EL MANDAMIENTO

Carmen Simón

La sensación de tener dentro de mí dos corazones latiendo a toda velocidad, me obligó a abrir los ojos sobresaltada.

Giré sobre el costado izquierdo y con el rabo del ojo miré la hora dándome cuenta de que sólo había logrado dormitar unos minutos. Pasadas las ocho de la mañana me rendí; era inútil intentar dormir. Salí de la cama para darme un baño; de una silla tomé un par de toallas y me calcé las chancletas de hule. Al abrir la puerta del dormitorio el aroma del perfume de mi madre me recordó su presencia, lo que involuntariamente me hizo alzar las cejas y abrir grandes los ojos, como cuando de adolescente era pescada en alguna desobediencia. Ella había venido a pasar unos días a descansar de su asma.

Contra mi costumbre de tomar un café al despertar, entré directo a bañarme. Mis dos hijas ya se habían marchado a la escuela, así me lo mostraban las camisetas y los calzones regados por el piso, el bolso abierto de los cosméticos, las toallas echadas despreocupadamente al tubo oxidado de la cortina, un par de discos sin funda sobre la cubierta de la puesta debajo del lavabo y conectada. Sin embargo, en esta ocasión, ante el tiradero ni siquiera mascullé: pinches cuervas güevonas, ni troné la boca; me daba igual. Sólo deseaba estar dentro del chorro de agua caliente para apaciguarme, pues sentía que el ritmo cardíaco aún lo marcaban las rayas blancas. Me miré en el espejo y noté que en los párpados pesaban los tragos de alcohol y en las ojerotas las veintiséis horas que llevaba sin dormir; apestaba a tabaco también. Pero en el brillo de los ojos, el gozo se mostraba desvergonzadamente. Con la punta del pie y echando hacia los lados lo que encontraba por el camino fui haciéndome espacio, hasta llegar al tapete a la orilla de la ducha; quité las toallas mojadas y las coloqué en el toallero; la que cargaba en el brazo la puse en el mismo tubo; corrí la cortina y abrí la llave del agua caliente mientras me desvestía. Un minuto después estaba dentro del agua con el chorro sobre la cara, mientras comenzaba a reprocharme los excesos, sobre todo teniendo no sólo que ir a la oficina al día siguiente, sino una larga e importante reunión de trabajo a las diez y media de la mañana. Pero no lograba el arrepentimiento; la divertida, en verdad, estuvo buenísima. Después de lavarme el cabello y mientras me pasaba el jabón por el cuerpo volví a sentirme enredada entre las sábanas y las manos de Maggiani -como acostumbra que lo llamen-, quien en medio de la noche, y entre besos y caricias recién inauguradas, repetía con fuerza mi nombre y mi apellido en esa cama de cuarto de hotel.

A Maggiani lo conocí esa misma noche; llegó junto con Augusto, quien iba todo vestido de negro, como ahora se estila, y con María Teresa; luego se nos unieron una atractiva rubia cincuentona de minifalda, y tres cuates más bastante borrachos. Uno de ellos, peinado a la Elvis, ventrudo de tanto chupe y con un ordinario vozarrón que parecía haberse tragado un micrófono, intentó sentarse al lado mío, pero una maniobra certera de Augusto lo impidió; el otro era un moreno flaquísimo y el tercero tenía unos ojos bien azules y el cabello negro, negro. El lugar lograba un decorado, digamos, a la old style. Atrás de la carrera de la barra -que medía fácilmente doce metros de largo-, se extendían de techo a piso y de pared a pared, tres fenomenales anaqueles de madera, como de botica, pintados al aceite, de color crudo y llenos de botellas de todos colores y sabores; las ventanas de vidrios biselados eran guardadas por blancos visillos laboriosamente tejidos. La música en vivo, no obstante las pretensiones del lugar, era mediocre y estruendosa: baladas pop, de las que se usan para ambientar los supermercados o, quizá peor aún, porque desafinaban los instrumentos al tiempo que la cantante daba alaridos, mientras se le ponía la cara roja. Al poco rato de haber llegado, tal gritería comenzaba a ponerme de malas, pero recordé a una amiga cubana que decía: ante lo inminente relájate y goza, chica. Y, precisamente, eso hice.

