Continuidad de los Sueños
Yerbabuena
En alguno de sus últimos días, Gregorio maldijo la mañana en que decidió escribir sus sueños. Porque lo que antes era una curiosa impresión al despertar, un cuento frágil hecho a pasar al olvido inmediato con la confusa niebla de los primeros instantes, fue convirtiéndose con el correr de las noches y la inesperada ayuda de la voluntad en una obsesión que avanzó sobre las vigilias de Gregorio; hombre el cual, en los últimos días que vivió, no hizo otra cosa que leer y releer los sueños que tenía anotados y pensar y repensar en los dos personajes que ocupaban, no ya todo el espacio de lo que imaginaba mientras dormía, sino gran parte de lo que creía mientras estaba despierto...
En uno de sus últimos sueños, la pequeña le decía:
"Soy ciega, ¿podría acompañarme?".
Y él avanzaba y, en plena desazón, notaba que el ómnibus no tenía puertas. Por el ventanal trasero veía autos, techos de auto, escuchaba sus bocinas, la locura de una ciudad embotellada pesándole en el estómago... Después, ante sus ojos, y hasta en los rincones más ocultos del entendimiento, aparecía el armario de la casa de campo de los abuelos. Gregorio lo abría para despachar a la ciega y se encontraba con un hombre: era el viajero. Luego estaba en un ómnibus amplio, no tan sofocante, con puerta trasera. Pero al sentarse notaba que su corazón bombeaba disparado hacia adelante.
Cuando abrió los ojos, la señora Cleopatra lo miraba desde el vano de la puerta. Su figura se recortaba sobre el cuarto en sombras contra la luz que llenaba el resto de la casa, contra la luz que se entrometía, ahora, en el despertar de Gregorio. La mucama no se movía. El patrón lanzaba la cabeza hacia los ocho rincones del cuarto como si acabara de perder un pájaro.
-Me pareció que lloraba -dijo ella por fin-. Entré porque me pareció que estaba llorando.
La mirada de Gregorio se posó al fin sobre el armario, estuvo un largo rato mirándolo como si detrás de sus puertas hubiera algo que él tenía que entender. (En ese mismo instante, el otro, el de puertas gigantes, el de la casa de campo de los abuelos, escapaba líquido por las grietas del recuerdo que, al cicatrizar, dejaba preguntas tan impenetrables como las paredes y las puertas, como la taza humeante que lo esperaba cada mañana, como el sentido de todo nuevo día).
Gregorio pensó que los sueños eran muy parecidos a la realidad. En los sueños podemos saltar de un tren a una nube en un instante, podemos caer una y otra vez en abismos espeluznantes o mantener un diálogo con una cara que envejece ante nuestros ojos o se vuelve perro o pato... Y así es la realidad, pensó Gregorio. No la de cada uno de nosotros, claro, demasiado quieta en su punto de vista, presa en la miseria de cada tiempo personal.
La mucama, si bien entraba todos los días en el cuarto para hacer la limpieza, admiró una vez más las sábanas sedosas, los muebles que perfumaban como el bosque, el reloj de oro sobre la mesa de noche del señor Gregorio.
-Qué raro, tampoco escuchó el despertador -dijo con voz suave.
La señora Cleopatra sabía que Gregorio era puntilloso como todos los hombres que no tienen mujer.
-No es nada -respondió Gregorio, que acababa de llegar al mundo de los despiertos-. Ya me levanto.
Desde la ventana del piso veinte, los oficinistas lo veían estacionar todos los días a la misma hora. Minutos después aparecía, los ojos huidizos, el paso entorpecido por la prisa sin razón, dejando por detrás la estela de su perfume y el regusto antipático de una boca que jamás se abría para saludar a los subalternos.
Ese día, sin embargo, hasta los más fieles guardianes abandonaron el puesto. Cansados de esperar la llegada del auto de Gregorio, todos clavaron sus miradas en el señero reloj de la pared que, ajeno a todo, pasaba las siete de la mañana como alambre caído y continuaba su viaje burlón y redondo sin entender que el señor Gregorio llegaría tarde a la Compañía por primera vez en la historia.
-En una de esas se murió de una buena vez -dijo uno.
Ya por la tarde, Gregorio no conseguía concentrarse. Entre reuniones, cifras y consideraciones generales, lo acosaba la imagen del pesado armario de la casa de los abuelos...
