

Fue entonces cuando apareció «Reina del Nilo». Poseía un origen de auténtico lujo -«Blushing Groom»- y «Dumerferline»-, velocidad y resistencia, una suave capa de alazán tostado con la única mancha blanca que calzaba su mano izquierda, muchos caprichos y un riquísimo propietario japonés decidido a ganar con ella el Oaks y después el Arco del Triunfo. Entre las grandes yeguas de carreras, las hay tan viriles de aspecto y carácter como una atleta soviética super-hormonada; así fue, por ejemplo, «Allez France». Pero «Reina del Nilo» era femenina, implacable y fríamente femenina; lo era desde luego en la finura con que estaba cincelada su pequeña cabeza afilada y en el mohín seductor con que alzaba las orejas cuando quería ser admirada fingiendo admirarse, peor mucho más todavía por su compleja forma de ser. Debutó ganando sin esfuerzo su primer compromiso y entusiasmado por la soltura potente de su galope, pero en la segunda ocasión no quiso emplearse seriamente y en la tercera perdió toda probabilidad en la salida, tras haberse negado varias veces a ocupar su puesto en los cajones. «Reina del Nilo» comenzó a tener fama de mala cabeza y su entrenador se preocupó seriamente, porque una mala cabeza puede anular las mejores posibilidades de un caballo... o de una persona. Decidió cambiar de jockey y contrató a Greville para que montara a la yegua en el más serio de los compromisos afrontados por ésta hasta entonces, una destacada prueba para dos años en Ascot. A «Reina del Nilo», digámoslo de inmediato, le encantaba ganar, pero s su modo. Quería que la interesaran en la carrera, pero a fuerza de sensibilidad por la forma que ella tenía de interesarse por las cosas; quería ser dirigida y mimada, dominada y consentida: y más que nada, detestaba los errores. Respondió a la monta de Greville con expectante docilidad, porque le gustaban las novedades, sobre todo cuando se convencía de que ella era la causa. Greville la llevó atrás, arropada con delicadeza y consciente de que marchaba sin esfuerzo y estaba deseando que la solicitaran a fondo; todo fue como seda hasta que faltaron menos de doscientos metros para la meta y Greville decidió pasar al ataque. En ese preciso momento, el caballo que marchaba delante y a la derecha de «Reina del Nilo», agotado, se cerró sobre el de su izquierda, obstruyéndole la vía lógica al remate. A Greville le quedaban dos opciones, entre las que debía elegir en la próxima fracción de segundo: abrirse decididamente hacia la derecha, perdiendo uno o dos cuerpos que podían ser preciosos, o confiar en que el caballo que marchaba delante a su izquierda, cuyo jinete le iba solicitando ya enérgicamente, se despegara del exhausto dejándole un hueco suficiente para rebasar sin cambiar de línea. Optó por esta última solución, pero en seguida se dio cuenta de que tampoco el jaco en que confiaba tenía ya fuerzas y que apenas respondía a los fustazos de su jockey; maldiciendo entre dientes, sacó a «Reina del Nilo» por la derecha y la yegua se lanzó arrolladoramente hacia delante. Fue un rush espectacular pero ligeramente tardío, y la «Reina» hubo de contentarse con el tercer puesto, a menos de un cuerpo del ganador y a un cuello del segundo.

La carrera fue con todo muy buena, la mejor que se le había visto a la alazana, y el preparador estaba satisfechísimo de que al fin su clase indudable comenzara a manifestarse como se esperaba. También Greville estaba contento, porque se dio cuenta de que con semejante máquina de galopar debajo tenía el Oaks al alcance de su mano y después... quién sabe si «Reina del Nilo» dejaría chiquita a «Dahlia». Pero era precisamente «Reina del Nilo» quien no estaba nada orgullosa de su actuación; al contrario, se sentía humillada y puesta en ridículo por aquel mequetrefe. Ella se le había entregado del todo, más que a ningún otro antes, y él lo único que supo hacer fue estropearle el triunfo con sus vacilaciones torpes. Bien, pues no le daría otra oportunidad. Cuando semanas más tarde partió como absoluta favorita en una prueba menor en York, se negó rotundamente a entrar en los cajones de salida y hasta estuvo a punto en una corveta de tirar a Greville; quince días después lograron hacerla salir, pero ni se molestó en seguir el paso y simplemente trotó a catorce cuerpos del último de principio a fin, pese a los indignados esfuerzos de su jockey. Un tercer intento, ahora llevando blinkers, no tuvo tampoco ningún resultado positivo y todo parecía indicar que «Reina del Nilo» había estropeado definitivamente sus enormes posibilidades por culpa de unos vapores de histérica. El preparador estaba desolado, Greville perplejo, el propietario japonés cablegrafiaba quincenalmente expresiones cada vez menos corteses de su descontento. Y entonces recurrieron a Tony.

