EL HOMBRECITO BLANCO Y EL MISTERIO DE LAS HADAS
"Trabajamos a tientas,
el universo es fluido y cambiante,
el lenguaje rígido"(1)
Jorge Luis BorgesAraceli Otamendi
Con la boca abierta, las luces prendidas -eran intensas-, la máscara blanca, la música funcional y el perfume del clavo de olor, resistía.
Como siempre, cuando iba al dentista. Esta vez era ella, una mujer, joven, unos treinta. Profesional, bajó mi asiento, no sé cómo hizo hasta que mi cabeza estuvo casi en línea paralela a la de mis pies. Me sentí frágil. Había llevado un libro de los impresionistas. Por suerte comparaban a unos con otros, pude leerlo en la sala de espera. Ahí estaban Monet, Cezanne, Pizarro, Gauguin, Van Gogh, Degas. Me había propuesto pensar en todos ellos y hasta me hice una promesa: pintar diariamente, como en otras épocas. Todo eso con tal de no volver a sentir el dolor, ese desgarro.
Ahora, estaba en manos de ella, de esa mujer bajita que me miraba mientras la luz de la lámpara del techo no se conmovía ante mis ojos.
Cuando aplicó la primera inyección de anestesia empecé a pensar en los nenúfares de Monet. Celestes, húmedos, flotan en el agua. A los pocos minutos ya estaba en un campo de trigo. En los siguientes, veía a las bailarinas de Degas moviéndose en la escena. Mezclé imaginariamente los colores en la paleta. El amarillo de cadmio con el azul ultramar daba bien. mientras el rosa, mezcla de blanco y rojo púrpura, sería perfecto para la combinación que pretendía alcanzar. Cerraba los ojos y veía el lienzo y las pinceladas, lo haría con espátula, le daría intensidad, cuerpo a la materia.
Ella, la dentista era implacable. Me preguntó varias veces si se me había dormido la lengua. El cosquilleo era intenso, resignada afirmé con un leve movimiento de cabeza.
Afuera era un día lindo, de cielo azul y sol. Enfrente, a través del vidrio se veía un edificio, paredes grises y alguna ventana. Algunas plantas, donde sobrevivían algunas hojas y nuevos brotes saludaban desde el verde claro. Intenté pensar en eso: el renacimiento de las plantas, las hojas nuevas. El renacer de la vida. Quería olvidar el dolor de muelas.
La dentista arremetió nuevamente. No podía ver con qué instrumentos horadaba mi boca, mis dientes, mis encías. Mi pensamiento estaba fijo ahora en el río, en el agua.
Durante algunos momentos me detenía en el oleaje del Río de la Plata, era un día diáfano, el cielo limpio y azul. Algunos barcos navegaban. Tenían las velas desplegadas, multicolores, eran un buen espectáculo.
En otros, estaba frente a un manantial de agua cristalina.
Fue entonces cuando lo vi. Al hombrecito aquél, colgado del techo. Estaba ahí como un marciano, como un extraterrestre a punto de atacarme. Caería sobre mí esa extraña criatura de algún planeta. El hombrecito, tan chico mirándome desde la lámpara del techo. Vestido de blanco, como un astronauta. ¿Por qué no iba a creer en eso? Si hasta Arthur Conan Doyle escribió un libro sobre las hadas y sus misterios. En resumen lo cuento: dos niñas pequeñas juegan en un jardín y ven unas hadas. Las fotografían y muestran las fotos a los adultos. Éstos las mandan a examinar. Las pruebas dicen que las fotos no están trucadas.
Durante años persiguen a las niñas infinidad de curiosos. Finalmente, una de las niñas, cuando llega a vieja, devela el misterio: las hadas eran figuras de papel recortadas. La otra, más crédula, sostiene la verdad, su verdad, ¿cuál es la verdad?: las hadas existieron, jugaban en el jardín y ellas las fotografiaron: eran verdaderas.
El hombrecito está a punto de lanzarse sobre mi cabeza, no puedo gritar, no puedo hacer nada en esta situación. sólo imaginar que ha venido de viaje para ayudarme. Para escapar de ahí, donde aprisionada, soy nada más que una boca donde la dentista sigue con su experimento.
El perfume del clavo de olor es persistente. Ahora entra una ayudante, es una mujer más joven todavía. La dentista se relaja. Los movimientos se hacen más suaves en mi boca. La ayudante comenta con minuciosidad un día de su vida, cuando llega a la casa y se pone a jugar con los hijos. Son niños, juegan en una terraza. El más chico riega las plantas, la niña juega en el agua de una pileta de plástico. Más tarde, los lleva al pelotero a jugar durante más de una hora, a perderse en un laberinto de esferas y colores. El relato fluye e inevitablemente, siembra anzuelos en el lecho de la memoria, desprende retazos de recuerdos. Ya casi está terminado, me dice la dentista con voz neutra.
Somos tres mujeres en un consultorio pequeño, el día es diáfano, de un azul intenso. Recuerdo momentos vividos como los que contó la ayudante, así, con mis hijos, cuando eran niños. Agradezco el recuerdo, la remembranza. El hombrecito no está más en el techo. Ha vuelto, seguramente a su lejano planeta. Quién sabe.
(1) de Epílogo, Historia de la noche, Jorge Luis Borges
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 15/Jun/06