El día fue agotador. ¿Necesitaba unas vacaciones en el campo?
Por la noche, luego de dejar el dinero de la leche sobre la mesa, Gregorio se acostó a dormir. A la mañana siguiente, como de costumbre, la señora Cleopatra llegaría antes de la salida del sol para preparar su desayuno.
"Mire qué cuerpo, mire qué piernas duras, toque... Toque sin miedo", dice la mujer y sus pechos crecen hasta más allá de lo que abarca una mirada. Luego se deshace en forma de niebla y Gregorio puede caminar siguiendo un rastro de olor a leche materna. Hay empleados de la Compañía trabajando en el bosque con unas sierras eléctricas. De la madera brotan chorros de sangre. Detrás de cada árbol que cae aparece el viajero. Hombre que corre a esconderse detrás de otro árbol... (En su propio sueño, Gregorio aprieta más los ojos para no despertar).
"Está bien, me rindo", dice el viajero.
Está sentado en un sillón que ocupa el centro de una sala vacía. Una sala con muebles que aún sangran, manchan la ropa de Gregorio. Enseguida, la figura del viajero llena todos los espacios como la luz cuando se enciende. Lleva traje negro, cruza las piernas, medias blancas. Sus ojos atacan al interlocutor.
-¿Qué es lo que anda buscando, Gregorio? -pregunta.
En otro sueño Gregorio va en tren. El viajero viste chaqueta con levita y lazo gris al cuello como un animador de circo. Lleva un breviario en la mano derecha. Con la mano izquierda señala al cielo cuando se hace necesario. Sonríe burlón, se acomoda las puntas del bigote, dice:
"Queridos pasajeros, en el mismo instante en que mueran comenzarán a soñar. Yo soy un ángel, un mensajero, les traigo la buena nueva. Vengo de un círculo próximo al de los dioses. Paso por los sueños de los muertos, bendigo su descanso y atravieso después la barrera en donde comienza el tiempo y los sueños de los vivos... Para alcanzar con mi novedad el destino de los elegidos..."
El viajero es alto. Su cabeza roza el techo del vagón. Avanza por el pasillo en dirección a Gregorio. De repente alza los brazos, apunta al techo y se pone a gritar. Gregorio siente en su interior el barullo regular del tren:
"Las vivencias, madres de nuestros recuerdos, son las partes de nuestros sueños que mejor podemos controlar. Mejoren la calidad de sus vidas y mejorarán la calidad del eterno sueño que serán sus muertes!".
.Luego señala el paisaje por las ventanillas, que se licua hacia atrás a gran velocidad:
"Miren cómo escapa el tiempo. Tienen que decidirlo ya".
Y salta y se pierde en el vértigo de colores desplazados por el tren... La velocidad se hace intolerable. En las manos de Gregorio aparece el breviario del viajero. Adentro hay un mapa dividido en dos regiones. En una se estancan en paz los sueños de los muertos, en la otra hierven los sueños de los vivos.
Hacia el final de la tarde, con el sol ya por detrás de la fila de alerces que se veía desde la casa, la señora Cleopatra llevó una taza de té humeante hasta la mesa de vidrio y hierro de la galería. Gregorio se lo agradeció con una sonrisa. La señora Cleopatra se detuvo por unos segundos delante de la mesa. Gregorio la miró, notó que nunca había reparado en el color de sus ojos.
-Disculpe el señor, pero nunca se lo vio tan bien -dijo Cleopatra-. Con permiso.
-Espere -respondió Gregorio-. Puede sentarse, me gustaría conversar...
-Gracias, tengo mucho que hacer - dijo la mucama y se retiró.
Era la primera vez que gregorio se atrevía a convidar a una mujer. ¿Qué podría haber pensado la señora Cleopatra?. Frente al fuego color naranja de los rayos moribundos de la tarde, frente a los alerces oscurecidos, Gregorio sintió cómo la sangre hirviendo se le amontonaba alrededor de las orejas y le sacudía las sienes al pasar. No, no había querido insinuar nada aparte de lo que sus palabras habían dicho. Simplemente, la había convidado a compartir su mesa.