Ya les he dicho antes que esta historia carece de intriga amorosa, de modo que no vayan a pensar que «Reina del Nilo» cayó rendida a los encantos de Tony nada más verle y que ambos vivieron partir de entonces un conmovedor idilio. Todo lo contrario: a la «Reina» le pareció Tony más bien antipático desde el primer día y nunca modificó sus sentimientos respecto a él. «Reina del Nilo», por lo demás, no quiso a nadie a lo largo de sus dieciocho años de vida, salvo quizá a una gatita blanca que compartió su box cuando erra era ya una respetable matrona en la yeguada, mucho después de haber olvidado todo lo referente a los sucesos que aquí se cuentan. Pero lo que la «Reina» amaba sin duda era la eficacia: también esto es femenino, ¿verdad? Y en cuanto le tuvo encima, se dio cuenta de que Tony era sin disputa el mejor de todos. El mejor, el único, el que a ella le interesaba, el que había a toda costa que conservar. Con Tony descubrió «Reina del Nilo» el placer de ganar siempre, como sin esfuerzo, sorprendiendo y acongojando a sus rivales, divirtiéndose. Desde el primer día el jockey la entendió a la perfección y comprendió que sólo «Reina del Nilo» podía derrotar a «Reina del Nilo», pero nadie nunca si ella decidía activamente vencer. Y se las arregló para convencerla de que disfrutaba ganando. Así triunfo la «Reina» en Royal Ascot, batiendo por más de cinco cuerpos a los dos rivales que la habían superado en la desafortunada carrera que provocó su indignación, y ganó en Doncaster y en Lingfield, y trituró a las mejores yeguas francesas de su edad en una preparatoria para el Oaks, corrida en Longchamp. Los bookmakers pusieron su cotización a menos de dos por uno para el Oaks de Epson y ya no aceptaban apuestas más que cinco por uno para el King George. El preparador exultaba, el propietario japonés anunció su próxima llegada para asistir al siguiente compromiso de la «Reina» en Newmarket, Tony declaró a Sporting Life que era la mejor yegua que había montado en su vida, y Greville decidió matar a Tony. «Me desprecia -se decía-. Ahora más que nunca me desprecia y ya siempre tendré que aguantar su desprecio, siempre, siempre.» Reinventaba as i el infame los eternos motivos de Caín.

Durante los dos últimos meses, Greville se mostró particularmente amable con Tony, aunque sin incurrir en ninguna exageración sospechosa. Charlaban en el vestuario, en los entrenamientos y le preguntaba de vez en cuando cómo iba «Reina del Nilo» o algún otro de sus caballos predilectos; hasta se tomaron de vez en cuando una copa juntos. No habían vuelto a estar en tan buenas relaciones desde sus viejos tiempos de aprendices. A Greville no le resultó tan difícil esta comedia como supuso al principio, porque, como su decisión estaba ya tomada, veía a Tony prácticamente muerto, efectivamente muerto, y un Tony muerto era mucho más tratable que el eterno y triunfal Tony que antes le abrumaba con su presencia. Buscaba la ocasión con paciencia, pero sin reposo; tramaba y desechaba incesantemente planes, actividad masturbatoria que le producía un contento tal que empezó a temer que quizá nunca llegara a vengarse de hecho para no privarse del placer de imaginar nuevas formas de venganza. Pero tenía que decidirse, y decidirse en el momento preciso, ni antes ni después, como se debe pasar al ataque en una carrera. Poco a poco el vértigo de lo irrevocable, que subyace a todo asesinato, le iba urgiendo con fuerza más imperiosa.

