Condóminos
Leo Mendoza
Mi amiga lo cuenta con mucha gracia: sólo cuando lo vio desnudo le entraron ganas de acostarse con él. Sobre todo tras de escuchar las bromas que sus amigos le hacían a causa de su minúsculo pene. Porque así es como ella le dice al sexo masculino. Ni cosita o algo por el estilo y menos aún uno de esos sobrenombres que ciertas señoras acostumbran. Simplemente pene. Aclaro: ella es de las que gustan de hacer el amor en silencio, de las que no llegan al clímax si el hombre en turno se pierde en suspiros prolongados, en jadeos o, peor aún, si grita de placer o gusta de decirle palabrotas al oído... Si algo así ocurre, le es imposible llegar hasta el final. Y si lo sé es porque por años he tenido el privilegio de ser su confidente.
-Una vez me pasó con el Chiquis -me dijo. Estaba borracho, es cierto, pero ya otras veces lo habíamos hecho así. Lo que no pude soportar fue que tarareara el tema de Indiana Jones y menos aún que me dijera que su pene entraba en ese momento en el Templo de la Perdición. Me bajé de la cama y le dije que se fuera.
El Chiquis fue por mucho tiempo su ideal de hombre: alto, moreno, bien dado -había jugado basketball en la prepa y llegó a ser seleccionado estatal-, broncudo, golpeador, bien machín y borracho perdido. Defectos que a ella no le importaban porque andaba -decía- como santa cristiana en busca de su martirio.
-La primera vez con el maestro fue horrible. No sólo era una miniatura, sino que no me supo hacer el amor. Era torpe como pocos y esa noche jamás sintonizó en mi onda. No, no tienes ni idea... Y mira que, sin embargo, con el tiempo las cosas cambiaron. Como que es cierto aquello de que la primera vez es imposible conocer a un hombre.
Ella se había instalado en México para hacer un curso de producción radiofónica. De su primer matrimonio conservaba dos hijos y una casita en la ribera del río. El divorcio le había costado sangre: el marido jamás entendió por qué ella le había pedido que se separaran y hasta hizo que un detective la siguiera.
-¡Imagínate, un sabueso detrás de mí que nunca le di motivos! -exclamaba indignada al recordarlo.
Cuando el investigador y todas las artimañas fallaron, el marido exigió la aplicación de un test de paternidad para comprobar si era realmente el progenitor del más pequeño de los niños. El juez, sorpresivamente, entendió la violencia de sus celos, sus actos incontrolables -a un compañero de trabajo le había roto una botella en la cabeza tan sólo por platicar con su esposa-, y no sólo lo condenó a pagar la pensión alimenticia sino que limitó las visitas paternas e incluso amenazó con retirarle la patria potestad.
-Yo no sé cómo pude aguantarlo tanto. De veras que de jóvenes somos muy imbéciles. Hoy ni siquiera voltearía a mirarlo en la calle... Hay momentos en que me pregunto qué fue lo que le vi. No sólo era una estúpida sino que estaba ciega...
Ella había ingresado muy joven en el departamento de Difusión y Prensa de la Universidad, cuando todavía ni siquiera terminaba la carrera de comunicación y en menos de un año, a medio camino entre la adolescencia y la madurez, se casó.
-El niño fue a la boda y nadie se dio cuenta -contó una vez, protegida tras el escritorio donde redactaba aquellos boletines rectoriles. Lo dijo en broma pero todos en la oficina sabíamos que era cierto.
La pareja se fue a vivir a un fraccionamiento frente al río. Una casa pequeña, estrecha, que a ella le parecía, ilusionada como estaba, un nido de amor. Pero las cosas anduvieron mal desde el primer momento.
-Me celaba, me olía cuando llegaba por las noches del trabajo... No te rías, es cierto. Me olía.... ¿Te das cuenta? Una vez lo encontré en el baño olfateando como perro mi ropa interior, pero no era para excitarse, lo cual hubiera comprendido; no, no le atraían mis humores sino que buscaba el aroma de los otros, de aquellos con los que, decía, me acostaba a sus espaldas...
