Ataque traicionero

Humberto Pérez Mortera

-¿Quiere o no levantar un acta?

Era la tercera vez que dos hombres evidentemente aburridos me dirigían la misma pregunta.

No contesté nada; el lugar se había llenado de una atmósfera insoportable. Recogí el saco, los zapatos...

Habían insistido, con esmero, y desde la media noche, que sólo hacía falta mi cooperación para poder esclarecer el caso. Pero ante tanta reiteración yo estaba tan molesto que no me era posible comprender su incapacidad para inferir que, detrás de lo que les había dicho, existían los restos de un ataque traicionero; inmisericorde.

Sin embargo, ahora, a la distancia, debo reconocer que para mí también habría sido muy difícil lidiar con un tipo que repetía y repetía la misma cantaleta: asquerosa barrigona asquerosa barrigona. Por lo tanto, es lógico suponer que el resto de mi declaración les hubiera resultado hueca, inútil e incompleta.

Es más, en lugar de estar sentado frente a ustedes y disponerme a contarles los hechos, debería ir a buscarlos, ponerme a su disposición y confesar que el caso estaba cerrado; que tenían al culpable ante ellos.

¡Pero como ni la vergüenza ni el valor ni la dignidad me sobran!...

Anteanoche, de camino a casa y sin ninguna prisa, dos imágenes rondaban mi cabeza. Una, creo, bastante común y atractiva; la otra, tétrica. Desafortunadamente la primera, pedir un aumento de sueldo, era inseparable de la segunda, la representación mental del cuerpo obeso y seboso de mi esposa. La angustia que sentía en aquellos momentos llegaba a niveles incontrolables.

¡Pónganse en mi lugar!, imagínense una cierta cantidad de dinero extra, que bien podría destinarse a una vida más holgada, incluyendo algunos lujos, pero que al mismo tiempo tuvieran que compartirlo con una vieja asquerosa, intratable.

Peor infierno no conozco.

Después de varias vueltas y consideraciones, de salidas alternas infructuosas, me di por vencido. Resignado entré a casa. Sin embargo algo innombrable y fugaz despertó en mi interior al tiempo de cerrar la puerta y ver a la barrigona. Allí comprendí que las ideas y las acciones no siempre deben corresponderse. Cambié el gesto de resignación por uno de exacerbada repulsión y, sin saludarla, le grité que su sola evocación me había convencido de rechazar un aumento de sueldo e, incluso pensaba devolver el bono semestral y el aguinaldo. Y, no satisfecho, le dije que de ahora en adelante le ensuciaría con más ganas la ropa y trataría de llegar lo mas tarde posible.

Lo último que recuerdo es un primer trancazo y que la mandíbula se me aflojaba.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Jul/02