Cristal, Porcelana y Bronce
Eduardo Gil Moré
Cristal era la figura de una bailarina de ballet, procedente de Bohemia, transparente y grácil, recuerdo de un viaje a Praga. Estaba perpetuamente en precario equilibrio sobre la punta de su pie derecho, con la pierna izquierda doblada, y los brazos levantados en un gracioso ademán. Según cómo le daba la luz, tenía reflejos de todos los colores, a pesar de no tener ella misma ninguno.
Porcelana era una pastora, que ahora estaba muy lejos de los rebaños de su Sèvres natal. Despreocupadamente sentada en una roca, su cabeza, tocada con un sombrerito de ala levantada, se inclinaba hacia delante y hacia un lado. Una de sus piernas se extendía hacia delante, revelando el delicado pie y el perfecto tobillo, más allá de los pliegues de la amplia y larga falda. Y en su cara de facciones apenas esbozadas lucía siempre una sonrisa.
Ambas vivían junto a otras figuras y objetos de variado aspecto e interés, en una vitrina que adornaba una de las paredes del salón. Las dos eran, con mucho, lo más relevante del lugar, lo que provocaba que las cucharillas de plata, relegadas a un segundo término, ennegreciesen de envidia. Su vida era pacífica y tranquila, lo que se adaptaba perfectamente a su temperamento flemático. En seres hechos de materiales tan duros y quebradizos, los sentimientos se manifiestan de forma lentísima y gradual, ya que cualquier cambio demasiado brusco podría romperlos en añicos.
Por esa misma razón, su sentido del tiempo difiere mucho del nuestro, y tanto a Cristal como a Porcelana les habría resultado muy difícil decir cuánto llevaban allí. Por lo demás, no había incidentes dignos de mención, con lo que los días y los meses se fundían en un indeterminado sentido de duración. Alguna vez, cuando todo estaba oscuro, un llanto mínimo quebraba las tinieblas, provocando un leve tintineo en las copas de la vitrina, y algo parecido a un estremecimiento en las entrañas vítreas de Cristal. Pero pasaba enseguida; era una de esas cosas lejanas e intrincadas que les ocurrían a los humanos.
Un día, sin embargo, hubo un cambio. Se abrieron las puertas de la vitrina, y creyendo que iban a desempolvarlas, todas las copas se dispusieron, con su típica perversidad, a aprovechar la menor ocasión para escabullirse de los dedos y caerse al suelo, destrozándose en mil pedazos y dejando el juego incompleto. Pero no tuvieron la oportunidad, porque las puertas sólo se abrían para dar paso a una nueva figura. Se trataba de Bronce, el guerrero, adquirido en una tiendecilla de la plaza Sintagma de Atenas. Iba ataviado con un arcaico casco, y armado de espada y escudo. Lo colocaron cerca de Cristal, y cuando lo sintió cerca, ella tuvo un extraño destello, un fulgor insólito. Aunque muy bien podía tratarse de una jugarreta de la luz.
Bronce no fue en absoluto insensible al deslumbrante aspecto de Cristal. Sin embargo, estaba un tanto perplejo. Era la primera vez que veía algo semejante, y a pesar de su fascinación, se sentía absolutamente desconcertado. ¿Qué camino podía seguir para abordarla? ¿Qué preferencias podría tener la bailarina, qué detalles debería tener en cuenta? No tenía ningún tipo de respuestas para tantas preguntas. Pero tal vez la pastora, que la conocía de antes, pudiera echarle una mano. Así que armándose de valor, y haciendo gala de unos modales un tanto rudos, pero tímidos, le dijo a Porcelana:
-Perdona que te moleste, pero me parece que tú eres amiga de la bailarina, y quería pedirte consejo. Verás, a mí me gusta mucho ella, pero la verdad, no sé cómo abordarla. Tengo la impresión de que podría asustarse, por la espada y todo eso. Yo jamás había visto nada como ella, tan brillante, tan delicado. Parece que se pueda romper sólo de mirarla. Dime, por favor, ¿cómo debo dirigirme a ella?
