La fête del doctor Bartolomé

So having said, a while he stood, expecting
Their universal shout and high applause
To fill his ear, when contrary he hears
On all sides form innumerable tongues
A dismal universal hiss, the sound
Of public scom, he wondered, but not long
Had leisure, wondering at himself now more.
JOHN MILTON: Paradise Lost
Book X, 504-510

Jorge López Páez

El doctor Bartolomé se aburría de luz, no solamente en la tarde sino también en la mañana, a diferencia del pavo real de Agustín Lara que nada más lo hacía en la tarde. Ya había terminado de quitarle las hojas secas a las plantas de su terraza, se disponía a ir a lustrarse los zapatos, con el bolero de la Plaza Washington. El timbre del teléfono. Tomó el auricular valiéndose de un kleenex, para no ensuciarlo.

-Doctor Bartolomé, soy Nacho.

-¡Cómo crees que no iba a reconocerte! La voz de los Capdevilla es inconfundible.

-Quería llamarte anoche. Ya eran pasadas las diez. A propósito, me gustaría verte esta mañana, precisamente a la diez o un poquito más tarde. Es urgente... No es ni de visa ni de muerte. Te voy a adelantar algo... Se trata de que nos programes las comidas, de que levantes el nivel de nuestro comedor, de que le des una sofisticación; en fin, que venga el refinamiento, a través de ti, que lo tienes. Repito: es urgente. Muchas personas están interesadas en el puesto. Ya hablé de ti con la ministra y estuvo de acuerdo. ¿Podrías venir?... No lo pienses más. Aquí te espero.

Se quedó un momento parado, pensativo. La ocasión era de primerísima para estrenar su traje beige. Lo más apropiado para hacer una visita en la mañana.

Apenas se anuncio el doctor Bartolomé en el despacho del oficial mayor, Ignacio Capdevilla, fue recibido. La secretaria, tal vez advertida de antemano, salió al entrar el doctor Bartolomé. Las explicaciones: la anterior mujer no tenía imaginación, se comía peor que en cualquier casa del más humilde de los empleados de la Secretaría; en las casas de éstos quizás los alimentos fueran de baja calidad, pero con sazón. "Con decirte que no sabe ni siquiera hacer tacos. Con eso está dicho todo. Tú serás, de hecho eres, nuestro Salvador, así, con mayúsculas. Por los gastos no te preocupes. Yo como oficial mayor me encargaré de solucionarte tus problemas. Para resumir: vas a trabajar como en familia. ¿Acaso mis suegros no han sido amigos tuyos, casi desde que nacieron?"

Aceptó. Al día siguiente, muy temprano, tomaría posesión.

Su primera sorpresa fue cuando le presentaron a una mujer joven, muy bien vestida, con todo el aspecto de haber tomado un curso en cómo comportarse como jefa de relaciones públicas.

-Ya sabe usted, doctor, que en todo lo que esté a mi alcance le ayudaré a solucionar los problemas. En realidad ha llegado usted a resolverme el del comedor. Para mí era un agobio, ya que a veces no me daba tiempo de supervisar los menúes que me presentaba, y que ahora le presentará a usted el chef.

Conque él estaría a cargo de ella. Eso no se lo había hecho saber Ignacio Capdevilla. De este modo no dependería directamente del oficial mayor. Se arrepintió de haber aceptado sin pensarlo más. No tuvo tiempo de profundizar en su rencor. Apareció el chef, con un tambache de hojas, manchadas de grasa. Se presentó:

No bien había llegado el doctor Bartolomé al día siguiente a su oficina cuando apareció en su puerta Margarita Castelló, la jefa de relaciones públicas, más amable, más elegante y servicial.

-Doctor, buenos días, ayer no tuve tiempo de advertirle que con el régimen del actual Presidente procuramos ser austeros. ¿Qué vamos a hacer con la comida de ayer, no la que usted dispuso, sino con la que ya estaba hecha?

-Señora Castelló, yo no me la voy a comer. O llévesela a su casa, o regálela o tírela.

A pesar de su maquillaje se le transparentaron los rubores a la señora Castelló. Los ojos violentos del doctor Bartolomé fijos en los ojos de ella. "Iba a decirle que la ministra...". Trató de mirarlo de arriba abajo; en esas mediciones se encontraron a mitad de sus respectivos cuerpos las miradas. La guerra ya se había declarado. El doctor Bartolomé dio un paso hacia la puerta, para facilitarle la salida. Pasó ella frente a él mientras éste le franqueaba la puerta, y sin poderse contener el doctor Bartolomé manifestó:

-Señora, permítame decirle, que quizás por distracción, no se dio cuenta que uno de los botones de su vestido se le ha caído. Perdone la indiscreción.

