Olmo y rosa

José Ángel Barrueco

Nadie en el pueblo daba un duro por aquella relación. Ni siquiera yo, que había visto a mis vecinos practicar desde incesto hasta zoofilia y no me escandalizaba por nada. Pero los senderos del amor son a menudo tan complicados e inextricables como la psicología de los seres humanos.

Olmo Ferreiro buscaba mujer que le quisiera antes de su muerte, pues, habiendo superado la mayoría de edad, aún no conocía hembra, y aguardaba que la dolencia que le roía los huesos le permitiera matrimoniarse, siquiera por unos meses. A Olmo le puso su padre ese nombre para homenajear a un personaje de una película titulada Novecento. El muchacho era tirando a feo y, encima, mudo. Pero le crecieron unas manos como de alfarero, sabias y viajeras, y con un tacto de seda al que los crédulos atribuían propiedades curativas. Esas manos le salvaron.

Rosa Linares era una de las tres o cuatro chicas guapas de la localidad. Casadera y virgen. Ciega de nacimiento y, a causa de no verse en los espejos, desaliñada y poco coqueta. Su madre era persistente en lo de lograrle varón, pero Rosa imponía a sus pretendientes la prueba del oído. Consistía ésta en escuchar los requiebros de los mozos, maestros en la necedad, la simpleza y la grosería. Y es que ella se había acostumbrado a los poemas que le recitaba su hermano por las noches, y con esos mimbres de vate y orador no nació ninguno en nuestro pueblo.

Olmo y Rosa no están predestinados, dijimos. Ni aunque los esposemos de por vida.

Fue idea del padre de él, el señor Ferreiro, lo de acudir a esa recepción de galanes trasnochados que a mi mujer y a mí se nos antojaba ya caduca. No puedo contar lo que vi porque aquel día estaba en cama con unas fiebres pasajeras, pero tengo el testimonio del maestro Próspero, quien ejercía las veces de testigo y padrino en caso de elección de mancebo.

Dijo el maestro Próspero que, cuando los pusieron frente a frente y aguardaron entre sonrisitas el desenlace, hubo unos minutos de silencio. Y Olmo, en quien su padre confiaba, asombrado por el rostro de la chica, a la que nunca antes había visto, se limitó a rozar con las yemas de sus dedos algunas regiones sensibles pero que no se salieron del decoro que se debe a la familia. Lóbulos, costados del cuello, barbilla, manos... esas cosas. Consintió Rosa las caricias y emitió algún gemido, y jura el maestro que allí se caldeaba el ambiente tanto que la criada abrió una ventana y que el señor Linares tosió fuerte y que su mujer tuvo un sofoco.

Poco después, cuando había sanado de mis achaques, hubo una boda pero no viaje de novios, a no ser que califiquemos como tal una estancia de dos semanas en la casa que los Ferreiro tienen en el cerro.

Ninguno comprendemos esa relación, en la que uno mira y toca y la otra huele, se estremece y escucha el susurro de las yemas surcando su piel. Pero son felices y, aunque les queda poco tiempo juntos, están condenados a amarse sin apenas entenderse.

 

Cuento publicado en "La Opinión - El Correo de Zamora" en 2001. Reproducido con permiso del autor


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/May/03