A pesar del fracaso de la primera noche el maestro del curso radiofónico terminó por gustarle. Por encima de sus torpezas, de sus malas artes amatorias, le dio algo que nadie más le había dado: ternura. Además, le llevaba rosas a cada una de sus citas. Sin embargo, en el Centro de Capacitación las cosas eran diferentes: se comportaba con deferencia pero distante, casi ajeno a ella.
Tiempo después le preguntó por la manera como intentaba que su "relación" pasara inadvertida para todos los compañeros que, por lo demás, ya estaban enterados. El profe enmudeció y no hubo respuesta.
Cuando el marido la dejó por la paz llegó el Chiquis. Se le apareció como por arte de magia, encaramado en la barda de su casa, justo cuando ella lavaba ropa vestida tan sólo con un pantalón corto y una camiseta sin mangas que dejaba al descubierto buena parte de sus encantos o, por lo menos, de aquellos de los que se sentía más orgullosa.
-Estaba casi desnuda y mojada y el Chiquis se quedó ahí, haciéndose como el que no veía... Pero volteando de reojo a cada rato. Cuando me le quedé mirando, así, a la descarada, entonces dizque me reconoció y bajó a saludarme.
Al Chiquis lo recordaba de las reuniones sindicales y de las marchas ya que era secretario o más bien guardaespaldas de Rosales, el candidato a rector que entonces apoyaban las fuerzas democráticas, lo que equivalía a decir que era miembro del Partido Comunista. El Chiquis era bueno para intimidar y no le sacaba al bulto cuando llegaba la hora de los madrazos. Se rumoraba que había sido uno de los gatilleros que balacearon la fachada de la Preparatoria Central, cuando su director traicionó al movimiento pasándose a las filas de otro aspirante a la rectoría. Pero eso nunca se le pudo comprobar y hasta mi amiga, de natural curiosa, no logró sacarle nada en claro. Sólo insinuaciones, mensajes cifrados que reforzaban su prestigio de hombre bragado pero que también lo dejaban a cubierto de cualquier posible delación.
El otro era diferente en todo. Desde su nombre: Abelardo. Y cuando ella finalmente olvidó su primera impresión, supo que aquella actuación terrible -"performance le dicen ahora", asegura con aires de entendida- fue causa, antes que de la torpeza, de la inexperiencia; de una fogosidad natural que, una vez encauzada, y para eso mi amiga se pintaba sola, supo tocar aquellas fibras desconocidas, quizá las más ocultas de su persona, como dijo el día cuando confesó sus veleidades, sus prejuicios en torno a las medidas y tamaños del pene, aunque terminó rematando con una declaración definitiva: como el Chiquis, muy pocos, si no es que nadie. Había en su aire algo violento que la atraía irremediablemente, como un imán atrae la limadura del hierro. Con tan sólo recordarlo lo deseaba y se encendía como fuego de artificio. Más de una vez se había descubierto atisbando, envuelta en las cortinas de su cuarto, hacia el patio vecino. Ahí, como banderas alicaídas, las ropas del Chiquis se mecían en el tendedero. Sus manos, entonces, recordaban cada caricia, cada recoveco de su cuerpo que él había tocado y agobiada por la soledad y el deseo se tendía sobre la cama poseída por un delirio amatorio.
-Y no soy ninguna ingenua... ¿No lo crees, verdad? Tú lo sabes: desde que dejé a mi marido, no sólo anduve con el Chiquis, también me metí con otros. Pero en él encontraba todo aquello que los otros no me dieron... una especie de fuerza animal que me colmaba...
Aun así reconocía, sin ambages, que en nobleza era Abelardo quien se llevaba la palma: nunca le hizo desplantes en las fiestas ni se aprovechó de la debilidad amorosa para exhibirla como trofeo de caza, abandonada en los brazos de la pasión y el alcohol, derrumbada contra el poderoso pecho como un pájaro sin nido.
