Los poetas son los peores

Carmina Narro

A él no le importa que yo sea sorda. A mí no me importa que él parezca sordo porque nunca voltea cuando le hablan; tampoco que no pueda pronunciar la erre porque me llamo Ricarda. Antier estuve esperando su llamada toda la tarde y en la noche salí a buscarlo por todos los bares que frecuenta. Salí de mi cuarto azotando la puerta, al fin que estaba sola y nadie podía sentirse ofendido. Descarté los lugares donde lo habían corrido o había quedado debiendo. Iba por Insurgentes y vi a un señor que vendía gardenias y carecía de cuello. Le compré un ramo; no porque a Santiago le gusten ese tipo de regalos, sino porque me indignó la existencia de las gardenias cuando un hombre carecía de cuello y tenía que vender flores de madrugada. Mi frente se estaba empezando a llenar de gotitas de sudor. Moví las rendijas del aire acondicionado hasta arriba pensando que el aire iba a dar en mi cara. La verdad, no sé porqué lo hice; yo no soy tan alta, tengo que usar un cojín para poder ver, y llevo el asiento pegado al volante para alcanzar los pedales. Después me acordé que el aire acondicionado de mi carro nunca ha funcionado.

Llegué al Exin Castillo. Habían pasado tres minutos desde la última vez que vi el reloj. ¿Y si Santiago estaba ilocalizable en una fiesta a la que no había tenido manera de invitarme? Siempre he tenido mente de mercenaria como para gastar tanta gasolina en algo que no va a fructificar, sin embargo no podía soportar la idea de no ver a Santiago. De sólo pensar en llegar a mi casa sin haberlo visto me dieron ganas de hacer pipí. Sólo una ginebra para tener derecho a usar el sanitario.

Salí del baño tan rápido como pude. Tal vez en ese preciso minuto Santiago podría entrar al bar y, al no encontrarme, se iría decepcionado, pero la dentadura amarillenta que se ponía una mujer como de un siglo de edad me distrajo. La violencia con que se clavaba la hilera curva de dientes en la encía no afectó en lo más mínimo su osamenta, como si los litros de spray de su chongo la hicieran indestructible. Salí del baño con la idea fija de que el momento que había perdido estúpidamente viendo a la senecta había sido suficiente como para que Santiago se hubiera ido. Traté de serenarme, no era posible que tuviera tan mala suerte; sin embargo el segundo de la casualidad es uno y quizás ya lo había perdido irremediablemente. Pedí la cuenta, apuré la ginebra sin respirar, dejé un poco porque si la tomaba de hidalgo me podía emborrachar antes de tiempo. Salí de ahí experimentando las bondades del alcohol que me permitía ver las cosas con contornos más suaves, no tan filosos como cuando llegaba a trabajar en la dulcería y veía todo a través del disfraz de Gansito Marinela. Si Santiago se había ido decepcionado por mi tardanza era posible que estuviera en el Excalextrix. Afortunadamente ese bar estaba en la colonia siguiente, pasando Insurgentes; pero si él no había llegado, todavía tendría que esperar ahí por lo menos unas dos horas; no sabía si iba a aguantar estar tanto tiempo en un mismo lugar con la incertidumbre sentada en mi rodilla derecha. Aceleré. Estuve a punto de atropellar a alguien todavía más enano que yo; iba en una especie de avalancha, empujada con sus propias manos. Si no me había bebido de un trago toda la ginebra, el enfrenón que di para no matar al enano o al alma gigante fue porque sólo podía ver un metro y dos centímetros de ser humano, no porque anduviera borracha. Lo importante era llegar al Excalextrix reconocer el área, el personal, a ver si encontraba a alguien que me diera algún indicio de El poeta, como lo conocían ahí. El sudor de mis manos me molestaba, el sudor de mi cuello me molestaba, el sudor de mi espalda me molestaba. Pegué un grito para liberar un poco de energía. Sirvió de poco, sirvió para que el señor del carro de al lado creyera que quería llamar su atención. Peor para él, otra esperanza sin fundamento. Luz roja. Santiago besando a una mujer. Pasaron dos mujeres caminando: Santiago besando a dos mujeres. Atraviesa la calle un señor con elotes: Santiago siendo besado por un hombre. Estaba a punto de imaginármelo haciendo cosas con los patos del Parque México. Luz ámbar: El Poeta en estado de putrefacción. Cuando vi por el retrovisor los gusanos saliéndole por la nariz, me avergoncé de mí porque siempre imagino agusanada a la gente que ha herido mi sensibilidad. Vi el rectángulo de plástico verde (opaco por el polvo) que decía Excalextrix, y la ele, desde la primera vez que vine, estaba ladeada. Andaba de suerte porque encontré lugar donde estacionarme a una cuadra. El espacio entre un carro y otro era justo y pude maniobrar más que correctamente, porque con dos movimientos, sin saber de música clásica, ya estaba donde quería. Eso es saber manejar, saber cómo estacionarte. Cuando iba caminando hacia la entrada con un ligero aire de dignidad que me había dado el saber estaconarme, se me dobló el tobillo izquierdo; andaba de suerte, pude haberme doblado también el derecho. El mandril de la puerta no le dio importancia, está acostumbrado a ver prostitutas con los calzones a medio bajar resaltando la flaccidez de sus muslos, orinando a dos metros de su alfombra roja. Si yo he visto eso aquí, seguro que él ha visto cosas peores.