Si la señora Castelló había enrojecido cuando el doctor le había dado las tres opciones para disponer de la comida, con esta observación la desbarató. Ella farfulló explicaciones: el rozamiento con el asiento del automóvil, o en el elevador, o en la tintorería. De los labios del doctor Bartolomé no salió una sola palabra. Y ella por torpe, por llegar a tiempo, para cumplir, no había desechado el vestido, consciente de que le faltaba un botón. Apenas en su oficina, llamó tres veces con el timbre a la intendencia. Llegado el mozo lo envió a su casa por un vestido determinado.

Cuando subió el doctor al piso superior para supervisar la mesa y los platillos, no quiso apreciar el cambio en la vestimenta de la señora Castelló. Su triunfo lo remató cuando Ignacio Capdevilla, el oficial mayor, bajó a felicitarlo después de comer.

-Apenas un día, Bartolomé, y el cambio es notable. Con decirte que la ministra comió hasta postre. Te felicito y nos felicitamos. Nada más seguro que apostarle al número que va a salir premiado.

En los días subsiguientes el doctor acarreó sus baterías: libros de cocina, por supuesto que cocina francesa, innumerables revistas, el Larousse gastronomique -la última edición-, una serie de diccionarios. Le sirvió al chef sus métodos, y lo puso a prueba. El viernes consideró que después de esos five fingers exercises, acometería la empresa que revolucionaría los hábitos gastronómicos de la Secretaría. Entre tanto había hecho que compraran una vajilla nueva -que no fue de su agrado-, cambiaran la cuchillería y arrumbaran los vasos, y que en su lugar se ocuparan solamente copas. Impidió que compraran cajas de vino. Había primero que catarlo, y después someterlo a la ministra. Había que estar muy pendientes de las preferencias que mostrara, para pedir de esa cosecha y de esa marca. También ordenó, en papel finísimo y grabado, los menúes, y consiguió, con la siempre generosa ayuda del oficial mayor, una empleada que poseía el raro arte, ahora, de la caligrafía.

Siempre previsor, hizo constar en el primer plato del menú, que se serviría Soufflé au Roquefort, si llegaban puntuales; si no, una Crème de champignones.

Los meseros le informaron del gran éxito de la comida. Todos habían llegado a tiempo. Los platos habían sido devueltos a la cocina vacíos y limpios, las salsas habían sido aprovechadas como verdaderos gastrónomos, esto es, hasta había limpiado los platos. La ministra no había manifestado sus preferencias por ningún vino. Había que aguardar.

Los fuegos pirotécnicos culinarios se sucedieron: menú tras menú, de lo más variado; los encomios, más entusiastas. En vista del éxito la ministra había invitado para la siguiente semana a varios colegas, a los secretarios de Estado que sabía les gustaba comer bien.

Semana tras semana los éxitos del doctor Bartolomé continuaron.

La ministra aceptó halagada los abundantes elogios, que con sinceridad le manifestaban sus ministros colegas, así como también los cumplidos -que tomaba con reservas- de sus subordinados. La señora ministra, ya para ese entonces, había abandonado el periodo de austeridad; había escogido, para contrariedad del doctor Bartolomé vinos franceses; él prefería "los vinos españoles, más robustos, con toda seguridad más puros -y no derrochamos el erario. Cuando ha tenido ella que salir, ellos, los subsecretarios o los directores se chupan las botellas como niños con biberones. Es cierto que yo no pago, claro que sí pago, ¿acaso no soy un contribuyente? También es verdad que yo sugerí, mas nadie me hizo caso".

El doctor Bartolomé subía a la cocina aproximadamente alrededor de las dos de la tarde a supervisar los platillos, a ordenar los últimos toques, luego pasaba al comedor. El menor descuido era detectado con su ojo avizor, y el reproche no llegaba a través de los oídos de los transgresores, sino a través de unas notas, escritas, precisamente en la de los menúes, con una letra grande, violenta: "Parece que no ven. Falta esto y aquello, eso sobra. Parecen retrasados mentales; qué, como a animales, hay que repetirles, una y otra vez, la misma necedad".

Chema, el chef, se atrevió, en una ocasión, a bajar al despacho del doctor Bartolomé. Se trataba de los componentes de la sauce Choron; según Chema él estaba en lo cierto. El doctor Bartolomé lo escuchó, después de medirlo de pies a cabeza, que era un hábito en él cuando algo le molestaba en demasía.