-Que no te engañe su aspecto -dijo Porcelana, con un extraño tono, en el fondo del cual parecía vibrar una cierta irritación- Ya sé que parece muy inocente y muy pura, pero acuérdate que esas, a veces, son las peores. Tú habrás visto mucho, seguro, y ella, por mucho que aparente lo contrario, en el fondo es exactamente igual a cualquiera, incluso a la menos recomendable, y acabará haciendo las mismas cosas, porque busca lo mismo.
"Tal vez no debería hablar así, porque me temo que en el fondo estoy siendo desleal con ella. Pero es que me indigna que alguien fuerte y noblote como tú caiga en manos de esa arpía. Claro que es brillante. Yo también podría serlo, si sólo pensase en mí misma. Créeme, lo mejor, si ella se te acerca, será que no le hagas ni caso. Se hará la tímida e inocente, como si jamás en su vida hubiera roto un plato, pero como le sigas el juego, estás perdido. Coqueteará contigo, porque eso halaga su vanidad, pero es incapaz de decirte clara y francamente lo que quiere, lo que siente. En vez de eso, te vendrá con subterfugios y disimulos, como si le diese miedo, cuando en el fondo es más corrida de lo que te puedas imaginar.
"Mira, en el fondo me duele, porque la pobre tiene tan poco, que yo entiendo que intente hacérselo valer. Pero seamos realistas, ¿qué es, en el fondo? Nada, una pura apariencia, un reflejo, un chispazo. Mucho brillo, mucho relumbrón, pero seguro que a la hora de la verdad tiene muy poca sustancia. Yo de tí, me la sacaría de encima.
Entretanto, una extraña inquietud se había apoderado de la bailarina. Cristal intentó en vano razonar consigo misma. Fue inútil que se dijese que era un perfecto desconocido, que a juzgar por su aspecto se trataba de alguien violento y agresivo. Ni siquiera sirvió de nada que se argumentase que bronce y cristal no es una buena combinación, en la que ella era quien tenía más que perder. Se le hacía muy difícil considerar importante todo eso, especialmente mientras sentía los reflejos dorados de él en la superficie de su propio cuerpo, ceñidos a su torso, deslizándose por el perfil de sus brazos y piernas. No podía, no debía ceder, pero tampoco sabía cómo evitarlo. Así que decidió pedir consejo a Porcelana, que siendo mujer como ella, tal vez podría ayudarla.
Hizo pues oír el tintineo de su voz musical y purísima, y un tanto confusa, relató a la pastora sus dudas e inquietudes. Porcelana la escuchó con su impávida sonrisa, y dijo:
-Querida -y su tono al pronunciar "querida" hizo que Cristal no quisiera imaginar lo que podía ocurrir de tenerla como enemiga- me temo que tal como están las cosas, no tienes ninguna posibilidad.
Cristal se empañó de tristeza, pero se repuso enseguida, disponiéndose a escuchar atentamente a su compañera.
-Mira, querida -dijo la pastora- te voy a ser absolutamente sincera, es decir, seré tan desagradable como pueda. Tú eres centroeuropea, y en estas cosas no sois muy sutiles. Las francesas os podríamos dar unas cuantas lecciones. En primer lugar: no deberías ser tan abierta, tan franca, tan ingenua. Transparente, si me permites la expresión. No sabes disimular tus sentimientos, y eso es muy poco femenino. Conviene un poco de discreción, de ocultación, de misterio. Eso les gusta, a los hombres. Y la verdad, ¿a qué mujer le gustaría que se pudiese ver dentro de ella, a través de ella?
"Por eso mismo, no deberías ser tan descarada. Porque ya me dirás qué es lo que te tapa ese tutú tan corto, que es como si no llevases nada. Ya sé que tienes unas buenas piernas, pero no se trata de irlas exhibiendo, como si estuvieras en el mercado. Es mejor sugerir que desvelar. Yo sólo enseño el tobillo, por ponerte un ejemplo, pero seguro que eso les hace imaginar cómo será el resto.
