La Tigra

Araceli Otamendi

La tigra llegó una madrugada sigilosamente. Ni siquiera sé por dónde vino. La espina de un rosal la lastimó y al ver la mancha de sangre sobre el suelo la descubrí. Permaneció quieta, callada en un rincón del jardín hasta que Juan José y yo la encontramos. De tamaño mediano y contextura fuerte, piel sedosa, trompa chata, se leía la fiereza en los ojos, rasgados, casi amarillos. La tuvimos en brazos unos minutos, nos parecieron pocos, se dejó acariciar, después entramos a la tigra.

Ya en la casa se acomodó en silencio y enseguida eligió un lugar para dormir. Le dimos leche, carne, agua. Comió hasta saciarse, paró para dormir. Juan José y yo la observábamos. Parecía soñar, tenía los ojos semiabiertos, a veces se quejaba. Imaginábamos que había escapado de algún circo o de algún zoológico.

Todos los días leíamos el diario, esperábamos encontrar alguna noticia sobre el origen de la tigra. Le puse un nombre "Liberté", Juan José le agregó "Fiereza". Por el nombre discutimos con Juan José. A mí me gustaba "Liberté" pero no "Fiereza". Se impuso primero el nombre de Juan José, después el mío. Pensé que nos traería mala suerte el orden de los nombres. Invoqué algún texto de Borges, no me acuerdo cuál, pero no hubo caso. Juan José se rió.

La tigra iba creciendo y ocupando un lugar en la casa. Supeditamos nuestra vida a ella. Si la tigra dormía, nosotros no salíamos, cuidábamos el sueño de "Fiereza-Liberté". Juan José empezó a trabajar más horas, había que alimentar a la tigra. Robusta, fuerte, no cesaba de aumentar de peso y de crecer. Yo tenía ojeras por no dormir, de noche la espiaba. La tigra recorría la casa, se movía como dueña absoluta de todo el espacio, por momentos corría, también jugaba. Al principio se entretenía con pelotitas de papel de diario que le hacía yo. Las deshacía entre las "manos", las mordía, las destrozaba. Después empezó a afilarse las uñas, primero en las patas de la mesa, después en los sillones. Le corté las uñas una vez pero Juan José me lo recriminó. A un animal así no se le cortan las uñas, son su defensa, ¿no ves que es una fiera? Dijo. Poco a poco Juan José y yo nos fuimos quedando sin las pocas cosas que habíamos juntado durante los años que llevábamos casados. Una vez la tigra se enfermó y tuvo fiebre. Llamamos al veterinario. El hombre se asombró que tan tremendo animal, ya había crecido mucho, estuviera en nuestra casa, tan chica y doméstica, donde alguna vez había atendido a un pájaro y a un cobayo. El médico diagnosticó no sé qué enfermedad y recetó algunos remedios. El tratamiento era costoso y largo. Con Juan José decidimos comprar los remedios y hacer lo que el veterinario dijera. La tigra se había apoderado de nuestra casa y de nuestra vida. Antes de irse, el médico de animales predijo algo que nos entristeció: la tigra era un animal salvaje, nunca se domesticaría del todo, algún día había que llevarla a su lugar de origen. Ignorábamos cuál era, el veterinario tampoco lo sabía. Esa noche, Juan José y yo no dormimos pensando en el día en que la tigra ya no estuviera más en casa. Le dimos los medicamentos, la bañamos hasta que la fiebre cedió y el animal volvió a lucir sano y tranquilo.

Pasada la enfermedad, la tigra siguió creciendo, los movimientos se fueron haciendo cada vez más ágiles, y también cambió el ritmo de sus costumbres. La tigra dormía de día, de noche caminaba por la casa. Dejé de dormir de noche para observarla. Era un animal enorme, se movía elásticamente, rugía. Atisbaba las sombras del jardín ¿Imaginaba pájaros, una montaña? Aparecía el primer rayo de sol y ella rugía, quería salir. Me gustaba mirar su pelaje, sedoso, brillante, similar al terciopelo, como sus ojos, verdes, de color casi húmedo. Yo la dejaba suelta en el jardín; ella corría, se desplazaba, calculaba los límites del cerco sin salir a la calle. Le comprábamos bolsas enormes de carne y ella las devoraba. Después se tiraba a dormir al sol. Juan José llamaba a casa varias veces por día para hablar de la tigra. Le describía minuciosamente sus andanzas por el jardín, por la casa. Entre los dos jugábamos a adivinar los orígenes de la tigra. La trajeron del África para algún zoológico, decía él, la encargó algún excéntrico, apostaba yo. Nunca lo sabríamos. ¿Se escapó de algún circo?