La música estaba tan fuerte que los meseros no me escuchaban. Cuando me levanté para ir a la barra pensando en subirme a una silla para que me atendieran, reconocí la figura de Santiago. Subí a la silla tan rápido como pude; me senté en la barra, tomé una copa que no era para mí y esperé a que me viera porque, si iba a saludarlo, empezaría a hablar más fuerte con sus amigos sin voltearme a ver, se haría el sordo, como siempre. Así que mejor, cuando se acercara a mí, le iba a decir que llevaba toda la noche buscándolo, pero que había sido muy divertido (para que no se sintiera mal). Aunque tal vez me gritaría, porque yo sí estoy medio sorda, que lo dejara en paz, que soy una pobre tullida enfadosa y yo me tendría que callar que él es impotente. Un mesero me bajó de la barra y no sé porqué me alegré de que la silueta que había visto no fuera la suya.

Llegué al carro, necesitaba tomar algo o comer un caramelo, pero donde venden caramelos no iba a encontrar a Santiago. Me dirigí a Las canicas. Por primera vez sentí alegría de que Santiago no tuviera carro, todos los bares que frecuenta quedan relativamente cerca. Las calles ya estaban semivacías, las pocas luces de los carros las veía muy chiquitas, no sé si era muy tarde o ya era lunes. Iba zigzagueando sobre las rayas blancas del pavimento de Florencia porque nunca me han gustado las líneas, sean blancas o de opinión. Lo único que no necesitaba en ese momento era que un policía me hablara por un altavoz, eso a nadie le puede parecer romántico, a no ser que te digan cosas bonitas.

"Oficial, tengo que llegar a Las Canicas porque si Santiago en este momento está saliendo de ese lugar mientras yo estoy discutiendo con usted, le voy a morder la yugular para dejarlo sin saludar a sus hijos", pensé mientras sacaba un billete de cien pesos y él corroboraba en mi licencia que era mayor de edad. El policía fue muy comprensivo, no sé qué dijo pero me hizo pensar en que, si me hubiera estampado, Santiago ni siquiera vería mis tripas enredadas en la palanca de velocidades.

No quería tener cara de angustia cuando lo encontrara. Tenía que saber dónde íbamos a pasar la noche o, por lo menos, saber dónde la iba a pasar él, porque yo, eso sí lo tenía claro, iba a estar con él, estuviera donde estuviera. Cuando entré al bar esperaba oler su loción o escuchar sus carcajadas. Ya estaba un poco cansada y mi ansiedad decía en voz baja que Santiago tampoco estaba ahí. El tiempo se detuvo y todos los sonidos se fueron a otro lado. Quería controlar mi desasosiego, pensé que ya estaría muerta si me dejara guiar por todas las sensaciones que tengo durante el día. No podía quedarme con la duda, así que recorrí las mesas. No estaba. Entré al baño de hombres, un tipo que no era él se lavaba las manos y me vio sin que le extrañara mi presencia, detalle que le agradecí. Afortunadamente, los excusados estaban desocupados, me evité la pena de asomarme para ver si reconocía sus zapatos. También entré al baño de mujeres (de Santiago se puede esperar cualquier cosa), escuché unos jadeos, abrí la puerta que estaba entreabierta. Era una mujer despatarrada, que se agarraba la cabeza como si quisiera ponerla en su lugar, completamente alcoholizada y con sangre en los ojos. Traía unos anillos de plata enormes en los que me vi reflejada como en unas esferas de navidad. Parecía estarme pidiendo auxilio, pero le dije que comprendiera, que tenía que encontrar a Santiago, pero que les diría a los meseros que le llevaran un café.

Santiago tampoco estaba ahí. Sólo sabía que yo sí estaba en Las Canicas porque me había visto reflejada en los anillos de la mujer ebria.

Me subí al carro sin saber a dónde iba. Los semáforos estaban en amarillo, intermitentes.

 

Publicado en la revista Complot en Agosto de 1999. Publicado con autorización del autor.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Jul/04