Apenas un sueño

Ángel Balzarino

Creyó que una aguja le perforaba los oídos al percibir el gemido. Repentino. Desvaneciendo la frágil quietud de la casa. Haciéndole tomar conciencia de que él aún estaba allí, petrificado en la cama que compartían desde hacía cuarenta y tres años, sólo capaz de efectuar esos esporádicos y lacerantes sonidos no sólo para exteriorizar el dolor y dar un fugaz signo de vida, sino también para recordarle, con el vigor de una feroz puñalada, que debía cumplir la tarea de cuidarlo. Una obligación asumida por imperio del amor, de la feliz y armónica convivencia de tanto tiempo, de la íntima necesidad de tenerlo cerca y negarse a la impiadosa y cruel decisión de confinarlo a la pieza de un hospital, a merced de manos extrañas y sin duda indiferentes. Desde hacía nueve meses. Cuando el diagnóstico resultó incuestionable.

No supo cuánto tiempo permaneció rígida, desprovista de voluntad o deseo para realizar cualquier gesto, hasta aferrar una de las canillas y abrirla, ansiosa y con brusca violencia, para que la irrupción del agua cada vez más fría tuviera la virtud de despejarla. Cuando ya no pudo contener el temblor, cerró las canillas. Será muy rápido. Le aseguro que no sentirá ningún dolor. Mientras se refregaba la toalla para devolverle el calor a su cuerpo, se vio acosada de nuevo por las palabras del doctor Panizza cuando, tres días atrás, en una actitud de caridad y ternura al notarla tan deteriorada -curvado el cuerpo, la mirada sin brillo, la ropa arrugada y bastante sucia-, le entregó un pequeño frasco. No puede seguir así, Aurora. Se lo digo como amigo, más que como médico. Si no quiere internarlo y dejar que otras personas se ocupen de él, tal vez lo mejor es buscar otra alternativa. Y antes de efectuar un gesto o pronunciar una palabra -había llegado a un punto en que parecía incapaz de cualquier reacción, por obra del agotamiento o la desesperanza o una invencible apatía-, le colocó un frasco en una mano y, por unos segundos, sin duda para evitar el rechazo, la obligó a mantenerla fuertemente cerrada. Piénselo. Es una decisión que debe tomar usted. Y desde entonces, ante el dilema más intrincado, se debatió sin tregua entre el desconcierto, la duda y un ineludible acceso de culpa.

Abandonó el baño sin vestirse, no por la premura impuesta por el desgarrante clamor, sino por el desdén sobre todo lo referido a su arreglo personal, El hecho de vivir abroquelada en la casa la libraba de miradas indiscretas. Junto a la puerta del dormitorio se detuvo. Necesitó apoyarse en el marco, algo mareada y sin fuerzas para dar un paso más, vulnerada por la habitual pero ya intolerable visión ofrecida por él: los brazos moviéndose en gestos distorsionados; la cabeza hundida en la almohada; un hilo de saliva escurriéndose por la boca desdentada; el quejido monocorde quebrado, de tanto en tanto, por gritos lacerantes. Sí. Ahora soy la única que puede acabar con esto. Sobrecogida por la responsabilidad impuesta por la sugerencia del doctor Panizza, no lograba desechar los escrúpulos, sobre todo porque se había impuesto el propósito de preservar -sin el frenesí de la pasión y tratando de eludir los estragos de la enfermedad- a través de una caricia, algún beso fugaz o la mera compañía, un hálito del amor que habían compartido durante tanto tiempo.

Pero ya le resultaba difícil lograrlo. Minada por el cansancio. Invencible. Visceral. Quitándole el afán para seguir luchando o alentar un furtivo soplo de esperanza. Incapaz de superar el instintivo rechazo de acostarse con él, pues la cama había dejado de ser el preciado territorio donde encontraron siempre el modo no sólo de obtener una necesaria tregua o reposo a la jornada diaria sino más bien para prodigarse las confidencias que alimentaban el clima de intimidad, urdir proyectos y sobre todo, cuando la ausencia de hijos hizo crecer el sentido del desamparo, relegar por algunos momentos, en la embriaguez del placer, el asedio de la temida soledad. Por eso, las últimas noches se limitó a permanecer recostada en un sofá, sin ánimo o energías para hacer otra cosa que observar, en una casi alucinada vigilia, al hombre que, apresado por el dolor excluyente, ya no la reconocía ni podía responder a cualquiera de sus requerimientos.

La única salida. Tal vez no tenga sentido desear o esperar otra cosa. De pronto creyó vislumbrar una luz esclarecedora. Dio unos pasos hasta la pequeña mesa atiborrada de cajas y frascos de remedios. A lo largo de los meses llegaron a resultarle tan familiares que sabía de memoria el grado de eficacia y el momento de utilizarlos. Sin vacilar aferró uno: el último frasco que le había dado el doctor Panizza. Sí. Apenas un sueño. Profundo. Liberador. Desenroscó la tapa y vertió el líquido en un vaso. Después, sosteniéndolo con las dos manos en un gesto de extremo cuidado, temiendo que se le cayera, se dio vuelta y caminó hacia la cama. Por unos segundos observó el cuerpo. Tembloroso y jadeante entre las cobijas desordenadas.

Entonces llevó el vaso a los labios. Y bebió el líquido marrón. De un solo trago.


Otro cuento de: Hospital    Otro cuento de: Terapia Intensiva  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre Ángel Balzarino    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 12/Oct/02