-Con él era otra cosa. Me llenaba de flores el departamento y las pocas veces que se quedaba a dormir había cierta timidez en su manera de desnudarse, en como apagaba la luz antes de acercarse a la cama. Digo, al Chiquis nunca le importó que hiciéramos el amor bajo la resolana y con las ventanas abiertas. Nos arrancábamos la ropa, nos besábamos, caíamos entrelazados en la cama y listo... Pero con Abelardo, ni en sueños. No le gustaba más que de noche, en la oscuridad, tan calladamente que a veces creí vislumbrar en él al compañero ideal... Y lo fue, con mucho. Lo que yo no esperaba es que terminara enamorándose.
Mi amiga nunca había imaginado un amor así, tan real y tan cercano a la telenovela. Abelardo le procuraba todos sus gustos, todos sus deseos, pero algunas noches, en la soledad de su recámara, anhelaba los brazos morenos, sudorosos, y el rostro entre enojado y sorprendido por el placer del Chiquis. Llegó a la conclusión de que realmente lo extrañaba. Así que cuando terminó el curso, empacó sus cosas y se marchó de México. Ni siquiera se despidió de Abelardo porque sabía que el dolor sería mucho, que los juramentos y hasta los reclamos se agolparían en sus bocas. Que le recordaría los planes, el viaje a Europa, el departamentito vecino a la Ciudad Universitaria, los paseos por el Parque Hundido después de la lluvia y aquellas mañanas húmedas de domingo cuando se quedaban juntos en la cama hasta que un sol tímido asomaba entre los árboles. Mi amiga sabía que dejaba mucho, tal vez demasiado, que era una de esas ocasiones cuando volver la vista atrás hiere... Por eso se fue calladamente, ni siquiera se esperó al festejo por el fin de cursos y menos aún a la entrega de los diplomas. No podía soportar la idea de otra fiesta como aquella en la que vio desnudo a Abelardo. Una reunión con preguntas indiscretas que terminaría, como las otras, en abrazos clandestinos y en chismes en torno a los acostones y borrachazos, en sacar a flote los deseos que habían permanecido ocultos por años y años, como los de aquel hombrecito de quien ella se compadeció al verlo cubrirse el sexo con las manos, muerto de vergüenza pero sonriente en medio de su borrachera.
Su reencuentro con el Chiquis fue tal y como ella lo esperaba: una caguama sobre el buró y la noche sin descanso. Una de esas escapatorias que mi amiga se daba cuando su hombre ideal había dejado de ser su vecino y ella podía entrar a su nueva casa, que se encontraba bien lejos del río, sin temor al qué dirán de las vecinas.
Lo que nunca esperó fue que Abelardo la siguiera. Un mes más tarde él consiguió una plaza en la Radio mediante un concurso de oposición. Era el mismo lugar donde el Chiquis prestaba sus servicios o, como decían las malas lenguas, recibía su beca de golpeador. Ella no supo nada sino hasta la noche cuando Abelardo tocó a su puerta con un ramo de rosas -carísimas allá por los calores que las marchitan en un dos por tres- y los resultados de un análisis prenupcial en el portafolios. Y entonces reconoció que también lo había extrañado.
-La verdad es que Abelardo venía de productor y el Chiquis tenía un puesto Dios sabe de qué. Se necesita tener una cabeza bien retorcida para imaginar tamaña coincidencia... Pero así fue... En la administración han de guardar las pólizas de los cheques, los registros, los contratos firmados... Todo aquello que nos dice que estas cosas se dan, aunque parezca increíble.
Y lo más raro de todo fue que el Chiquis y Abelardo se cayeron bien tan sólo de conocerse, sin siquiera sospechar que eran enemigos íntimos, que estaban unidos carnalmente a través de aquella mujer de quien el grandulón no estaba enamorado y a quien Abelardo adoraba con toda su alma. Fue tal vez la primera y la última vez que se hablaron fraternalmente porque después de lo ocurrido todos los tratos entre ellos fueron ceremoniosos, distantes, fríos. Al mediodía, el Chiquis decidió convertirse en el guía del maestro. Lo llevó a su cantina favorita, Las brisas del Évora, y le invitó, con el dinero de su quincena, una parrillada de mariscos y cervezas a granel.
