Danza Delirante

Severino Salazar

Esta vez venía de la Comarca Lagunera. Y, como casi siempre, llegué a Zacatecas la noche de navidad, pero ya muy tarde, pues en estas épocas es cuando el trabajo más se me amontona. El taxista -el cual me bajó de la terminal al hotel -me dijo que había estado lloviendo todo el día, pero que en cuanto oscureció, había escampado. Me lavé los dientes, la cara, ordené mis cosas en el cuarto, cambié mi saco de pana por una chamarra gruesa, me enredé una bufanda en el cuello y salí a la calle sin rumbo ni planes. Sólo quería encontrar un lugar para tomar y comer algo ligero. Era ya muy tarde para hablarle a Rusti o a Cuauhtémoc; aunque estaba seguro que estarían despiertos y en sus respectivas casa, no quería incrustarme en sus ocupaciones navideñas a última hora. Mañana me comunicaría con ellos para lo de la cruda y el recalentado. Tenía muchas razones para sospechar que a sus esposas no les agradaba mucho que un solterón empedernido anduviera de sonsacador de sus maridos; pues ahora, que viajaba por la parte norte del país para promocionar los CD de mi compañía, me daba la oportunidad de verlos más seguido. No obstante, prefería encontrarme con ellos en alguna cantina o en sus lugares de trabajo. Ahí ellos eran más libres, y yo también.

Por lo tanto, estaba decidido, sin autoflagelarme ni cosas por el estilo, a pasar las mejores horas de la navidad solo. Me fui caminando por la avenida principal, pasé frente a la catedral, seguí dos cuadras hacia arriba y todo estaba cerrado: las cortinas de los aparadores bajadas, con sus enormes candados en el piso.

Empezó a chispear: los pedazos del suelo que ya se habían secado se volvieron a humedecer.

Me sentí más desolado que un fantasma. Sin embargo, por las calles, adornadas para la navidad, de pronto pasaba un coche aplastando y cambiando de lugar los pequeños charcos sobre las baldosas, donde se reflejaban los palpitantes foquitos de colores de las guirnaldas que pendían del cielo de la ciudad; como si sobre el piso mojado estuvieran tirados los vitrales de la catedral después de un desastre. Soplaba un viento tan frío, que lo sentía hasta en los cabellos. De todos modos, siempre me siento contento cuando regreso a Zacatecas, una extraña euforia me pone a recorrerla como si yo fuera un turista que llegara por primera vez.

De las ventanas de algún balcón iluminado, por aquí y por allá, se derramaba hacia la calle la luz interior, la música, los ruidos de las conversaciones o los cuetes. En las entrañas de la ciudad se celebraba la fiesta íntima de la navidad. Y yo me sentía excluido de ella.

Nada más por no dejar, decidí encaminarme por último hacia el jardín Independencia, aunque de antemano ya estaba seguro de que no iba a encontrar nada abierto. De ahí me fui al hotel con la certeza de ser la única persona en toda esta ciudad que no tenía con quién celebrar las fiestas navideñas. Pero cuál no va siendo mi sorpresa: al llegar a las puertas del hotel me di cuenta que enfrente, el mesón La Mina, estaba abierto. Y lo extraño: hacía rato, al salir, no me había fijado en ese hecho. Me cambió el humor, pues es uno de los lugares más frecuentados por mis amigos. Y pensar que por una hora había buscado a lo tonto.

Entré con mucho gusto, y aunque pensaba que no me iba a encontrar con nadie conocido, cuando menos podía tomar un par de copas y comer algo antes de irme a dormir y descansar. Era mejor que estar en la casa de cualquiera de mis amigos, con sus esposas y sus escuincles gritando y brincando de aquí para allá, que al final de cuenta uno ni pude platicar a sus anchas, y si no se puede hacer eso, no vale la pena juntarse con ellos. Los procuro para echar una buena platicada. Después de los años he descubierto que una de las ocupaciones humanas que más me gusta es la conversación. Yo vine al mundo a platicar. Estoy ahora convencido de que ésa fue la misión que Dios me encomendó. Por la misma causa, tampoco me dio una pareja: muy probablemente con su pareja nadie conversa tan sabroso. Estoy contento al saber que no me he perdido de nada. El único problema es que mientras las palabras salen por la boca, por ahí mismo deben entrar bebidas, comidas y humo; y lo demás que esto implica. Bueno, digo yo, todo tiene un precio. Y yo lo pago con agrado.

Pero quién me iba a decir que ésta no era una noche de gratísimas sorpresas. Caminé por lo que debió de haber sido originalmente un zaguán, ahora el restaurante, y luego hasta un rincón -bajo un arco de cantera de lo que fue el patio- donde se hallaba el bar en penumbras. Frente a la hermosa barra de caoba labrada y brillante estaba el único parroquiano. Yo únicamente veía sus espaldas. La parte superior de la barra era de vidrios opacos y estaba iluminada por dentro. La luz venía de abajo.