María Teresa era una mujer soltera dedicada a un orfanato; los cuarenta años apenas se le notaban en las manos por unas cuantas pintas oscuras y algunas venas dilatadas. Sin embargo, los pómulos saltados y su escasa sonrisa daban la impresión de estar permanentemente tensa. Pero lo que más resaltaba era la forma de controlar su tiempo y sus posesiones. Durante las horas en que permaneció en el bar mantuvo apretada con la mano izquierda el asa del bolso que tenía en su regazo; en esa misma mano portaba un reloj, al parecer de oro, fuertemente ajustado a la muñeca, el cual consultaba a cada rato. Vestía pantalones negros y un saco cruzado color castaño, que siempre mantuvo abotonado; alrededor del cuello llevaba una mascada celeste, cuyo vértice caía al frente ocupando el pequeño triángulo que la blusa no alcanzaba a cubrir. Sus ojos oscuros eran profundos y buscaban con avidez comunicarse con quien estuviera a su alcance. Maggiani procuró su cercanía y se dio a la tarea de conquistarla; era algo así como un loco reto por poner a prueba la virginidad de María Teresa. Pero sus lenguajes eran opuestos. Después de varias rondas de tragos y de mayor número de intentos por abordarla, él se acercó a mí preguntándome qué le podía decir para que ella cediera -fuera de proponerle matrimonio. Yo, sabiendo que era inútil esa empresa, le aconsejaba una cantidad de pendejadas cursis que nos mataban de la risa y que, por supuesto, sonaban tan falsas que surtían el efecto contrario. Maggiani y yo llegamos al punto de confabularnos para sonsacar a María Teresa y durante más de una hora nos divertimos a sus costillas. Lo único que logramos fue que la pobre mujer abandonara repentinamente el bar, sin que nosotros sintiéramos el menor remordimiento. Augusto, con su cara de ángel de tiempo completo, nos echó con los ojos un reproche que, simplemente, rebotó en nosotros. Los demás no se enteraron de nada.

A eso de las cuatro de la mañana, cuando el alcohol ya nos trababa la lengua y hacía precario el equilibrio, Maggiani me dijo al oído que si no quería una raya. Le dije que sí y entonces me preguntó si nos íbamos al baño de los hombres o de las mujeres; mi risa detuvo un buen rato la respuesta y finalmente acepté que fuera en el de las mujeres. Y ahí fuimos los dos. Yo entré primero. Un fuerte olor a desodorante perfumado me recibió, junto con una larga pared cubierta por cuatro o cinco espejos de marco barroco produciendo un efecto multiplicador de imágenes sin fin. Revisé rápidamente que no se hallara nadie, con la mano le hice señas a Maggiani para que entrara y a tremenda velocidad nos metimos en uno de los privados cerrando la puerta con el pasador. Maggiani sacó un sobrecito opaco de la bolsa interior de su saco de lana y depositó una pequeña cantidad del polvo blanco sobre la tapa del excusado; en un santiamén picó y formó dos rayas con el filo de una tarjeta telefónica lamiéndolo después, y luego me ofreció un trozo de popote para que aspirara. En ese momento oímos un taconeo y la risa de dos mujeres. A pesar de sus kilitos de más, Maggiani se trepó de un ágil brinco sobre la orilla del excusado agachándose ligeramente para que no sobresaliera su cabeza. Al verlo en esa posición comencé a reírme y no podía parar; él, poniendo el dedo índice perpendicular a sus labios acompañados del popote, me pidió silencio. Yo me tapé la boca con las dos manos y agachaba la cabeza sobre el pecho haciendo un esfuerzo mayúsculo para no soltar la carcajada; sentía cómo mi cara se iba congestionado y casi no podía respirar, pero me aguanté unos cuantos minutos hasta que las mujeres se marcharon. De inmediato Maggiani saltó al piso y me dio el popote para que consumiera la raya; a mí la risa no me dejaba, por lo que aspiró primero. En tanto él guardaba el resto del sobrecito para más tarde, jalé de dos tirones mi dosis. Antes de abrir la puerta acercamos nuestras caras hasta sentirnos la respiración, lo miré coqueta y me dio entonces un par de besos apurados, casi como picoteando; con nuestro secreto, bajito nos reímos los dos. La salida del baño fue una repetición de la entrada. Antes de alcanzar nuestro sitio, tocó su frente con la mía, para quedar bien cómplices. Con las copas a medias, nada más encontramos en la mesa a Augusto, al del vozarrón y al de los ojos azules, que querían seguirla en casa de no sé quién. Maggiani me preguntó al oído si me quedaba un rato más con él y yo le contesté moviendo de arriba hacia abajo la cabeza en señal de aceptación. Pagaron la cuenta y, al momento de levantarse de la mesa, Maggiani les hizo un guiño y movió la mano derecha haciendo pequeños círculos, señal que los tres hombres comprendieron, pues se marcharon sin chistar siquiera. Maggiani ordenó al mesero un par de tintos más, que en realidad apenas probamos; luego extendió la mano invitándome a que me levantara de la silla, mientras me decía quedito al oído, están tocando nuestra canción. Y, ahí mismo, pegaditos a nuestros lugares, seguimos el juego iniciando un baile lento, suave; nuestros cuerpos se acercaban a cada paso. Un solo dedo de su mano izquierda sostenida en mi cintura entró debajo de la blusa apenas rozándome la piel. Lo miré fijamente a los ojos por un instante; nuestras bocas se buscaron y sus labios recorrieron los míos sin prisa, minuciosamente, como si fuera una tarea reconocerlos luego entre mil. Por un momento juntos fuimos dueños del tiempo. La música sonaba lejana, apenas perceptible; emanando tibiezas nos separamos lentamente y él me pidió que lo acompañara esa noche.

