Los Crímenes que Conmovieron al Mundo
La tecnología engendra ruptura, la falta de ella también.
El Libro de las DesaparicionesJosé Luis Velarde
Las ranuras en la parte superior del cráneo, se popularizaron en la quinta década del Siglo XXI cuando se volvieron un requisito indispensable para los alumnos de nivel básico. Esta disposición redujo el número de maestros, acabó con el sindicalismo magisterial y las escuelas fueron adaptadas como viviendas de interés social. El Estado Autárquico que regía el destino de los habitantes de la Tierra absorbió el costo de los implantes. La operación quirúrgica no era muy cara, se infectaba de vez en cuando y no dejaba marcas demasiado notorias en el hueso frontal. Los conectores de 32 pins nunca excedieron el tamaño de una estampilla, aunque tales dimensiones a veces ocasionaran dificultad para implantar un chip sin la ayuda de un espejo. Desde el 2056, los niños recibían el chip correspondiente a su grado académico y trabajaban en aulas virtuales sin salir de casa. Las ranuras también se difundieron entre el resto de la población que los usó por disposiciones laborales encaminadas a mejorar la eficiencia, o por simple placer. Los usuarios acostumbraban disimular todo rastro de enchufe con el cabello o cualquier accesorio de moda, aunque algunos excéntricos los evidenciaban al raparse y al añadir tatuajes ridículos en los bordes. No faltaba quien añadiera extensiones terminadas en puntas de flecha, relámpagos de lámina o imitaciones de viejos pararrayos y veletas.
El ciudadano medio disponía en el 2075 de incontables opciones, marcas y títulos que incluían películas clásicas, juegos de combate, intercambio sexual, sueños virtuales que transfiguraban los deseos más recónditos del usuario en aventuras placenteras o sadomasoquistas de acuerdo a la posibilidad elegida, conciertos, incursiones en paisajes extintos o soles de cualquier galaxia. No escaseaban las cacerías, las carreras de naves espaciales, las ofertas del deporte y las propuestas académicas que ofrecían licenciaturas, maestrías y doctorados; aunque entre estas últimas prevalecieran las estafas que propiciaron una legión de ignorantes desempleados al ser instruidos con sistemas deficientes. En fin, los catálogos eran infinitos. La educación, la tecnología, las ciencias teóricas, la historia, el placer, el esparcimiento, toda posibilidad, toda posible demanda y cada necesidad de los hombres era atendida por los proveedores con ofertas multiplicadas de acuerdo al gusto más excéntrico y al nivel de calidad pagado por los usuarios.
El desarrollo era una realidad, pero el índice de población y los niveles de bienestar comenzaron a descender.
Las estadísticas mostraban un incremento en la tasa de suicidios inexplicables para los teóricos de un sistema empeñado en fundamentar la realidad en los universos virtuales de las nuevas tecnologías. Era común que los niños se cortaran las venas ante las exigencias de un maestro distante. Mujeres y hombres murieron entre la multiplicidad de los orgasmos obtenidos en los rincones del cerebro donde las hormonas eran estimuladas con excesos mortales hasta agotar el corazón. El hambre también contribuyó a disminuir el número de usuarios de los chips al extenderse los casos de personas que olvidaban comer o dormir, mientras permanecían obsesionados por los universos míticos a su alcance. Otros muchos murieron al estallar los chips de procedencia indeterminada y sin aval en llamaradas que parecían producidas por una fuente divina. Un sobreviviente milagroso de un accidente de esta naturaleza declaró que La luz estaba en todas partes como si el fuego se extendiera ante los ojos y dentro de los pensamientos.
La muerte no sólo se daba como producto de las obsesiones que propiciaron un auge de la sicología y los astrólogos, también era producida por los combates que libraban los piratas tecnológicos, los comerciantes no establecidos, los contrabandistas y los agentes de la policía reforzados de manera no explícita por los mercenarios contratados por las compañías productoras de chips. Incontables inocentes murieron por la mala puntería de los combatientes, el estallido de las bombas de neutrones destinadas a destruir los centros de fabricación no autorizados, o por ser confundidos con comerciantes no autorizados.
Otra fuente de víctimas mortales fue la oleada de accidentes ocurridos por las distracciones de los conductores de vehículos terrestres, náuticos, aéreos o interespaciales, al desatender sus obligaciones por incursionar con descuido en la cibernética.
La muerte multiplicaba sus caminos.