Cuando me acerqué, él volteó a sonreírme como si me hubiera estado esperando. Nos reconocimos al mismo tiempo. Era Felipe Castellanos. Nos dimos un abrazo bien fuerte. Luego, sin separarnos, nos quedamos viendo nuestras respectivas caras por unos cuantos segundos, para continuar el abrazo y las consabidas palmadas en la espalda. Yo estaba feliz por verlo después de tantos años y ante la perspectiva de pasarme con él las horas restantes de esta navidad. Nos empericamos en unos bancos muy altos y quedamos en cuclillas, con los tacones de nuestros zapatos atorados en los tubulares. Nos tocábamos con las rodillas. Empezamos a hablar simultáneamente, arrancándonos la palabra, dejando conversaciones a medio camino para emprender nuevas. Había mucho que averiguar sobre los amigos vivos y los amigos muertos, y el uno del otro.

Yo empecé a tomar compulsivamente por el gusto de verlo. Recuerdo que a cada rato pedía una cañita de tequila añejo con una cerveza para bajarlo. Así me la llevé toda la noche.

Felipe se veía flamante, como acabado de salir del vapor. Su pelo lacio, abundante, un poco terco, bien envaselinado, se veía azul con los reflejos de la luz de los arcoiris de neón con los que estaban decoradas las paredes y los pilares del bar. Sus dientes grandes y anchos, parejitos, brillaban cuando los humedecía con los pequeños sorbos que le daba a la rara bebida que tenía enfrente de él. Pensé que su odontólogo en realidad era un artista, pues la última vez que lo había visto le faltaba un diente de arriba y otro de abajo.

Y me ofreció su vaso. Le di un pequeño sorbo a la bebida verde lechoso con sabor a menta, yerbabuena, ron y leche condensada.

Era la imagen de alguien que está más allá del triunfo, de la juventud, de la salud, del bienestar. Tenía razón, se veía angelical. Y este rápido balance que había hecho de él en mis adentros, me puso en la lengua la siguiente pregunta:

Felipe Castellanos y yo nos habíamos conocido en el Colegio de Propaganda Fide de Guadalupe. Y junto con otros tres amigos nos habíamos volado las bardas del mismo seminario también una navidad -mucho tiempo atrás- ante la inminencia de pasarnos la noche rezando y cantando villancicos. Cuando al día siguiente, ya de tarde, habíamos regresado, no nos quisieron recibir. El director nos dijo que se había obrado un milagro: las manzanas podridas solitas habían brincando fuera de la canasta. Después, los cinco entramos a la preparatoria del gobierno y luego a la universidad. Después, cada quien ganó por un camino diferente.

Estaba impresionado por cómo se veía Felipe Castellanos ahora. Pues la última vez que me lo encontré, hacía ya algunos años, su cara estaba toda abotagada, llena de moretones, sin rasurar, los ojos vidriosos, los labios partidos, llenos de rajadas con sangre. En pocas palabras: un teporocho. Me hubiera dado vergüenza que me vieran con él.

También me acordaba que un día en la terminal encontré a Jesusita, su madre -a la cual conocía y quería mucho, pues Felipe Castellanos era muy dado a llevar a sus amigos a su casa para que convivieran con su familia, y uno llegaba a estimarlos tanto como a él-, la cual me había dicho:

-Qué bueno que te fuiste muchacho. Ya casi todos tus amigos se murieron, y en la flor de la edad; si no de alcohólicos, sí a consecuencias del alcohol. Ese maldito vicio...

Y también recuerdo que aquella última vez que me lo había encontrado le juré que pronto nos juntaríamos a tomar unas copas a su salud. Se lo juré para que me dejara ir, para deshacerme de él en ese momento. Estaba necio e inaguantable, andaba en una parranda ya de varios días. Recuerdo que era la época de las posadas, porque le dije: nos vemos en la navidad, la pasamos juntos si quieres, pero ahora no, tengo mucha prisa. Y el me dijo: para nada hay prisa, más que para beber. En la navidad, en la navidad, insistí. Hasta luego.

Sin embargo, ahora estaba frente a la misma imagen de la pulcritud. Felipe olía a nardos, y sus palabras a menta y yerbabuena; el blanco de sus ojos era casi azulado. Traía puesta una camisa color crema de cuello muy largo, cuyas puntas caían como alas de gaviota sobre las solapas de un saco azul marino, como si acabado de salir de la tintorería. Ahí traía prendida la carita de un rubicundo Santaclós encapuchado de plástico o de cera. Probablemente se la habían puesto en la fiesta en la que acababa de estar. Hasta me sentí un poco en desventaja, pensando cómo me vería él, cuál sería su evaluación de mi persona. Yo que había trabajado y viajado todo el santo día; no era justo. Debí de haberme bañado, rasurado y puesto un traje negro con una camisa blanca. Me quité la bufanda, la doblé y la puse sobre el banco a mi lado.

Nos hallábamos como en un remanso de la conversación, mientras el cantinero nos servía otras copas. No recuerdo cuántas nos habíamos tomado ya. En esos momentos nos encontrábamos un poco desinflados, como si hubiéramos dejado salir todo el entusiasmo de un sólo golpe y estuviéramos reponiéndonos de ese parto glorioso.