A medida que transcurrían los días los refinamientos se aguzaban. Chema procuraba seguir las instrucciones del doctor Bartolomé al pie de la letra; por ejemplo, cuando tenía que llamarlo por teléfono a su despacho, no se identificaba como Chema, sino que decía su nombre completo: "Habla José María". Entre los pecados, inconfesados, del doctor Bartolomé con su afrancesamiento, era que le gustaban, para horror de cualquier gourmand, los molletes rellenos de frijoles de Sanborn`s; también gozaba en pellizcarles las cortezas a los bolillos, y, es seguro, que por autocastigo, los prohibió, y en su lugar ordenó que se hicieran unos panecillos, los cuales demostraban su sabrosura sólo al llenar varios pisos con el aroma de pan recién hecho. Pasó con ellos como con los libros: tuvo mixed reviews: a unos les encantaron, otros añoraron los tostados bolillos, y la ministra, como buen oráculo, no se manifestó abiertamente. De esta situación surgieron dos acontecimientos; la caída de Chema, y un zanjamiento más profundo con la directora de relaciones públicas, la señora Castelló. Si el doctor Bartolomé no hubiera sido tan impredecible no hubieran ocurrido las dos cosas. Llegó una mañana antes de las nueve. Llamó con impaciencia a la cocina. No le contestaron. No esperó un momento más, ni siquiera aguardó al elevador, subió por la escalera. Con su fino olfato detectó el olor a bolillos con frijoles y mucho queso. Abrió la puerta violentamente: José María terminaba de arreglar una gran charola, en la que sobresalían los apetecidos bolillos.

Durante la parrafada la señora Castelló miró al doctor Bartolomé como si hubiera sido una aparición, no daba crédito a sus oídos ni a sus ojos al ver la apariencia violenta y terminante. No contestó, se volvió a la puerta sin despedirse y la azotó.

-Bartolomé, la ministra irradiaba una satisfacción que no quería controlar. Sabes, por supuesto, que el ministro de Hacienda tiene fama de ser un gourmet; pues bien, desde que se sentó no dejó de alabar platillo tras platillo, así como tu selección de los vinos. Ya para qué decirte del postre. Esas oranges orientales remataron los elogios. El mismo ministro de Hacienda dijo: "No quiero exagerar: mejores que Aux Grand Vefour o cuando menos iguales. Me siento como en el mejor restaurante de París".

Desde ese momento el doctor Bartolomé se sintió más obligado a refinar la comida. Acarreó a la secretaría Gourmet, Bon Appetit, los libros de Bocouse, de Pepin, Olivier, Escoffier, La Varenne, de la Comtesse Guy de Toulouse-Lautrec, para citar unos cuantos.

Exigió un congelador para almacenar las salsas, así no se sentía nerviosos cuando se atacaba alguna receta de Escoffier. Todas estas satisfacciones se enturbiaron una mañana, precisamente para hacer Fricassé de hommard aux asperges maltaise Bruneau, cuando volvió a oler el excitante aroma a bolillos con frijoles y mucho queso. La escena semejante a la ocurrida meses antes. Chema al ver la furia en el rostro del doctor Bartolomé, explicó: "Le gustan tanto a la señora Castelló..."

-Pues desde este momento queda usted a disposición de esa señora, de dudoso apellido. No vaya usted a creer que lo voy a trasladar con ella para que le haga sus virotitos que tanto le gustan, como dice usted. Si quiere cebarla tendrá que hacerlo en la casa de ella.

No le costó trabajo encontrar el reemplazo. Un muchacho joven, de nombre David. Llegó advertido: "Esto no es un restaurante. Seguirá al pie de la letra mis instrucciones. Sólo en casos especialísimos se les dará de comer a los choferes, por supuesto de la comida que se hace para todos. Aquí no hay favoritos, ni favoritismos. Y voy a ser claro con usted David: esta disposición también es para usted. Ni frijoles, ni chiles, ni cilantro. ¿Comprendido? Ni tortillas, ni tamales, y, ¡horror de los horrores!, el chicharrón. Si por alguna especial razón a usted se le antoja una torta, la compra afuera y allá se la come. Si usted ejecuta mis órdenes nos llevaremos bien".

Entre tanto el doctor Bartolomé renovó su vestuario, cambio la cuchillería y le aumentaron el presupuesto para que rellenara la cava. De importancia fueron dos entrevistas con Nacho Capdevilla, el oficial mayor. En la primera le suplicó al doctor Bartolomé que si fuera posible hubiera un poquito de flexibilidad. El hecho de que uno de los subsecretarios hubiera pedido unas croquetas para su esposa era prueba palpable, palpabilísima, de la admiración por su cocina.

-Mira, Nacho, ese tipo de admiración no me importa. Este funcionario, con el que me he llevado tan bien hasta ese día, pretendió que le preparáramos a su mujercita unas croquetas. Cosa que hubiéramos hecho, con todo gusto, y con la eficacia de que hemos dado prueba, pero que no lo haga a las dos y media, cuando estamos dando los últimos toques, the finishing touches. No íbamos a dejar de picar fino el perejil o deflorar los rabanitos, para darle a la mujercita del subsecretario sus croquetas adoradas. Te acuerdas de lo que te dije en nuestras primeras entrevistas: la buena comida no se improvisa.