Tiempo atrás, en lo que tarda en volver a aclarar una noche de insomnio, Gregorio había decidido abandonar su empleo, vender el antiguo departamento del Barrio Norte y retirarse a una chacra en las afueras de la ciudad. Ese día, por la mañana, los empleados lo vieron estacionar y aguardaron su entrada con fastidio. Pero la puerta de doble hoja no se abrió, no sintieron el rastro de su perfume. Porque Gregorio fue primero a reunirse con el americano, un piso más abajo, y recién después fue a despedirse de sus viejos funcionarios... Por el asombro que traía en la mirada, los empleados entendieron que la noticia que les estaba dando era, también para Gregorio, una sorpresa.
Había llevado a la señora Cleopatra a vivir con él. Una mujer vieja, de unos cincuenta kilos, pero con la fuerza suficiente como para pedalear hasta el pueblo más cercano cuando fuera necesario. En el retiro que Gregorio se había impuesto, la señora Cleopatra era el capilar que lo comunicaba con el resto de la humanidad. Estaba bien claro, se repetía una y otra vez Gregorio, que en su nueva vida, como en la antigua, no había lugar para mujeres; él la había invitado a sentarse, solamente a sentarse...
En ese lugar, Gregorio veía crecer tomates sobre lo negro húmedo de la tierra, se familiarizaba con el comportamiento de los animales, descubría el sonido de las misas clásicas y se dopaba con el tiempo compañero del campo... Era el material de su sueño eterno, eran los recuerdos que llevaría al más allá para que el sueño eterno no sea otra cosa que un profundo embalse de virtud. El volumen de la música, muy tenue, parecía volar desde los rincones más inciertos, disuelto en las débiles corrientes de aire que mecían los cortinados y los cristales de las arañas. Así pasaría los últimos años de su vida, que parecían ser muchos.
Gregorio avanza por un campo embarrado, le pesan las botas, está agitado. Ve una tumba, un cajón abierto. Adentro del cajón hay una pequeña de rulos dorados y vestido blanco. La pequeña abre los ojos de golpe:
"Espere, no se asuste", dice. "Yo sé quién es ese imbécil que anda contando la historia de los sueños de los muertos y los sueños de los vivos".
Ella se aleja. Gregorio corre detrás con sus botas cada vez más pesadas. Aparece Campos, el viejo portero. (El portero, que ahora ocupa su puesto en la Compañía). Se ve contento, sacude un whisky.
"Usted está encaminado, Gregorio, usted está reuniendo el material de su sueño eterno y nosotros, la Compañía, estamos vendiendo más madera que nunca", y se dobla al medio de tantas carcajadas que le vienen. "Estamos destruyendo los bosques como nunca".
Luego, Gregorio ve un gato; y el gato tiene la voz de la pequeña:
"Antes fui una ciega, ¿se acuerda, en el ómnibus?, luego le mostré un cuerpo desnudo de mujer grande, puedo tener la forma que quiera... No le haga caso a ese tarado. El también puede usar el cuerpo que se le antoje. Y ahora aparece convertido en portero para torturarlo a usted... Escuche Gregorio, yo le voy a decir la verdad: usted morirá y un segundo después, que digo un segundo, una nadita después, se encontrará viajando por los sueños de los vivos. Porque eso ocurre con todas las personas cuando mueren. Y en cada mente de las que todavía piensan, encontrará miles de máscaras. En la suya, por ejemplo, está la del portero, está la de esa mujer de los pechos enormes, está la de la pequeña que es la que a mí más me gusta usar casi siempre porque me morí cuando todavía era chiquitita... No importa lo que haga con su vida, Gregorio Al morir nos convertimos en soplos que pueden cambiar su cara por la de un pato o saltar de un tren a una nube... Lo que pasa que a ese idiota le gusta viajar por los sueños para modificar la vida de los hombres. Y así después se cree que es Dios o que vive en el círculo de no sé dónde...".
"Claro", interrumpe el viajero, "es verdad, hay máscaras en todas las mentes de los vivos... Y nada mejor que ponerse la de una inocente niña para mejor mentir... Usted siga así, Campos, quiero decir, Gregorio. Vaya a despertar, no le dé bola a esta mocosa".
Y el viajero se toma el whisky de un sólo trago.