El agua de la ducha se enfrió haciéndome volver de los recuerdos. Abrí entonces los ojos, que se toparon con los húmedos mosaicos claros manchados por el tiempo; cerré las llaves, me envolví en la toalla y respiré profundamente. Consulté el reloj, eran casi las nueve y treinta; recordando la mentada reunión, me arreglé lo más pronto que pude. Al terminar de maquillarme, por un momentito me detuve frente al espejo y sonreí. Recordé la despedida, simple, afectuosa: el copete de su claro y lacio cabello le caía sobre la frente formando un cerquillo; sus mofletes pecosos me sacaron una sonrisa; solamente le dije chau e inclinándome sobre la orilla de la cama donde aún se encontraba, lo besé suavemente en los labios. En voz baja Maggiani sólo repitió mi nombre y mi apellido.

Bajé corriendo las escaleras y encontré a mi madre en el comedor con su bata de tono pastel y una taza de té en la mano; su mirada parecía clavada en el crucigrama del periódico. Le di un apurado beso en la mejilla y, antes de que pudiera yo dar siquiera un paso hacia la puerta, volteó a mirarme y me dijo con voz minúscula: aún hueles a alcohol; anda al baño y haz unos buches con el enjuague de menta. Paralizada, yo la miré detenidamente por unos instantes. Hubiera querido marcharme sin hacer caso de sus palabras, pero en vez de eso miré el reloj que marcaba ya las nueve con cincuenta minutos, solté mi bolso sobre la mesa y subí rápidamente las escaleras. Entré al baño y tomé el frasco verde de enjuague bucal que utiliza mi hija, lo destapé y me lo empiné directamente tratando de hacer una apurada gárgara. Pero me atraganté. Comencé a sentir que se me quemaban la garganta y la laringe; de súbito la respiración se me cortó y empecé a asfixiarme. Con la mano izquierda me así de la orilla del lavabo e inicié una lucha espantosa por lograr un respiro. Trataba inútilmente de jalar aire, mientras a un ritmo ajeno a mi voluntad, mi pecho jadeaba y emitía un silbido agudo, insistente, casi escandaloso. Un temblor en los brazos y en las piernas me atacó y apenas pude sostenerme de pie aferrando la otra mano en el lavabo. En ese instante, de golpe encontré mi cara en el espejo: estaba lívida, los ojos chorreaban enormes lágrimas negras y la boca abierta, como en un gemido, coronada por unos labios que habían olvidado el color rojo del labial, para tornarse morados. No podía pedir ayuda, ni tampoco dar un paso; simplemente no tenía fuerzas para reencontrar el equilibrio, las piernas pedían rendirse y caer. No sé de qué manera, pero logré pensar en que debía llegar a las escaleras y tirarme desde allí para que al menos me encontrara mi madre, ella tan cerca, ella tan lejos, eran sólo ocho pasos. Al soltar una de las manos del lavabo, con un rotundo no contestaron las piernas. Quedé de nuevo frente al espejo y me di cuenta de que iba a morir. Ahora sí que me voy a morir -pensé con absurda tranquilidad-, mientras ya sin compás mi pecho silbaba débilmente. Atravesé el espejo con la mirada y vi abrirse ante mí la visión de dos niñas jugando en una alfombra de pasto verde; árboles frondosos y largas ramas; cielo, nubes y sol, un fulgurante sol. Luego vino la penumbra extendiéndose como una mancha y los ojos, claudicando, se cerraban. Su voz, su dulcísima voz diciéndome es nuestra canción y ese dedo rozando mi cintura comenzaban a arrullarme. Un instante de luz interior insistió en que buscara tomar aire. Respondí apenas con la poca fuerza que me quedaba y, finalmente con la ayuda de una milagrosa arcada, entró el aire a mis pulmones. Tres o cuatro arcadas siguieron a la convulsión del estómago provocando un vómito ridículo. Caí lentamente al piso doblándome sobre las piernas, con las manos entrelazadas en el centro del pecho y los ojos echando lágrimas como surtidor.

Me salvé, me salvé, alcancé a murmurar roncamente, y reí sin arrepentimiento.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 09/Ene/04