Calamares

Noé Cárdenas

Acababan de mudarse de casa cuando a Paola se le ocurrió hacer calamares. Nunca antes los había hecho, pero sí probado en varias ocasiones en la casa de una tía que gozaba de una merecida fama de cocinar deliciosos platillos y bien temperadas salsas picantes. No era la primera vez que Paola elaboraba guisos siguiendo las instrucciones de su tía; de hecho atesoraba un recetario redactado lo más cercanamente posible a las palabras de aquélla, además de notas al margen o a pie de página donde Paola describía, hasta con dibujos, pasos de alquimias que la tía no detallaba por considerarlos del dominio general.

Hacía tiempo que Paola deseaba medirse con los calamares, así que, aun sin haber terminado de desempacar siquiera los utensilios de cocina indispensables, decidió que al final de aquella primera jornada en su nuevo departamento cenarían, ella y Mauricio, calamares con ajo.

Paola advirtió a Mauricio de la dificultad que implicaba limpiar los moluscos. Ella dijo "pelarlos". A Mauricio no le interesaba particularmente cenar o no aquella noche calamares, ni mucho menos enterarse de los pasos a seguir para la elaboración del guiso, tan embebido como estaba en la tarea de desenredar, clasificar y conectar el hato de cables del aparato de sonido. No es que no le atrajera la cocina, de hecho gustaba de la elaboración detenida de algunos platillos y, sobre todo, lo satisfacía el efecto que a veces lograba producir en el paladar y en las papilas linguales de Paola, capaces de deslindar las variadas sutilezas de platos sofisticados, o de disfrutar -soportando con infantil estoicismo- sabores pleonásmicos como el ácido sobre ácido más picante y sal del cóctel de xoconoztle que le descubrió Mauricio. Era sólo que éste prefería terminar su instalación eléctrica a meterse a la cocina, extravagancia -pensó- digna de los desplantes creativos de Paola, si bien poco oportuna ahora, dado el estado de las cosas.

"Pelarlos" resonó en la cableada mente de Mauricio: una corriente mínima pero efectiva, como la que estimula a los bits, hizo contacto y rápido se convirtió en señal de alerta. Cuando Paola había proferido aquella palabra su voz no había sido la misma de siempre que sólo iba a meterse a la cocina. Más bien se trataba de un clamor cachondo -la señal interconectando las tribus de neuronas mauricias- semejante a los quedos y llameantes maullidos de las gatas que inauguran el celo.

Hacer calamares, curiosa manera de ponerse cachonda, se dijo Mauricio y decidió interrumpir su labor y seguirle la corriente a la muchacha de viejos y hormados jeans y sudadera blanca que en esos momentos ya se disponía a enfrentar los humores de su cuerpo -sometido al esfuerzo de la remoción de objetos domésticos- a la intemperie citadina y luego al clima del súper.

-Te acompaño -Mauricio a manera de petición.

-Ya lo sabía -Paola sibilina.

Entraron al galerón fresco e iluminado como zambulléndose en la playa un primer día de vacaciones. Ambos sintieron el temple que adquiría su cuerpo al irse internando hacia la sección refrigerada del fondo donde están los mariscos. Paola llegó primero, ávida, al islote de los calamares. Sopesó con ambas manos dos paquetes voluminosos que sumaban sendos kilogramos del informe molusco. Los ojos de Paola adquirieron un brillo distinto, no las alteraciones que de modo natural solían escenificar aquéllos del miel al verde conforme a la luz que capturaban de afuera, sino un brillo obscuro proveniente de más adentro, una fiereza súbita e irresponsable como de remolino marino.

Mauricio aún se atrevió a sugerir, sin darse cuenta de que su comentario resultaría frívolo ante los llamados abisales que comenzaban a emerger en Paola, que mejor compraran los calamares ya "pelados", los cuales, si bien más caros, evitarían un proceso desconocido pero con seguridad oneroso. Sin dejar de sopesar paquetes de materia molusca en bruto, Paola le dirigió a Mauricio una mirada severa que reconvenía su falta de sensibilidad en una situación tan especial. Sin embargo, Paola depositó con cuidado los paquetes y arrojó sus brazos al cuello de Mauricio profiriendo sedosamente

-Vamos a comer riquísimo, mi Amor.