No siempre un plan minucioso es la mejor garantía de impunidad de un crimen. Los recargados detalles se apoyan demasiado calculadamente unos en otros, y cualquier error mínimo provoca el fatal derrumbe de la estructura: todo lo muy complejo es inestable. A veces una improvisación certera es infinitamente más eficaz y a la larga asegura mejor el secreto que disponer la fechoría de forma más elaborada. Greville se decidió finalmente a actuar aprovechando una ocasión más o menos imprevista, en lugar de seguir alguno de los planes que con tanto regodeo había tramado. Fue tras la fiesta de despedida de un jockey veterano, que abandonaba la competición activa y se pasaba al campo de la preparación. Asistió una veintena de jinetes y otros tantos preparadores y hubo mucha más bebida que comida, como no es raro que ocurra en tales casos. Tony se emborrachó tremendamente, lo que solía pasarle con frecuencia y era una de las razones (o quizá consecuencia) de la crisis de abulia que dañaban la continuidad de sus éxitos. Greville, que aparentaba estar también bebido, se ofreció a llevarle en coche a casa, y el otro, semi-inconsciente, se dejó transportar. Mientras conducía con Tony canturreando y dando cabezadas a su lado, Greville vio con toda claridad que la hora había llegado cómo debía proceder. Aparcó ante el cottage de Tony y aún le ofreció un trago de whisky de la botella que llevaba en la guantera del coche. Bebieron los dos, mientras recordaban aquella remota cogorza de sus años mozos, cuando celebraron su primera victoria. Por fin Tony se hundió en un sopor inerte, mientras un hilo de saliva le mojaba la barbilla resbalando hasta la camisa y se le estremecía el pecho de vez en cuando con algo mitad gruñido mitad eructo. Greville le sacó del coche arrastrándole por los sobacos; le pareció incómodo de manejar, pero no mucho más pesado que esos cuarenta y nueve kilos que él tantas veces le había visto dar en la báscula, antes y después de la carrera. Con uno de sus flojos brazos por encima del hombro y sujetándolo erguido con un considerable esfuerzo, Greville abrió la cancela, cruzó el jardín y se dirigió con su carga a la piscina. Tony, que no era demasiado nadador, se la había consentido como un refrendo necesario de su condición privilegiada en el escalafón del turf. Le dejó caer en el césped junto al agua y luego, con brusca determinación, empujó al cuerpo con la cabeza delante hacia la parte más profunda. La mitad superior del cuerpo de Tony se sumergió y luego el resto; Greville le sujetaba por los tobillos, inmovilizándole las piernas y empujando una y otra vez hacia abajo, como si sacudiera a alguien manteniéndole patas arriba para que se le cayera el dinero de los bolsillos. Tony ofreció poca resistencia y sólo pudo manotear débilmente durante unos instantes, pero sin lograr sacar la cabeza del agua. Por fin el burbujeo cesó y los brazos de Tony se extendieron blandamente hacia delante, como si los levantase conminado por la amenaza de un atracador situado en el fondo de la piscina. Durante medio minuto más le mantuvo todavía Greville sujeto por los tobillos y luego le dejó ir. Quedó flotando entre dos aguas con leve oscilación de boya, la cara siempre hacia abajo y algo de personaje cómico de película muda en sus ropas mojadas y en las canillas blancas que asomaban sobre los calcetines caídos. Con cierta sensación de fatigado asombro, Greville constató que durante el tiempo incontable que duró su crimen ni una sola vez había recordado las ofensas que reprochaba a su víctima.