No faltaron los que murieron al ser asaltados para ser despojados de tarjetas de crédito o dinero en efectivo, al ser detectados mirando chips de altos precios en las vidrieras de los centros comerciales o en los catálogos que mostraban no pocas paredes citadinas. Los asaltantes suponían que se trataba de millonarios y a veces eran decepcionados por la cartera vacía de algún miserable voyeurista que sólo se había atrevido a mirar un producto que le resultaba inaccesible. En algunos casos, la sangre de los bandoleros humedeció las calles al ser sorprendidos por los guardaespaldas de los millonarios auténticos.
Los desempleados que incluían nombres connotados del deporte, las artes plásticas, el gobierno, los medios de comunicación, el ballet, la literatura, el sacerdocio y la farándula formaron bandas terribles que no podían mantenerse al margen del público que durante tantos años les había permitido vivir con holgura o, por lo menos, contar con una audiencia que les resultaba imprescindible. Estos grupos acostumbraban capturar rehenes a los que forzaban a presenciar, de acuerdo a las características predominantes entre la pandilla de secuestradores de turno, encuentros deportivos, obras teatrales, conciertos, sermones religiosos, presentaciones de libros, noticieros, discursos políticos, óperas italianas y espectáculos circenses sin chip de por medio. Estas sesiones se prolongaban hasta la muerte del público por hambre, indiferencia o aburrimiento, aunque hubo ocasiones en que los prisioneros lograron emanciparse de sus secuestradores. Una historia clásica de la época, narra que una audiencia obtuvo la libertad cerca de Victoria y que mató a los delincuentes brindándoles rechiflas e insultos sin fin. Los artistas murieron de pena más que por el cansancio causado por el partido de futbol que tuvieron que disputar durante tres días y tres noches sin pausa alguna.
La muerte también causó bajas entre la población alejada de los grandes centros urbanos. Los chips fueron llevados a todos los rincones de la Tierra mediante los mercaderes ambulantes, los gitanos y los misioneros de la Orden de la Tarjeta Madre que pregonaban que toda realidad es virtual. Sería farragoso abundar sobre las defunciones acaecidas en tales ámbitos por la similitud mostrada con algunos ejemplos ya expuestos, sin embargo, la proximidad de la naturaleza ofreció una que otra posibilidad nueva a la muerte. El escritor Holocanto Severo, autor de El Libro de las Desapariciones, refiere con precisión de metrónomo...la candidez mostrada por algunos seres humanos, al enfrentarse con el futuro, los hizo decaer de prisa, entre estertores virginales, aunque la violencia y las muertes no decrecieron; podría decirse que alcanzaron destellos imaginativos excepcionales, como en el caso del nómada africano que al obtener una ranura y un estudio académico que mostraba la vida en el Polo Norte murió congelado en pleno verano ecuatorial. Es memorable y digno de estudios más profundos el suicidio colectivo de 200 monjes tibetanos tras descubrir en un chip compartido que Dios no era cosa que un holograma generado por un ordenador.
También resulta conmovedora la historia del propio Holocanto que tras quince años dedicados a concebir, investigar y redactar la que consideraba su obra cumbre, desperdició otros diez sin encontrar una editorial interesada en publicar El Libro de las Desapariciones. El autor dejó de existir poco después del décimo aniversario de su búsqueda inútil cuando recitaba, con voz atronadora, un pasaje de su libro en un mercado de Lisboa. Fue muerto por un húngaro que no estuvo de acuerdo con algunas opiniones escuchadas por accidente, pues de no haberse descompuesto el chip que lo llevaba en un paseo astronómico, nunca hubiera prestado atención al tipo barbado que agitaba las manos como un ave enorme imposibilitada de despegar.
El asesino escapó con el libro entre sus manos. No se percató del robo hasta que se encontró frente al estuario del Tajo. Un aroma salobre impregnaba el atardecer en que Cedrán Belakún comenzó a leer con paciencia infinita cada una de las historias recopiladas por Holocanto.
La policía descubrió el cadáver del húngaro una semana después.
Las investigaciones no encontraron razón lógica que explicara la muerte. El libro no estaba envenenado. La gente que comenzaba a desconfiar de los chips hizo correr el rumor de que había muerto de tristeza. Su historia no fue consignada en el Libro de las Desapariciones que fue editado al cumplirse un siglo del deceso del autor.
El lanzamiento editorial incluye un chip donde uno puede vivir en carne propia cada una de las desapariciones narradas con realismo inhumano y se ha convertido en un best-seller entre los sobrevivientes del holocausto que parece infinito.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ene/01