"A tí te gusta ese soldadito. No necesitas explicarme lo que te pasa, porque te entiendo muy bien. Pero recuerda que aunque él llegase a corresponderte, jamás sentirá lo mismo que tú, porque no puede. En los hombres, ese sentimiento es más contenido, y reconozcámoslo, mucho más simple. A fin de cuentas, a ellos les toca llevar la iniciativa, y lo que sientan debe ser algo que los empuje a la acción, y no a perder el tiempo en cursiladas. No más de lo necesario, en cualquier caso.
"Insinúate, pero como por equivocación, como si se te hubiese escapado. No seas clara, déjale en la duda. Que se pase las horas preguntándose si de verdad le interesas o no, y así empezarás a ser importante para él. Pero no te precipites. Es muy sencillo, en el fondo. Lo mejor de todo es que ellos no lo saben, no sabe que al revés también podría funcionar. Así que ya lo sabes. Espero haber podido ayudarte.
Porcelana calló, y Cristal se quedó pensativa y confusa. Los consejos de la pastora le parecían muy atinados, pero había un pequeño problema: que se sentía absolutamente incapaz de seguirlos. Simplemente, no podía dejar de seguir aquel impulso, y no se veía con ánimos de domesticar y administrar su inclinación hacia Bronce. Se sentía embargada por algo así como una dulce tristeza, que la llenaba de resplandores azules. Pero no era una sola cosa, o al menos no era siempre la misma. Porque a veces se sentía invadida por una tímida y angustiada alegría, que casi la hacía tintinear. Y siempre, siempre, aquella tensión, aquella fuerza que se la llevaba sin que pudiera hacer nada. A lo más que pudo llegar fue a esperar el mejor momento para manifestarla, y eligió la situación en que la luz directa del sol la iluminaba por detrás. Ella sabía muy bien que así aparecía aureolada de reflejos irisados, y que estaba más espectacular que nunca, llegando a parecer de diamante.
Le habló a Bronce, diciéndole esas nimiedades que suelen decirse, como "no te había visto antes" o "pareces muy fuerte". Y al hacerlo, Cristal jugueteaba traviesa con los destellos. Bronce no respondió al principio, y cuando lo hizo, su voz resonó como una campana:
-Mira, bonita -dijo- más vale que nos dejemos de tonterías. Muñecas como tú las he visto a cientos, sé de sobra lo que buscan, y tú ni siquiera te tomas el trabajo de no aparentarlo. Si te empeñas, incluso podría hacerte un favor, aunque la verdad, no me interesa demasiado enredarme con una cursilonga como tú. No me fío de las cosas demasiado fáciles, y menos de las bailarinas. Ya veo que pareces atractiva, pero eso también es para desconfiar. Mucho brillo, mucho relumbrón, pero me parece que a la hora de la verdad vas a tener muy poca sustancia. Así que lo mejor será que me dejes en paz.
Cristal se encendió de vergüenza, con reflejos rojizos, luego se empañó de tristeza, y finalmente, estaba a punto de resplandecer de indignación. Pero tantos cambios, y tan rápidos, eran sumamente peligrosos, y no dejaron de tener consecuencias. No llegó a ser un chasquido, lo que se oyó; sólo un pequeño siseo. Y en el pecho de Cristal apareció una grieta estrellada, más o menos en el sitio en que podía haber estado el corazón.
-¡Qué raro! -dijo al cabo de unos días el dueño de la casa, mientras enseñaba la vitrina a un amigo- La bailarina, mira, se ha roto sola, sin que nadie la tocase.
-A veces -dijo el amigo, con aire de enterado- estas cosas tienen algún pequeño defecto, que no se aprecia a simple vista. No sé, una burbuja microscópica, por ejemplo. Y como haya tensiones internas, entonces basta un cambio de temperatura para que se resquebrajen. Algunas incluso llegan a estallar.
El dueño de la casa asintió, convencido y distraído a medias. Contempló la pastorcilla de Sèvres, y le pareció que sonreía más de lo habitual. Pero no podía ser, claro, y seguramente lo engañaba la memoria. ¿Cómo iba a haber cambiado? Lo sabe todo el mundo: las figuras, ya sean de cristal, de bronce o de porcelana, no tienen vida.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Jul/01