Nunca más diré tu nombre
Carmina Narro
Estaba a punto de recargarse en la cortina metálica y se rascaba con impaciencia la cabeza como si quisiera deshacerse de una pulga que le estaba chupando la sangre, cuando dijo que me fuera al diablo.
Así la quería ver; sin saber dónde estaba parada, tambaleándose mientras pensaba en que las horas que había pasado en los columpios de Culiacán la habían dejado mareada de por vida sin contar con la botella de tequila que se había tomado ella sola sin ofrecerme una sola vez. No es que le deseé algún mal, pero no creo que alguien tan tacaño merezca que le vaya bien. Para ella siempre fue una tortura vivir, entonces me conformo con que esté viva.
Me llamo Emiliano y no me hace feliz llamarme así, no me hace feliz llamarme de ninguna manera, porque hace tres días que me morí y porque desde que nací muy poca gente ha pronunciado mi nombre; tal vez por eso no le tengo cariño.
Es muy raro sentir el aire que corre entre tu ropa y que el cuerpo ya no te duela, que ya no pese; esta sensación en el estómago de ir por una bajada de la montaña rusa constantemente, pero más vale que me vaya acostumbrando porque alguna vez oí que así nos quedábamos para toda la eternidad. Se me hace que esto va a ser muy parecido a cuando jugaba encantados y nadie iba a desencantarme; con la diferencia de que ahora hasta puedo volar. Estuve agarrando ropa de las azoteas y hasta después me di cuenta que ya no la necesito. Hay gente que nace y se muere salada.
El tipo que me dio el primer aviso de que ya no llegaría a ver el amanecer estuvo a punto de llevarse mi vida en la defensa de su mustang. Me dijo "pendejo" sin que nos hubieran presentado. Yo iba caminando preguntándome porqué los insectos nos iban a enterrar a todos nosotros. Ella, La Inmencionable, había dicho que unos seres tan trabajadores tenían derecho a pervivir por encima de los humanos. Después caí en cuenta que lo había dicho no porque realmente lo creyera sino porque yo era un güevón. Curiosamente, empezó a hablar de los mosquitos inmediatamente después de mandarme al diablo, pero a mí las cosas tan definitivas como el mal, el diablo o las chingadas madres siempre me hacen pensar que no son serias.
La Inmencionable tiene once años más que yo y cruzar las calles sin voltear a ver si viene carro la volvió un poco cínica; por eso, rascándose la cabeza, me quitó los días que quería pasar jugando basquet con ella. Iba a decir "pinche vieja" cuando venía sobrevolando la Catedral y vi la cruz de sus altos; yo, la verdad, sí me callé porque en las iglesias no se dicen groserias y no iba a arriesgarme a llegar sin escalas al infierno. Ni muerto estoy dispuesto a darle ese gusto.
-¿Qué no puedes divertirte tú sola? ¿No tienes imaginación? Sólo quieres que esté viéndote, cachondeándote, porque tú no sabes jugar con tu cabeza.
-No escuché nada de lo que dijiste.
-¿Entonces por qué me contestas, imbécil?-me dijo.
Quisiera que el pavimento de las aceras no estuviera tan disparejo y que a los asesinos los hubiera querido un poco su mamá. Yo no conocí a la mía, pero tampoco me da por matar gente. Si ella, La Inmencionable, estuviera aquí, me diría que hay edificios que parece que los construyó Dios y yo me reiría encantado de escuchar su acento norteño aunque dijera semejante estupidez.
Nunca puedo imaginar su cara cuando quiero apretarle el cuello hasta que sus ojos se embarren con los mios, porque mis ojos sin sus ojos no son ojos, porque su cara se vuelve tan blanca que no puedo distinguir los contornos de sus rasgos. Me acordé de mi abuela cuando vi el letrero de una mercería. Ella me contaba historias, luego se quedaba dormida porque estaba viejita y yo me quedaba viéndola, soñando con los ojos abiertos. Ahora ya no sueño porque no duermo, sólo tengo cosas en qué pensar y repensar, por ejemplo: por qué nunca me llamaba por mi nombre. No creo que sea tan largo como para que se fuera a fatigar: Emiliano; cuatro sílabas. Son más los carriles de Patriotismo donde me agarraron esos malparidos. Llegaron gritando, en desbandada, porque solos son unos cobardes. Sus caras se estiraban y encogían con los insultos, me salpicaban de saliva apestosa con cada chingadazo. Me golpearon hasta que se les bajó la cocaína. Me alegré de que no trajeran más, porque mi cuerpo hubiera quedado más irreconocible de lo que quedó, aunque en realidad no tiene importancia porque mi abuela murió hace mucho tiempo y era la única que podía reclamar mi cadáver. Me gustaría encontrarla un día de éstos. Ella, no mi abuela, sino La Inmencionable, la que me mandó al diablo, le gustaba imaginarse en su funeral a toda su parentela arrepentida de lo que la habían hecho sufrir. Yo no tengo nadie que venga a mi funeral, tal vez por eso no me entusiasmaba la idea de morirme, menos con tanto dolor. Yo le decía, cuando hablábamos de esas cosas, que si algo se parecía al mal, era todo lo que provocaba dolor y como le encantaba llevarme la contraria mencionó a los masoquistas. Esa vez sí la contradije porque estaba convencido y eso que todavía no sabía cuánto dolía que te rompieran la cabeza a cachazos, y que esos tipos, ahora también inmencionables, se disputaran el honor de introducirme algo por el ano. Nunca me había sentido tan deseado y tan adolorido. El silbido de un carro de camotes anunció que ya iba a "descansar en paz", como dicen los que no se han muerto y no saben un carajo de estas cosas. Lo que yo sé es que ella me mandó al diablo y yo no quiero ir. He de confesar que me fui con la imagen del día que le encendí por primera vez un cigarro. Prefiero acordarme de eso que estar viendo tanto maldito tendedero. Si algo tengo pendiente en este mundo es que quiero que vea la ciudad desde las azoteas y no por venganza ni maldad, sino para que vea proyectado en una nube el tiempo que perdimos nada más por sus borracheras y hacerle entender, aunque se asuste un poco, que sólo necesito que me nombre para regresar.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 09/Ene/04