Con Mucho Cuidado

Patricia Severín

Al atado lo coloca sobre el techo del automóvil. Luego, muy despacio, busca en todos los bolsillos. Lo encuentra. El encendedor cruza ahora sobre los Particulares. Se arremanga la camisa de trabajar y se dice, manos a la obra viejo la tarde es tuya, aprovechá que tu mujer salió.

Se lo tiene prohibido: lavar el auto, y menos en la vereda ¿Para que estaban los lavaderos? Hay cientos de ellos y baratísimos. ¿Qué le puede explicar? Ella nunca entendió lo que es para él su auto. La última vez que lo mandó a lavar le descubrió una raya corta y profunda al lado del paragolpe. No se ve, es microscópico, había dicho su mujer. Pero él, sí que lo veía. No podía tolerarlo, incapaces, eso son y también inútiles, es que ni el bolsillo ni el auto son de ellos, que van a preocuparse, en cambio él, paso a paso, centímetro a centímetro, lava, refriega, seca, lustra. Con cuidado. Mucho cuidado. Ni siquiera es un rayón, había dicho su mujer, amarrete, por lo que sale un lavado. Si es un rayón lo mato al imbécil, le retrucó. Y no es por la plata.

Va en busca del balde, los paños, el jabón en polvo; detergente no: quita el brillo. Ya lo tiene comprobado desde el Peugeot. Coloca todo arriba del banquito de la cocina. También la portátil ¿Y la damajuana con nafta? ¿A dónde se la habría escondido? Quería sacar esas manchas blancas del paragolpes que marcan los bichos al estallar sobre la chapa. Cuando la encuentra, semiescondida en la alacena del galpón del fondo, trasvasa parte de su contenido a un tarro de boca ancha. Es más cómodo para sumergir el trapo, empaparlo bien. Coloca el tarro al lado de la canilla y la boca de la manguera en el pico.

El cielo está abierto y brilla un resplandor sin nubes que reverbera en la llanura. Poco sol; los lapachos floreciendo. Puede pasarse horas mirándolos. Hasta cree observar el leve movimiento de las flores que estallan hasta quedar abiertas en todo su rosa. Despabiláte Moringa, había dicho ella, cuando se haga la tardecita cerra todo. Mirá que las patotas están a la orden del día. Acordáte lo que te pasó ya dos veces. Se lo refregaba por la cara para que no lavase el auto en la vereda, lo sabía bien.

En Camoatí, piensa, nadie coloca llave a la puerta; con su padre se ponían, los domingos, a lavar el auto sobre la entrada de la casa. Era un auto viejo que la sal había picado en los bordes inferiores y en el capó. Pero el padre lo admiraba como si viese un último modelo y le sacaba lustre. En Camoatí la comuna ni siquiera cobraba multa por el agua que corría en las banquinas. Era de pozo; la sacaban con bombeador, él y sus hermanos: Fermín era el más guapo; Nicanor, más que ayudar jugaba con el agua y Delmiro hablaba sin parar contando su aventuras del sábado. El agua que quedaba la absorbía la calle de tierra que bajaba en leve pendiente hacia el sur. Esos son tiempos prehistóricos Moringa, decía su mujer, ahora vivimos en la ciudad, y la ciudad es peligrosa.

Lavaban el auto mientras conversaban. Era una buena excusa para charlar; su padre le aconsejaba cosas de hombres; Fermín armaba y desarmaba la pumita; Nicanor cabeceaba la pelota porque quería ser el mejor del equipo de La Magdalena y Delmiro contaba grandezas que los hacían reir hasta las lágrimas. Ah! Si pudiese volver.

Nunca había logrado esa intimidad con los hijos; apenas un picadito de fubol en el baldío de la otra cuadra. Pero eso no era para conversar. Ahí se pasaba la tarde y luego llegaban cansados a bañarse y después cada cual por su lado.

La muy taimada le metía miedo. Acordáte memoria frágil. Claro que se acordaba. Pero no sabía por qué le daba vergüenza contar lo que le había sucedido. Como si él fuese el culpable. Manejaba. Sacó el brazo por la ventanilla como señal de que debía girar a la derecha; pensando en que debía llevar a su nieta menor al circo se olvidó de poner el guiñó, y cuando quiso acordarse tenía que doblar y la hilera de autos por detrás. Sacar el brazo y sentir el tirón, fue una misma cosa: le arrancaron el reloj regalo de la familia por el aniversario de bodas. Vos no aprendés más Moringa, ni cinturón, ni pestillo, parecés del campo.

Era del campo, o de Camoatí que para el caso daba lo mismo ¿qué mal había en eso? Ella también era del campo, cerca de La Magdalena pero lo olvidó enseguida. Eso es muy malo sabia decir su padre, si uno no reconoce de donde viene nunca sabe hacia donde va.