El Chiquis le habló de su otra novia, la que tenía en el pueblo y con quien se iba a casar en diciembre. Abelardo le habló de unos ojos zarcos -"tengo una vieja que también tiene los ojos verdes", le confesaría el Chiquis- y reservado como era no quiso hacer más comentarios. El otro le confió sus planes, luna de miel, refrigerador y aire acondicionada y alguna forma segura de seguir viendo a su amante sin que su esposa lo supiera.
Más tarde le enseñó los secretos de la banda y los corridos de narcos y ya medio borrachos, cuando Abelardo le había confesado los motivos de su viaje pero no el nombre de su enamorada, el Chiquis le dijo que fueran a buscar a su vieja, aquella con la que no tenían cabida las confusiones, a la que tenía sólo para pasar el rato.
-Hay veces en que me imagino a aquellos dos, agua y aceite, en esa tarde. No puedo dejar de hacerlo. El hombrote aquel, al lado del diminuto Abelardo... el del pene chiquito... Hasta risa me da. ¿Te das cuenta? Yo en medio de todo aquello, como mujer fatal... De veras que me sentí halagada cuando los vi a los dos, ahí, en la entrada del Departamento de Comunicación... Abelardo, tal vez de la impresión, ni siquiera se atrevió a abrir la boca y yo después tuve que explicarle muchas cosas. Y el Chiquis, a gritos como cada vez que se ponía borracho, me lo presentó como su hermano del alma, su carnal chilango, su camarada...
Mi amiga no dijo nada, aceptó los requiebros de aquel su "amante cargador" -así le decía al Chiquis cuando recordaba sus lecturas de D. H. Lawrence- pero pretextó un dolor de cabeza para no seguirlos en la juerga que el grandote quería continuar en lo del Cachi Anaya y con banda y toda la cosa. Le pidió, eso sí, tomándolo la mano, que le diera un aventón a su casa. Yo no sé si mi amiga tramó todo desde un principio, pero cuando el sedán del Chiquis se detuvo en su casa -ella lo recuerda como una escena de comedia italiana- en sus ojos había un brillo malicioso. Huelga decir que Abelardo estaba callado, casi enfermo de susto. Sorprendido por los hechos y las historias que se entrecruzaban, se había transformado en un ovillo apocado y se negaba a abandonar el asiento trasero. La revancha fue entonces de mi amiga. Ahí en la puerta de la casita, despidió al hombrezote y bajó a empellones del auto al profesor, convertido en la viva imagen de la timidez.
-¿Que onda? -alcanzó a decir el Chiquis, sin que le cayera el veinte.
-Abelardo se queda. Vive aquí, conmigo, desde hace una semana.
Y en un Jesús el auto del Chiquis se perdió por aquella avenida a la que malamente conocemos como Malecón.
Así fue el final de aquel romance. Mi amiga permaneció con Abelardo pero no fueron felices.
La prudencia aconsejaría terminar aquí su historia pero quiero decir, para que todo quede claro, que ella y el profesor tuvieron un hijo y se divorciaron cuatro años más tarde. Que el Chiquis sí se casó por la iglesia y vestido de smoking y al poco rato no sólo engordó sino que el cambio de los vientos políticos lo puso de patitas en la calle; la última vez que ella lo vio era vigilante en un supermercado. Pero para entonces también su ideal de hombre había cambiado. Simplemente, lo miró e inclinó la cabeza en señal de saludo y despedida.
Ese es el verdadero final de esta historia, cuya moraleja, mi amiga sabe expresarla con mucho humor, sin imaginarse siquiera que anda rozando algunos terrenos de una diva del Oeste, o mejor dicho, para ser más precisos, de West, de Mae West: "si una buena historia termina mal, mejor".
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 01/Oct/00