Arbusto y piedra

Mauricio León Valle

Los cuarenta hombres caminan en estricta fila india; Anselmo así lo ha dispuesto y nadie se atreve a contrariarlo. Esta es tierra de espíritus, les ha dicho, los ancestros de sus ancestros; salen de noche. Los cuarenta y siete caminan lento, uno a uno tras el líder, quien habla sin mirar atrás. Sus almas vagan en estos arbustos, en estas piedras, en esta tierra y este polvo; ellos son la tierra y el polvo, la acción y la desidia, la voluntad y el viento; son tus propios pensamientos disparados a la noche. Los cuarenta y siete se cuentan lo que Anselmo habla mientras se angustian cada vez más; la noche está por caerles encima y tendrán que acampar; aún faltan muchas piedras y mucho polvo por remover. Son fuego, sigue el viejo, son fuego que levanta en la oscuridad, orgulloso, amenazante, como advirtiendo a quien lo ve que es un asunto de otro mundo, que se deja ver porque así lo quiere; se esparce lento y armonioso, y cuando menos lo esperas, se desvanece en mil colores que no alcanzas a recordar, dejándote un extraño vacío en el corazón

Anselmo voltea por primera vez; mira los ojos angustiados de Juan quien, a su vez, busca refugio en los del viejo. Acamparemos aquí, la noche está cerca. Los cuarenta y siete se dividen en cinco grupos y forman un campamento pentagonal. Al centro, una fogata y Anselmo en cuclillas atizando el fuego sin prisa. Juan le mira y se acerca. Le observa: los ojos hundidos, iluminados en pequeños golpes de luz: la nariz enorme y abultada, los labios reducidos en una eterna mueca de vejez. Gira la cabeza y encara al joven. Tata, le escucha decir, ¿es esta nuestra hora, nuestro tiempo? Anselmo vuelve al fuego. Lo mueve un poco. Nuestra hora, contesta, llega con el aire del horizonte; nuestro tiempo es arena de este desierto. Tu hora y tu tiempo son arbusto y piedra. El anciano se rasca la oreja y vuelve la vista a Juan. Vete a dormir y no te preocupes por asuntos que no solucionarás.

Se va jugando con las manos sudorosas, volteando y tratando de no voltear. El guía mira el campamento una y otra vez. Pasa una hora y otra. Otra más. El primer resplandor ilumina un instante el rostro del anciano. Los párpados reaccionan entrecerrándose. La siguiente luz llega dos instantes después. Anselmo cuenta: tres. Un fuego más invade la noche, mientras la fogata sigue crepitando hacia la libertad.

El sol revienta al oriente mientras la fogata muere en su féretro de carbón. El hombre cuenta cuarenta y seis fuegos fatuos y se pone en pie; peina su cabello, cuarenta y seis veces más joven. Levanta su pesada bolsa en un rápido y eficaz movimiento y echa a andar hacia el sur, dejando atrás un campamento de cuarenta y seis cadáveres, en cinco grupos, alrededor de una fogata muerta de tanto alumbrar.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ago/01