Blanco Fácil

Jaime Mesa

La segunda mina estaba puesta. El soldado había encontrado un lugar atravesado en el sendero. Después de patinarla con tierra, revolvió los arbustos cercanos para insinuar su rastro y, así, aumentar las posibilidades de que los enemigos, al seguir su pista, pasaran por ahí.

Enseguida recogió el fusil que estaba recargado contra un árbol y continuó la persecución. También él seguía a alguien. Aunque lo suyo era más sencillo, pues López iba herido; la sangre y la pierna entumecida por el balazo, repartían pistas por todos lados.

Por un momento pensó en cortar camino y sumergirse en la selva amorfa que se veía a cien metros a la derecha. Lo pensó porque el enemigo (que serían cinco o seis soldados bien armados) se sentía muy cerca, casi justo atrás de la nuca. Pero no, tenía que encontrar a López y matarlo. Él siempre había sido bueno para el camuflaje y para hacerle perder el rastro (su rastro) a cualquiera.

Las balas le roban lugar al viento. Se meten entre las ráfagas heladas para luego sacarlas de su cauce de soplidos.

El cielo casi no se ve, atenazado por los nubarrones secos que se aglomeran unos encima de otros. El bombardeo incesante de hilos de luz revuelve la atmósfera humeante. Los destellos todavía alumbran, aunque el día galopa hacia un ocaso tempranero. Sobre la mancha de tierra rojiza los cuerpos tiesos y desordenados tratan de alcanzar alguna mano desprendida o hasta cabezas descuartizadas; nadie les dice que nunca lo lograrán. Los charcos aislados han perdido el temblor rápido de las explosiones, pero algo queda; un susurro de ondulaciones torpes.

La batalla había durado mucho. Todavía quedan guerreros que deambulan por los escombros con el fusil dispuesto a matar a alguien nuevo. Sus respiraciones husmean algún resquicio de sangre que quede viva entre las venas. Aunque la carnicería está por terminar los huesecillos de fierro siguen cercenando pieles y fragilidades. Hay un ronroneo de voces desmenuzadas y unidas, entre sí, por tenues ritmos agónicos.

Ya no se sabe quien es el enemigo y quien es de tu misma bandera. Los sobrevivientes se cobijan en muecas huidizas. No hay por donde iniciar la reconstrucción.

El capitán Pardo yace al fondo, entre una piel terrosa de trincheras y alambre frío. La cabeza se ha transformado en una inmovilidad tosca que reposa sobre varios sacos rellenos de lodo casi seco. Su mirada se detiene para siempre en un pedazo de cielo. Su respiración agotada tiene un ritmo de muerte.

Entonces lo ve. Ve a López acercarse con la bayoneta preparada. Después de dar una rápida inspección le sume el filo entero. Asesta dos golpes más y enseguida se hinca para revisarle las bolsas. López le extrae el reloj dorado que el capitán presumía en las parrandas del pelotón. Roba la cuarentaycinco que el capitán aún retiene en la mano agarrotada.

López se pone de pie y le dispara al Capitán Pardo con su propia pistola.

Él, sólo tiene tiempo de hacer un tiro apresurado y desviado a la pierna de López. El asesino se vuelve dirigiendo una mirada roja a la silueta viva que le acaba de disparar. Rápidamente se mete al bosque con la pierna un poco doblada. El otro hombre se levanta de la trinchera y lo empieza a cazar.

El sendero comenzó a doblar la espalda y, ese lomo de tierra, dirigió su rumbo colina abajo.

Llevaba más de una hora en esa búsqueda y ni siquiera había podido ver la espalda de López a lo lejos. Era difícil dar con él, tal vez porque era muy fuerte y tenía una resistencia tenaz a pesar de la herida en su carne.

No supo cuando el enemigo lo empezó a seguir. Posiblemente se trataba de una patrulla o, a lo mejor, lo habían visto desde el campo de batalla. Y los sentía cerca, tan cerca que una duda lo cubría constantemente. Dudaba en continuar la persecución. Pensó que sólo tenía una oportunidad para disparar. Sabía que en el momento en que la partida oyera el tronido, arrancarían a correr hacia donde estaba él. El silencio era su único resguardo. Podían estarlo rastreando, pero esa era una actividad lenta. Ir buscando aquí y allá. Mientras no delatara su posición con el disparo la posibilidad de huir se mantendría. Las ramas flacas le golpeaban la piel. La vegetación eran esos árboles que alargaban sus cuerpos en deditos puntiagudos.

Ocurrió al mismo tiempo que oyó el susurro apaciguado del río. López estaba sentado sobre una roca en la ribera; trataba de descubrir un remedio desesperado para cortar la sangre que se desprendía de su pierna.

Durante el trayecto, el persecutor, no había reflexionado sobre la cacería, sus sentidos debían estar sobre el sendero y los rastros de López. Todo fue mecánico. Pero cuando empuño el fusil y ubicó en la mirilla la cabeza descubierta de López, los porqués lo asaltaron. Recordó a López con esa mirada de chacal que ponía cuando alguien le decía como hacer las cosas y, en las prácticas, las murmuraciones contra los oficiales. Pero, ¿Sería por eso? Tal vez la guerra era un buen pretexto para hacer las cosas porque sí. El por que no, carecía de contestación en medio de toda esta oscuridad.

Ubicó a López prendiéndole un cigarro momentos antes de la batalla. Hasta platicaron de la vida que tenían allá lejos. Pensó que le caía bien el tipo, porque, a pesar de sus fanfarronerías, era un buen conversador; muchas veces salió vivo de una noche de depresión por aquellas pláticas tan amenas. ¿Por eso no sentía la furia que hace perder la concentración y frialdad en medio de una batalla? Era una cacería de plástico, estupendamente ejecutada. Él no portaba odio. Era sólo una tarea más. López no había matado a alguien importante, sólo a otro oficial. Una ejecución como las que a diario se repetían en los campos; sin embargo hubo un detalle, un insignificante detalle; tuvo la suerte de verlo y, enseguida, le nació una comezón, del tipo que no se quita rascándose.

Cuando la silueta viva apretó el gatillo, sí tuvo un porque. Posiblemente no fuera nada del otro mundo. A lo mejor eran valores gastados e irreconocibles; códigos vulnerables. Pero el Capitán Pardo los representaba en esta guerra de mierda. ¿Y que significaba matar a aquella cabeza con el pelo al rape? Hacer lo correcto, cerrarle los párpados al Capitán para que se durmiera de una vez, quitarse la comezón para siempre.

Había que cortar brecha y hundirse en el bosque. Él era muy bueno para hacerle perder el rastro a quien fuera. El fusil en el hombro cobijó su espalda mientras se extraviaba entre tantas ramas filosas.

El campamento quedaba a tres horas hacia el sur. Las minas no explotaron, se quedarían ocultas, aguardando otra persecución que, como esta, no tendría grandes motivos, sólo un detalle, una batalla inconclusa o algún pedazo de código mal entendido que sirviera de pretexto para matar.

Ya no había luz y, con esa gente detrás suyo, tendría que acelerar el paso. No importaba; ya no habría huellas que seguir por el camino.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Dic/99