La santa rita siempre desborda morada. La mira; hay que podarla. No le gusta hacerlo. Le da la sensación de que la amputa. Yo hago el jardín pero dejalo que crezca. No es prolijo Moringa, parece una selva. El agua corre ahora por el parabrisa y las gotitas le salpican los brazos y la cara. Realmente un placer. Acerca el banquito donde ha colocado los trapos y pone el volumen de la portátil más alto. No usa la del automóvil porque se gasta la batería. Y esta cumbia lo pone optimista, gira el viborón, gira el viborón que se va para Godoy, entona bien alto, total los vecinos salieron y no molestará a nadie.

Deja la manguera al lado de la canilla. El agua del balde y los paños son mejor para terminar de sacar la tierra; luego el de escurrir no dejará pelusas en la chapa. El techo para lo último; al alzar la vista ve los Particulares, saca uno y lo prende. Juguetea con el encendedor en la mano, gira el viborón, gira el viborón que se va para Godoy, contempla el auto. Esta quedando muy bien, diría que perfecto. Sonríe. Se dio el gusto de lavarlo en la vereda. Luego habrá que ordenar, barrer para no dejar rastros, sino se le arma, y quiere terminar el fin de semana sin gritos. Actúa igual que los ladrones: borrando las huellas.

La última vez que lo asaltaron, que pericia los tipos, en un santiamén, se bajó del auto y entre tres lo acorralaron contra el capó y le sacaron la billetera. No tuvo ni oportunidad de verles la cara. Para qué hacer la denuncia, la policía ni se mosquea, y quizá, hasta sean ellos mismos.

Si pudiese volver a Camoatí, allí era otra la vida. Hasta podría pedirle a Fermín trabajo en La Soledad; o a Delmiro que hablase con su patrón del frigorífico, hasta con Nicanor para ayudarle con el surtidor. Sí que la pasaba bien cuando iba: lechoncito al horno de barro; vermú en el club de bochas; ayudarle a Fermín en su trabajo mientras oteaba la llanura, perseguía con los ojos el vuelo de los patos y hasta pescaba en el canal del Saladillo . Acá era trabajar y trabajar y luego encerrarse a ver la tele. Nada más. Los hijos estaban grandes, cada uno casado, y su mujer no se separaría nunca de ellos. Cuando se jubilara, le había dicho, nos volvemos al pueblo. Te volverás Moringa, de acá no me saca nadie. ¿Qué tenés en el pueblo? Chismes, viento norte y pará de contar. Después de todo ¿qué iría a hacer allá? Se había venido de pibe y ahora no era de ningún lado, nunca se acostumbró a la ciudad, pero cada vez que iba al pueblo, después de cuatro días ya no se hallaba.

Con los hijos no se podía quejar: ni alcohol, ni drogas, ni embarazo antes de tiempo; fumaban medido, como él. Sus nietos sanos, estudiosos ¿podía pedir más?

Ya está listo.

Se inclina para cerrar la canilla.

Los ve.

Doblan la esquina del Super. Tres. Cuatro.

Se apresura.

Son muchachones. Rápidos. No tiene tiempo.

Todavía esta inclinado cuando lo rodean. La llave viejo, la llave del auto. Antes muerto, piensa.

No te hagas el vivo. Te molemos a palo.

Navaja no tienen, piensa, pero estoy solo.

No te hagas el vivo viejo, buscala.

Al lado del balde el tarro; en el tarro la nafta, en la mano el encendedor.

Una franja amarilla corta el aire. Se derrama.

Un grito perfora la tarde. Llamas.

Dos de los muchachos son una pira que arde.

Más gritos.

El tercero chilla refregándose los ojos. Alaridos. Se revuelcan en la vereda Flamea la hoguera junto con los brazos. Olor a pelo. A excremento. Uno cae sobre el auto. Llantos. Suplican, piden por la madre. Pedazos. Carne.

Aparta la vista.

Se lanza a la carrera tras el cuarto, su mujer debe estar llegando, el muchachón huye sin mirar hacia atrás, su nieta le pide que la lleve cuando venga el próximo circo, gira el viborón, gira el viborón, gira el viborón, su padre le ha dicho cuando muera vos me cerrarás los ojos, lo pierde, dobla la esquina del Super, la gente sale, se amontona, su hijo mayor es apenas un bebé y le extiende los brazos, pasa rozando por la casa de los jazmines, empuja a dos que lo quieren sujetar, su mujer debe estar llegando, el potrero del fúbol , el año que viene cambiará el auto y entrará en Camoatí tocando bocina para festejar los cincuenta y ocho, el muchachón por delante, la gente grita, el olor a humo se diluye, lamentos breves a su espalda.

Corre. Corre. Corre.

Este tampoco se le escapa.


Otro cuento de: Metrópoli    Otro cuento de: Sobre Ruedas  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre Patricia Severín    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 12/Oct/02