Mauricio le devolvió el abrazo por la cintura pero se retiró un poco al advertir extrañado un olor penetrante que venía de las extremidades amorosas de Paola, ¿o de su cuello? Olía a sal, a vida oceánica.

Por fin, Paola escogió un par de paquetes que alzó orgullosa ante los ojos de Mauricio: detrás del apretado plástico unos ojillos submarinos -brotados de entre una densa gelatina de irisada transparencia con predominio del violeta- les devolvieron la mirada desde el fondo de su mundo misteriosamente comestible.

Mauricio reflexionó, con un poco de asco, que hasta esos momentos de descubrimiento "calamares" había significado unas rosquillas empanizadas listas para freírse. Paola ya se dirigía con su presa hacia la fila de cajas. Sus caderas flotaban sobre sus pasos con un suave contoneo acuático.

Mauricio, siguiéndola, le dijo que iría a la sección de vinos y licores. Paola pareció no advertirlo. De regreso a la zona de cajas, Mauricio buscó en vano a Paola, pero no se desanimó. Ya se iba acostumbrando al impredecible carácter de la muchacha. Con ella, a fin de cuentas, todo se olvidaba y reparaba en la cama.

-Perdona por no haberte esperado -le gritó desde la cocina al llegar Mauricio al departamento-, pero traía prisa. Olvidé decirte que vendrá Fumiko a cenar.

Hacía demasiado calor, la casa olía a mariscos. Sorpresa al entrar a la cocina: Paola semidesnuda, descalza con un pie posado sobre el empeine del otro, sosteniendo el peso de su cuerpo con el vientre apoyado en el filo del fregadero, "pelando" calamares, el lustre de un líquido viscoso subiéndole hasta los brazos, envuelta en un hálito de miasma portuario; el cabello le caía sobre los hombros con un peso extraño formando guedejas gruesas, como untadas con sebo.

-Ven, ayúdame -ordenó, la mirada de brillo obscuro fija en los incrédulos ojos de Mauricio y esbozando una sonrisa de gioconda. Mauricio se acercó. No pudo reprimir la arcada.

Sonó el timbre. Desde la cocina:

-Mi Amor, ¿le abres por favor?-. Mauricio ya terminaba de lavarse la cara. Fumiko con labios rojos:

-¿Por qué estás tan pálido?-. Fumiko en minifalda, blusa calada, escote generoso.

-¡Hola Corazón! -desde la cocina- ¡Vente para acá!

Después de arrojar su minúscula bolsa a la sala repleta de cables, Fumiko acarició la nuca de Mauricio a manera de consolación; las aletas de su nariz expandiéndose como branquias de mantarraya que volara hacia Paola, en la cocina de los calamares.

Fumiko humedeció con su beso los labios de Paola. Metió medio cuerpo entre los moluscos que inundaban el fregadero. Levantó el brazo izquierdo dirigiéndolo hacia el rostro de Paola: sujeto con maestría entre la pinza formada con índice y pulgar, un colguijo desnaturalizado fue atrapado por la dentadura de Paola, quien, deglutiendo las espesas burbujas del estallamiento del calamar, sonrió complacida mientras sus manos ya exploraban alegres las tetas de la pequeña Fumiko.

Además del pasmo, la nube negra proveniente de los jugueteos en la cocina impidió a Mauricio enterarse de lo que ahí estaba pasando.

Fastidiado y hambriento, conectó el último polo, bien pelado, a la entrada "+" que le correspondía en el amplificador. La pequeña estancia del nuevo departamento comenzó a obscurecer. De la cocina venía un aroma seductor capaz de estimular con sus concentraciones el agua en la boca. Ajo transubstanciado como anfitrión. Silencio. La cara de Fumiko un relámpago que encendió una vela.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Jul/01