Asunto de Familia
A mi padre.
Guillermo Vega Zaragoza
El viento es la primera imagen. El vendaval agita el cabello blanco y el vestido gris de la mujer. Tiene un brazo entablillado y parece que apenas puede sostenerse en pie. Un hombre alto y fornido se acerca y la cubre con un abrazo velludo. Señala con la mano hacia la cámara. Entran a cuadro unos cabellos negrísimos y brillantes agitándose. El niño sonríe y camina hacia los adultos, los abraza. El niño soy yo.
El primer recuerdo es el olor. No los olores; el olor, rotundo, único, como no lo he vuelto a sentir: una nube perfecta de antigüedad, polvo, suciedad y azafrán. Es casi un color, ocre, café. Es el olor que me recuerda la casa de mi abuela, a mi familia, a la abuela misma. Es la fragancia de la derrota frente al tiempo.
Desde la puerta, lo primero que se ve es la luna del ropero. Inmensa, como el pasillo que tengo que recorrer para llegar hasta la recámara de mi abuela. Siempre que nos vemos, me pregunta: "¿Cuántos años tienes?" "Seis", contesto invariablemente, aunque bien podía haber sido que dijera siete. "Ya estás viejo", decía, mientras unas manos encallecidas y temblorosas acariciaban mi cara. Entonces sí me sentía verdaderamente viejo, como ella.
Ese día no era domingo, pero estábamos sentados ante la mesa mi madre, mi abuela y yo. La abuela ha cocinado para nosotros. Me sirve un plato de paella, pero lo que recuerdo muy bienes el arroz, con inmensos granos negros de pimienta como nunca volveré a probar. Y el azafrán, el color y el olor del azafrán. Le pregunto a mi abuela por qué el arroz es amarillo y no blanco ni "anaranjado" como el que hace mi mamá. "Es el azafrán", dice ella, mientras me acaricia el cabello negrísimo y brillante, largo, casi como de niña, que tengo entonces, y seguimos comiendo. Después supe que el azafrán lo vendían en bolsitas en la tlapalería. ¿No es extraño que el azafrán lo vendieran en la tlapalería?
Cuando estaba la tía, mi padre nunca ponía un pie en la casa de la abuela, quien no hablaba en presencia de ella, se arrinconaba en su cuarto, junto a sus colchas olorosas a antigüedad, hurgando interminablemente en el ropero. La tía siempre vestía de negro, como el color de su piel, como las cenizas de cigarro que se tragaba a puños, como los ojos saltones que escondía detrás de las gafas. Se frota las manos, se acomoda el chal negro, siempre está sentada, jugando solitarios, acompañada por el humo del tabaco y el cenicero rebosante.
Puedo imaginar la escena: las manos de mi abuela temblando más de lo habitual. Es el miedo, la rabia, la impotencia. El nieto, el hijo de la tía, con el torso desnudo, apenas un pantalón, el cabello mojado. Grita, berrea, la mirada encendida: "¡Pero vas a ver, ahora mismo voy con tu hijo para que se muera de un coraje!" Mi abuela se lo cuenta a mi madre y ella trata de consolarla, la toma de las manos temblorosas. Las manos.
Mis padres hacen planes para que mi abuela se mude con nosotros a la nueva casa. Piensan que comparta mi cuarto con ella, por lo menos mientras soy pequeño. Incluso empezaron a cambiar algunos de sus muebles. Trato de imaginar la vida con mi abuela, y lo único que viene a mi mente es el olor. ¿Cómo será mi casa con el olor de la abuela? Pero todo se vino abajo a los pocos días.
Recuerdo los árboles sucediéndose en las ventanas de los taxis y la reja negra del hospital. No dejaban entrar a los niños, pero una vez logré colarme. Mi hermano Pedro urdió el plan: aventé mi muñeco de plástico hacia el interior, atravesé la reja por un resquicio y corrí tras él. Lo recogí y seguí corriendo. Mi hermano pidió permiso al portero para ir tras de mí. Buscamos el cuarto indicado, pero sólo encontramos una cama vacía. Mi abuela estaba ya en otra sección del hospital.
Después de semanas de desvelos, madre encontró a la abuela sentada en la cama del hospital. la comida fría sobre la bandeja. "¿A dónde cree que va?", preguntó mi madre. "A mi casa, aquí nadie me atiende", y dio un pequeño salto hasta el piso. Mi madre se quedó con ella todo esa noche. La abuela habló mucho y le pidió perdón por todo las groserías que le hizo cuando estaba recién casada con mi papá hacía 25 años.
En la tarde, mi hermano Jorge fue a casa de la abuela a recoger algo de ropa para ella. Desde la puerta, pudo ver una escena conocida: las puertas del ropero abiertas de par en par y una figura hurgando interminablemente en su interior. Dudó por un instante que fuera mi abuela la que había dejado en el hospital. Pero la evidencia de un chal negro lo desengañó. Después supo que la abuela había muerto esa mañana.
No recuerdo si estuve allí, pero imagino las sillas de la sala de espera del hospital. Y al nieto, al hijo de la tía, con un suéter que le quedaba grande, como loco, discutiendo con mi madre. "Mi tío tuvo la culpa, pero vas a ver, le voy a romper la madre", aullaba sin control. Mi madre contuvo la rabia. Ya no quiso ir al velorio ni al entierro.
La lluvia, la televisión y mis carritos. Mi prima Martha se quedó en casa cuidándome, mientras mis padres fueron al panteón. Ese día llovió como si el cielo estuviera punto de caerse. Después supe que la tía se acercó a mi padre para decirle: "Ya nos quedamos solos, hermano", y el nieto lloraba inconsolable. Nunca se volvieron a ver.
Desde entonces, todos los domingos fuimos al panteón. Mi madre compraba flores y le pagaba a un peón para que cuidara la lápida. La tumba de mi abuela se distinguía de las demás, abandonadas y descuidadas, por la pintura azul y lo limpia que estaba siempre.
Supimos que algo estaba mal desde que bajamos del coche. El peón miró compungido hacia nosotros y luego señaló la tumba de la abuela. Sólo vimos un instante las desquiciadas letras rojas que profanaban todo el azul de la lápida. "Estaba como loco, y la señora de negro que venía con él no decía nada", trataba de explicar el peón. Nunca regresamos al cementerio.
Es domingo, una de las pocas veces que nos reunimos en casa de mis padres todos los hermanos, con esposas y nietos. Como sucede en tales ocasiones, me piden que instale el proyector para ver las películas "de cuando éramos chicos". Y allí aparece otra vez mi abuela, con el brazo vendado, porque la atropelló un coche; mi padre la abraza. Estamos en la azotea de un edificio, hace mucho aire. Aparezco yo, de cuatro o cinco años, agitando la cabeza de cabello negrísimo y brillante. Mis hermanos dicen que lo hacía porque ellos me pedían: "Mueve tu melena".
Apenas ayer. Voy leyendo el periódico en el Metro. Es el último convoy, casi medianoche. Una sombra se sienta enfrente de mí. Delgadísimo, la piel amarillenta, el cabello a rape, pero aún así reconozco la mirada de loco. "¿Tú?", musito apenas y levanta la cabeza. El puño aplasta la nariz. Su cuerpo cae al suelo y no ceso de patearlo hasta que se abren las puertas en la última estación. Salgo del vagón y me sorprendo de que ninguno de los demás pasajeros haya hecho el menor intento de intervenir. Pienso que a lo mejor intuyeron que se trataba de un asunto de familia.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Feb/01