Jacinta y Ramira o la única realidad

a Gabita

Lo moral es lo que da vida,

lo inmoral es lo que quita vida.

Carlos Fuentes, Las dos Elenas

Roger Metri

Jacinta estaba muerta. Era la única realidad en los aromas del viento que atravesaba el cuarto. En su reloj de fuego no quedaban horas. Se alimentó del aullido de los malos ratos y el silencio. Sus ojos espejeaban un sinfín de abreviaturas de un sueño acodado en algún infierno vital. Se quedó respirando el último posible momento de alcoba que le pertenecía, y la sonrisa en la que se propagó la noche eterna. Sobre su rostro se escribía un territorio que arrancaba un rumor y una hierba al corazón; lágrimas.

La madrugada llegó temprano. Jacinta había bebido poco. Cuatro copas para ser exactos. Ella entró a su casa llena de soledad y noche. Aún bajo la oscuridad, las pupilas le brillaron de ansia. Las manos adheridas a la pared incendiaron la cal, rasgándole el alma. Cerró la puerta y dejó su pasado en la madrugada.

Los colores danzaron. No había palabras para definir la palidez de las sombras y la distancia entre ellas y sus ojos. Todo estaba fuera de sitio; depresión. Una voz parecía nombrarla con insistencia. También se sintió angustiada. Algo pesado en los hombros. El dolor le creció infinito en los poros. Respiraba como si mujer y espejo fueran cómplices. Para constatar la connivencia, encendió la lámpara junto al tocador. Suspiró. Un segundo respiro desenzarzó el tiempo enredado en los cabellos. Quiso huir de sí misma. Reinventarse. Vestirse con una nueva piel para liberar el olor a la otra; su celda habitada de heridas. No pudo. Con las manos firmes en el cajón obtuvo estabilidad suficiente. Trapeando la desdicha se quitó los aretes mientras el amanecer se hacía presente. Los guardó en el cajón. Miró algo por un instante en el interior y lo cerró. Estaba tranquila y quieta. Una serenidad que puede arrojar muchas verdades a la cara.

Jacinta se desmaquilló. Naufraga la complicidad. Se quitó la peluca y la falda. Cayeron al suelo igual que el sol sobre las tumbas sin decir nada a los muertos. Se arrancó las pestañas y, en cada una de ellas, un secreto. Al hacer más clara su imagen, mujer y espejo comenzaron a desentender la similitud que las unía. Rodaron la blusa, los calzones de seda y las tetas postizas. Se desmontó y se rompió la unicidad.

Jacinta cogió del cajón un cuchillo africano que había guardado en un joyero persa, herencia de su madre.

Lloró en silencio: lo normal es lo que es. Lo normal es lo que está. Lo normal es la realidad.

Y terminó con esos dos seres disímiles pero idénticos que eran su realidad ineludible.

 


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 01/Oct/12