Al parecer Nacho Capdevilla quedó convencido con los argumentos del doctor Bartolomé.

La otra entrevista con el oficial mayor, que determinó el futuro del doctor Bartolomé, ocurrió en uno de los corredores: "Doctor Bartolomé, a todos nos gustó el hommard à la parisienne, no nos la había dado en esta forma. En una próxima comida de manteles largos no deje de incluirla. ¿Y por qué no le ofreces a la ministra una comidita casera? Siempre que hablamos con excelsitudes de tu comida, sugiere que alguna vez le den una comidita casera.

-Aquí entre nos: no sabe de la misa la media. ¿Qué quiere decir con comidita casera? Arroz con huevo montado, bisteces con nopalitos en salsa verde, frijoles de la olla. Es tan ignorante que ha de extrañar las porquerías que ordenaba la señora Castelló. A propósito, es una vieja buena de gurbia. Hace unas dos semanas vino nuestro chef, David, muy apurado. La ministra había pedido molletes tostados con frijoles refritos y mucho queso, así como una salsa con chile pasilla. Al rato comprendí. El mismo chef les sirvió, y ya ves, Nacho aquí rara vez damos desayunos, y me contó que la que estaba feliz era la Castelló. Se conforma con esos triunfitos. Si cree que con eso me va a afectar... ¡Que reviente! Le ordené a David que tenga bolillos y frijoles preparados, para cuando se le ocurra a la ministra, a través de esta pinche Castelló, se los sirva. A mí qué me importa que coman basura, ¿no crees?

-¡Estas mujeres! -fue el solo comentario que expresó Nacho Capdevilla.

La noticia empezó a circular: el cumpleaños de la ministra estaba próximo. Había que festejarla en grande. Sería una comida, un poco de sorpresa. Al consultar Nacho Capdevilla, el oficial mayor, al doctor Bartolomé, el primero propuso: "Hay que darle lo que le gusta".

-Aquí sí yo te cuestiono: ¿qué es lo que le gusta? Si no tiene paladar.

Los preparativos en serio empezaron dos semanas antes. Se había decidido que sería una comida en petit comité, esto es, solamente asistirían los funcionarios más importantes de la Secretaría. En esta parte no tuvo nada que ver el doctor Bartolomé; en cambio despachó a un enviado a Houston por unos faisanes, ya que los de Yucatán no eran propiamente faisanes, sino unos pájaros, dada su incultura, que así los habían designado los habitantes cabezones de la península. La fantasía del doctor se desbocó, sin ningún obstáculo presupuestario: si era caviar, tenía que ser de Beluga, si salmón el de Escocia, que era de mejor calidad que el canadiense del este. Se contrataron meseros y los arreglos florales no tenían par. La comida estaba señalada para las dos y media. Con lo que nunca contaron fue con las circunstancias. Esa importante mañana se recibió un aviso de la Secretaría de Gobernación, de que era necesario que todos los empleados salieran de la Secretaría y se apostaran a lo largo de un sector del Paseo de la Reforma, ya que un presidente centroamericano pasaría por allí. Excitadísimo, Nacho Capdevilla vino a comunicarle la nueva al doctor Bartolomé.

Por supuesto que no faltaba nada en el comedor, con decir que hasta se había colocado una mesa extra para los regalos a la ministra, que fueron muchos. La ministra llegó puntualísima. Después de recibir las felicitaciones y los presentes, con una copa de champaña en la mano -la prefería para esa época rosada-, para descontento del doctor Bartolomé, expresó, después de agradecerles los regalos y la asistencia: "Por desgracia he sido citada por el Señor Presidente. Ya lo festejaremos en una fecha próxima". El aplauso fue cerrado.

Momentos después el doctor Bartolomé no podía entender lo sucedido. Dando explicaciones se fueron retirando, pocos momentos después de desaparecer la ministra; el último de los funcionarios en hacerlo fue Igancio Capdevilla: "Aprovecharé esta oportunidad para comer con mi mujer entre semana".

Los meseros, expectantes, al igual que el doctor, contemplaron las mesas vírgenes; las únicas testigas de que allí había habido una reunión eran las docenas de copas de champaña vacías.

-Que almacenen -le ordenó el doctor a David. El único ruido en la Secretaría cuando salió el doctor Bartolomé lo hacían los asensores. Al ver las banderas pistoteadas por donde había transcurrido el cortejo del presidente centroamericano, consideró que ellas habían ondeado, había habido un aplauso, algunas vivas; en cambio él...

Repasaba muy temprano las posibles variaciones en los menúes en lo que haría intervenir las viandas intocadas, cuando se presentó David, el chef; sonreía.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ene/01