La investigación policial aceptó con naturalidad la hipótesis de la muerte por accidente. Greville declaró que había dejado a Tony muy borracho a la puerta de su casa y que el volvió inmediatamente a la suya, porque también se encontraba bastante mareado; no, no aguardó para comprobar si Tony entraba sin novedad en su domicilio. Se aceptó oficialmente que Tony deambuló al azar por su jardín, cayó a la piscina, y agobiado por su extrema embriaguez, fue incapaz de nadar para salvarse. Ningún motivo había para imaginar un crimen; Tony era razonablemente envidiado por sus colegas, pero no odiado, y su muerte no beneficiaba a nadie en particular, pues sus montas se repartirían entre varios jinetes de primera fila de forma difícil de establecer de antemano; no se le conocían enredos amorosos de envergadura ni estaba relacionado directamente o indirectamente con ninguna mafia hípica. Los periódico dedicaron obituarios enfáticamente laudatorios «al único heredero legítimo del cetro de Gordon Richards y Lester Piggott» , mientras los jinetes de todos los hipódromos del país y hasta en Francia salían a la pista con un brazalete negro como señal de duelo. Greville se sentía hueco y cumplido; palabras, gestos, imágenes rebotaban dentro de él gratamente, como dentro de una catedral llena de ecos a la par inquisitoriales y majestuosos. Quería supones que así es la felicidad. Las vidas de quienes le rodeaban se le antojaban sin espesor ni arraigo, atropelladas, y se sentía desabridamente orgulloso cuando las comparaba con la profundidad innoble de la suya. Por un lado, quería olvidar cuanto antes, normalizarse, serenar la inquietante altivez con que paseaba su alma por alamedas que sólo ella conocía; por otro lado, no se veía capaz de renunciar a la memoria de esa escena final que era lo único que le quedaba de la venganza para la cual había vivido durante intensos meses.

Cuando llegó la fecha del Oaks, Greville fue requerido para montar a «Reina del Nilo», cuyo favoritismo era absoluto. Vio con toda claridad que iba a ganar su primer clásico, pero ello no le entusiasmó tanto como hubiera debido, pues tenía la emoción entumecida por drogas más potentes que el orgullo profesional. Contempló con desapego la multitud sonora de Epsom, la tarde radiante, la agitación espástica de los bookmakers; distante y cortés hasta el punto de parecer más oriental que el oriental, charló con el multimillonario japonés que había llegado para asistir al triunfo de su inversión zoológica y escuchó los últimos consejos del preparador, más nervioso de lo que su seguridad en sí mismo permitía exteriorizar. Incluso asistía Su Majestad, que no quería privarse de ver ganar el Oaks a una hija de su amada «Dumferline». La «Reina» se mostraba en verdad resplandeciente, tranquila con su grupa lustrosa como un melocotón maduro, y paseaba por el paddock voluptuosamente lánguida, disfrutando de cada mirada apreciativa y cada comentario entusiasta que a su paso despertaba. Era su día y se le notaba consciente de ello. Montaron los jinetes y se inició el desfile ante las tribunas, mientras se cruzaban frenéticamente las últimas apuestas. Greville iba absorto y tenso a la vez, perfectamente dueño de cada uno de sus gestos y también analizándose desde fuera, como un insólito espectáculo. Nunca se había sentido tan completamente señor de su cuerpo, pero tan lejos de él. Los caballos galopaban ya hacia la salida. Entonces, sin el más mínimo aviso, «Reina del Nilo» empezó a correr de costado, como cangrejo, y se lanzó contra una de las bardas que flanqueaban la pista. El gentío retrocedió con atropello ululante. La pierna derecha de Greville se aplastó con fofo chasquido contra la madera y al instante siguiente la «Reina» lo había despedido de la silla por encima de las orejas. Quedó en el suelo, incapaz de moverse, como una mosca mutilada por un niño cruel. La yegua se vino sobre él con perfecta deliberación y dejó caer sus atléticas manos, triturándole el pecho; lo hizo un par de veces más y cuando se apartó de lo que quedaba de Greville llevaba cuajarones carmesíes en la calza blanca de su mano izquierda. Una señora embarazada que tenía los gemelos viciosamente enfocados hacia la escena se desmayó, pero en medio de la barahúnda ni su marido debió darse cuenta.

«Reina del Nilo» estaba un poco asustada por los gritos y carreras de la gente, pero se limitó a respingar ligeramente y aguardó. Pronto irían a buscar a Tony. Seguían agachados en torno a eso, haciendo ruidosos aspavientos, pero ella conocía bien a los humanos. Ahora tendrían que ir a buscar a Tony. Más vale que se den prisa y le traigan pronto, pensó; van a dar la salida y el Oaks no puede correrse más que una vez en la vida. »

Cuento publicado en el libro El juego de los caballos de Ediciones Siruela S.A., España, 1996.


      
   
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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Abr/02