Gregorio caminó desde el sueño hasta la galería. Vio el mantel, la tetera, las tostadas enfiladas, las exigencias de la geometría en el desayuno servido por la señora Cleopatra. Luego tomo una silla de hierro forjado y la golpeó tantas veces contra todo lo que veía a su alrededor, que la señora tuvo que volver después del almuerzo para terminar de juntar los minusválidos trozos de porcelana que restaban.
Por la tarde, Gregorio fue a recorrer la llanura. Fue hasta la frontera de alerces varias veces, volvió, parecía seguir las huellas de algún animal rastrero. Pasó el día sin hablar.
Lo había abandonado todo; ¿se había convertido en un eremita en pleno fin de siglo de la luz eléctrica llevado por un impulso absurdo, inducido por un sueño?. Ahí estaba Campos, un simple portero, ocupando el puesto que hasta poco tiempo atrás le había pertenecido. ¿Y si volviera a la ciudad? ¿Qué le dirían?
"Usted, Gregorio, toma una decisión tan importante y se arrepiente a los pocos días", le dirían. "No podemos permitir que vuelva a ocupar su antiguo puesto así como así. Imagínese. Pero si acepta someterse a un tratamiento psicológico, podríamos ver."
Gregorio pensaba y el viento de la tarde acariciaba su rostro serio, concentrado. No cenó, se recogió temprano.
El viajero y la pequeña están en el centro de un círculo de arena.
"¡Ya!", se escucha.
Los dos calzan cimitarras de hoja ancha. Giran, se acometen entre muebles de estilo, entre espejos y terciopelo verde como en la antigua casa de campo de los abuelos. Rasgan el aire con el silbido de los filos. La pequeña lleva un vestido blanco... Pero su espada cae. La risa del viajero, entonces, ocupa hasta el último rincón del sueño. La niña llora su final. Gregorio intenta alcanzar el arma. Pero la cosa se aleja o se achica: ya no es siquiera una espada, se parece más a un puñal. El viajero canta su victoria:
"Los muertos sueñan. ¿Me escucha Gregorio, Campos, o como mierda usted se llame? Yo no soy un simple finado que viaja por los sueños de los que viven. Yo soy un ángel, soy de estirpe etérea, soy...".
"¡Mentira!. Vos sos un muerto, vos inventás todas esas estupideces para reírte de los inocentes", interrumpe la pequeña con los cabellos azotados por el viento.
"¡Te mataré!", grita el viajero y apoya la espada sobre el cogote de la pequeña.
Pero en ese instante Gregorio alcanza el arma, que ahora es un cuchillo de cocina, y la clava repetidas veces en el cuerpo del viajero. Gregorio siente la tibieza de la sangre ensuciándole el cuerpo y piensa que el suelo se evapora y esto le permite flotar y matar a la vez. El viajero se aleja limpio, sin una mancha de sangre.
"Gregorio, usted acaba de salvar mi vida", dice la pequeña, "recuerde, puedo tener la forma de la mujer que usted elija... A usted le gusta aquella de los pechos enormes, ¿no?...".
La señora Cleopatra tuvo que repetir todo una vez más. No, el señor no era sonámbulo. La despertó el bochinche que vino de la cocina. Encontró al señor en el piso, todo bañado en sangre. Parecía muerto, tenía los ojos bien abiertos como los recién muertos.
Gregorio cargaba con una docena de heridas. Pesaba noventa kilos. La policía sabía que la mucama no tenía de dónde sacar aliento para semejante trabajo. Pero sabía, también, que nunca nadie se había aplicado tantos cuchillazos entre la cintura y el cogote sin colaboración. De manera que había algo que explicar y la mucama no podía no saberlo.
Ella temblaba y sus pequeñas muñecas parecían más débiles, rodeadas ahora por la autoridad de las esposas. Pero no temblaba por esos símbolos del castigo que tanto desesperan a los hombres y que ahora asechaban a la mujer con pesadillesca saña. No. Temblaba porque sabía que continuaría viendo al señor Gregorio en sus sueños. Temblaba porque ella siempre soñaba con muertos.
Y porque, cuando el ruido la despertó, la señora Cleopatra ya estaba soñando con un hombre loco que blandía una cimitarra, con una pequeña gata a punto de ser degollada y con una mujer de pechos blancos y enormes que, de la mano, se llevaba al señor Gregorio hacia el lado de la penumbra.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Nov/00