Una mañana, hasta ese entonces igual a cualquier mañana de las que se venían sucediendo a partir de la llegada de la tigra, tocaron el timbre. La tigra había estado inquieta, rugía, como si temiera algún peligro. La observaba con preocupación y al mismo tiempo estaba preocupada por mí. ¿Qué me había llevado a cobijar a la tigra en casa? ¿No podía haber sido un pequeño animal, un conejo, un perro? El sonido del timbre era insistente, interrumpió el flujo de mis pensamientos. Era la cara familiar de nuestro vecino, estaba serio. Le abrí la puerta. Lo miré a los ojos, de inmediato detecté la amenaza. En la mano traía una escopeta. Debíamos sacar a la tigra de casa o la mataba una noche de éstas, dijo. Le pedí que se fuera, me encargaría yo misma de llevar a la tigra lejos, donde no molestara y estuviera a salvo. Esa misma mañana preparé una bolsa de carne cruda y el auto. Llamé a la tigra: ¡"Fiereza-Liberté"! La tigra se acercó y me miró como si supiera la verdad. Le indiqué que subiera al auto. Me costó convencerla. No entendía razones y sólo el olor de la carne cruda la guió hasta el asiento y cerré la puerta. La tigra se acostó en el asiento de atrás. Apenas encendí el motor se quedó quieta. Cuando empezamos a andar la vi babear un poco. Con la velocidad se durmió.

Al salir a la ruta empecé a pensar dónde iba a dejar a la tigra. Los recuerdos se sucedían como en un film. Vi a la tigra el primer día, cuando llegó a la casa. Vi su mirada fuerte, vi los reflejos ambarinos en los ojos verdes, las uñas largas, el caminar elástico, la evolución de su cuerpo y al mismo tiempo recordé su desprotección, su silencioso pedido de auxilio, su soledad. La tarde empezó a avanzar y con ella, como siempre en el campo, sentí el olor a zorrino muerto y a pasto; también escuché el canto de los pájaros anunciando el reposo nocturno, el chistido de alguna lechuza.

Después de algunos kilómetros detuve el auto en la puerta de una reserva natural. Estaba cerrada y no había guardia. La tigra despertó. Le hablé, me miró como si comprendiera, me miró con ojos de criatura tal vez un poco asustada. Había llegado el momento, dije, de la despedida. Seguramente no volveríamos a vernos. Arrojé la carne detrás del cerco de la reserva y la llamé: ¡Liberté-Fiereza! La tigra saltó como si entendiera que debía alejarse enseguida. La miré durante algún tiempo, se dedicó a comer. Di media vuelta y subí al auto sin mirar hacia atrás. Puse el motor en marcha y salí rápido.

Cuando llegué a casa le relaté a Juan José los hechos, el vecino, la amenaza, el alejamiento de la tigra. Aceptó todo y sin decir palabra se acostó sin comer. No me pude dormir hasta el amanecer, cuando la escalera de luz amarilla se dibujó en el muro. Fue entonces cuando vi a la tigra: ágil, hermosa, libre, como una reina caminaba por la selva exuberante y húmeda. Ahí podía rugir y hacerse respetar entre los animales, le temían pero no la atacaban. Podía matar a sus presas para comer, nadie la juzgaría. Debía cuidarse de los cazadores furtivos que andarían detrás de su piel, de su cuerpo, para exhibirla como una pieza de cacería. Las imágenes eran vívidas y tuve dudas de que fuera un sueño. Logré seguir a la tigra durante un buen tiempo. ¡Liberté-Fiereza! La llamé. Como toda imagen de sueño la tigra estaba muda, sin embargo me miraba. Desapareció durante algunos instantes, después volvió sucia; el pelo, antes reluciente, tenía ahora vestigios de tierra seca, seguramente venía de la cañada que se divisaba lejos. La tigra estaba atenta a los ruidos de la selva, a los rayos del sol que se filtraban a través de los árboles, a los animales que se escondían temiéndola. En ese momento, la tigra se me acercó: escuché su respiración, sentí su aliento de fiera casi en la cara. Desperté sobresaltada. Me parecía que la tigra había vuelto a la casa y caminaba por las habitaciones. Me incorporé y recorrí la casa. Buscaba las huellas. ¡Liberté, Liberté! Dije.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Jul/04