El IMSS

Arnulfo Villa

Mi cabeza daba vueltas mientras viajaba en aquel autobús. Trataba de adivinar nombres de los poblados a pie del camino y así borrar los aciagos pensamientos que me acosaban desde que Lupe me dio la noticia. Me dolía la conciencia. Un sentimiento culposo, un reclamo profundo, pena. Mi padre. Un infarto al corazón. ¿Grave? -"no sabemos"- me dijo mi hermana. -"No nos dicen". -"No puede ser" -repuse. Voy para allá.

Bajé en la estación del norte a las seis y cuarenta y tras una hora en el metro y media de caminata me arribé a la casa de Lupe. "Vamos a la clínica", le dije. -"No nos dejan verlo" -contestó. "Las fichas para visitas se entregan a las cuatro". -Al carajo, pensé. Yo me meto.

Con mañas me introduje en urgencias. Era un cuarto de veinte por veinte metros. Había cien personas. Más. Alaridos, llantos, quejas. Hombres y mujeres. Niños. Las camas estaban esparcidas sin orden por todo el sitio y el olor de sangre, orina y excrementos inundaba el ambiente. Unos jóvenes ataviados con batas, pantalones y zapatos blancos auscultaban a una mujer desnuda a la vista de todos. Una anciana, a todo pulmón, gritaba "quiero morir, quiero morir".

Le vi recostado sobre su mejilla, apretando las rodillas mientras inútilmente intentaba cubrir sus espaldas con una bata raída, cortísima y torpemente anudada al cuello, abierta por detrás. Apenas verme, una luz iluminó su rostro. -"Hijo". Abrió los brazos.

Yo lo besé y no pude aguantar el llanto. "Papá".

Le miré largamente, poniendo mis manos sobre sus hombros. En sus ojos se adivinaba el miedo y el desconcierto. "¿Por qué a mí?", parecía preguntar. Vi los rescoldos de aquella mirada de fuego y tocó mis recuerdos infantiles acerca de un hombre poderoso, de brazos velludos y voz de trueno. Quería decírselo, pero permanecí mudo por minutos, con una garganta anudada y con gustos amargos. "Te quiero mucho".

Solamente acertaba a pensarlo. Mis ojos derramaban lagrimas que mojaban los brazos de papá.

-¿Cómo te sientes?. ¿Qué te han dado?

Me miró, negando con la cabeza.

-Nada. Absolutamente nada. Me quitaron mi ropa y desde ayer me tienen así. Quiero ir al baño. ¿Me llevas?

Lo cargué en brazos. Busqué el cuarto sanitario, y encontré una pocilga maloliente y sucia, con los inodoros tapados de mierda, sin agua corriente. Le dejé orinando mientras fui a pedir papel higiénico. -Los pacientes lo tienen qué comprar, en la farmacia de enfrente. Paquetes de doce rollos.

Una gorda morena de pómulos brillosos, falda embarrada y suéter verde me informó sin mirarme, detrás de un mostrador. -Me lo trae y se lo vamos dando al paciente según se necesite.

Asestó una fiera mordida al pan aceitoso y rojo de donde salieron trozos de papas y cebollas fritas.

-Apúrese porque cambio turno y las de la tarde son más estrictas.

En el cuarto excusado, lo levanté de nuevo.

-¿Te quieres ir?

-¿A donde, Miguel?

-Donde sea. No puedes estar aquí.

-Sí. Sácame del Seguro. Me van a matar.

Crucé la entrada con mi viejo en brazos.

-¡Hey!- gritó un chaparrito de chazarilla blanca y un estetoscopio que lucía como un collar. -¿Dónde cree que va?.

-A mi casa. Me llevo a mi padre.

-No es tan fácil. Tiene que solicitar la baja. Se estudia el caso y se resuelve en dos días. Mientras hacía un gesto de autoridad, una enfermera flaca y seca le agarró las nalgas. El chaparro apretó el culo, se volteó y la abrazó. Los dos reían a carcajadas. -¡Rafa!- gritó a la puerta. Tomando a la flaca por un brazo, le instruyó. -Háblale a Rafa. Este se quiere llevar al paciente.

Gané la calle. Mi padre se aferraba a mi cuello. Llamé un taxi.

Estábamos tomando la Avenida Cuauhtémoc cuando vi salir a dos tipos. Señalaban hacia mí.

Cuando llegamos a casa de Lupe, mi viejo reía como niño. En la acera hicimos sombra de box y me lanzaba derechazos a los hombros, sin importarle tener las nalgas al aire. Se tumbó sobre el sofá mientras se sujetaba el vientre, dolorido de tanto reir. -¡Lupe!. Dame unos calzones- gritó. Me vio a los ojos.

-Dame un tequila.

-¿Te sientes bien, papá?

-A toda madre. Pendejos médicos asesinos. Les cayó el Blue Demon.

Me apretaba las manos, me pegaba en las mejillas.

-¡Caaaa!- repetía, moviendo la cabeza. Me despeinaba, me pellizcaba. -"Mi San Miguelote".

Se restableció por completo. Cantaba en la ducha "Yo soy mexicanoooo... y a orgullo lo tengo".

-Tengo qué regresar a Acámbaro, papá.

-Claro, Miguel. Vete. Ya me siento nuevo. No te vayan a correr de la chamba.

-¿Seguro, papá?.

Levantó los brazos. -¡No, no, no!. ¡Al Seguro no, primero mátame!. Se le salió la dentadura por la risa.

Antes de salir de casa de Lupe me abrazó.

-Las calaveras nos pelan los dientes, ¿verdad, Miguelito?

-Sí papá.

Al entrar a mi casa lo supe, al ver el rostro de mi mujer.

Murió a las tres y media. Una hora después de mi partida.


Otro cuento de: Hospital    Otro cuento de: Terapia Intensiva  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre Arnulfo Villa    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Ene/03