Yo iba de sorpresa en sorpresa, cuando el cantinero me acercó mi vaso, reconocí a Leonardito, quien había permanecido en el fondo de la noche y de nuestra conversación, moviéndose de un lado para el otro, limpiando vasos y botellas con una franela roja en cada hombro, reacomodando el sarzo del cual colgaban las copas de vidrio de todos lo tamaños, que bocabajo pendían casi sobre nuestras cabezas y jugaban con la luz de neón de las paredes y la que salía de la superficie de la barra, pues ésta estaba alumbrada desde adentro, como creo que ya dije, y las del pequeño nacimiento colocado en un extremo de la estantería, al final de una formación de tarros de cerveza.

Leonardito, el Chamuco, era famoso en el mesón La Mina ya que los seis últimos meses de cada año se los pasaba ensayando una pastorela que se escenificaba en las explanadas de Lo de Bracho, en la cual él invariablemente representaba al diablo. Él cerraba el espectáculo -y su participación era la más esperada- con una danza delirante en medio del espacioso escenario. Ejecutaba su coreografía como fuera de sí, al mismo tiempo, un amplio y elaborado tocado, como un árbol, de hilos de pólvora, cuetes y luces de bengala salían disparados hacia los cuatro puntos cardinales. Inmediatamente después de que terminaba su baile, empezaban a arder dos o tres castillos de pólvora, y era como si él también le hubiera prendido fuego de colores a todo Zacatecas. Significando el triunfo del demonio sobre la tierra o, más bien, que éste se quedaba como encargado de los asuntos terrenales mientras el buen Dios, de los cielos. Cuando la pastorela llegaba a su fin, la gente soltaba un suspiro de alivio, se hallaban como desguanzados, por la tensión del espectáculo. Se iban a sus casas contentos, ya que con su corazón había experimentado algo fuerte y, aunque inexplicable, estaba la certeza de que se trataba de algo primordial.

A pesar que se tapiaba bien los oídos con cera, Leonardito se quedaba temporalmente sordo y mudo como una tapia. Decía que una tronata y un zumbido horroroso estaban encerrados en su cabeza, que no lo dejaban hablar. Tardaba más de un mes en recuperarse, hasta que su mundo se volvía a poblar de sonidos. Y lo hacía como si estuviera saliendo de un sueño bello y reparador.

Él mismo era un alma de Dios. Y sus amigos no se podían explicar por qué ponía toda su atención, energías y recursos, se tomaba tanto tiempo en la preparación y ensayos de la pastorela casi para nada, ya que ésta se representaba sólo una vez, la madrugada de la navidad. Y acordándome de eso, de repente, le dije a Leonardito:

Yo me estremecí, me quedé frío pensando en lo fácil que se pueden erosionar las tradiciones que parecían tan arraigadas. Le pregunté:

Fui al baño, que estaba hasta el otro extremo. Cuando regresaba vi el bar desde lejos: todo él desprendía un resplandor que bañaba de luz mortecina el resto del espacio. Visto desde lejos, parecía un escenario, un nacimiento que daba también alegría. Como si la barra fuera un pesebre del cual salieran rayos de luz. Las hileras de copas de cabeza eran como campanas al vuelo y todos los frascos, tarros, casos y botellas brillaban como una constelación de ese universo inmenso donde Leonardito reinara como el amo y señor. Noté que apenas me podían sostener mis pies. Estaba borrachísimo y no sabía cuánto tiempo llevábamos en este lugar.

Para probar mis fuerzas, caminé hasta la puerta de entrada. Respiré hondamente el aire frío de la noche. La llovizna se había solidificado. Enfrente estaba mi hotel, y eso me dio energías y seguridad. Diminutas bolitas de nieve jugaban, como si tuvieran vida propia, alrededor de las lámparas del alumbrado público y luego caían en remolinos al suelo. Los pequeños copos de nieve se iban acomodando sobre todas las superficies horizontales; al día siguiente la ciudad estaría blanca. Sin embargo, se trataba de nieve efímera, que solamente dura medio día.

Me regresé como pude, dando tumbos, a mi banco junto a Felipe Castellanos. Éste se veía muy tranquilo y paciente. Me esperaban él, otro vaso de cerveza y una cañita de tequila. Apenas me podía sostener derecho. Y él se seguía viendo como si acabara de salir del baño después de haber hecho ejercicio. Yo sentía que el tequila adormecía mi cuerpo y le daba rigidez a mis labios. Las palabras se me enredaban en la lengua y los dientes.

El niño Dios era mucho más grande que los peregrinos. Se puso muy serio. Después de meditarlo un buen rato y de hacer intentos fallidos por hablar, como tratando de llegar a una conclusión exacta, me dijo:

-Lo único espiritual que existe es lo que está adentro de esas botellas -señaló con su copa hacia los estantes cargados de bebidas embriagantes de todas clases, de todos los lugares-. Y alégale al ampayer -esto último era uno de sus dichos favoritos. Cuando lo pronunció, apuntó hacia Leonardito.

No supe cómo salí de la cantina y llegué al hotel. O más bien, cómo cruce la calle para meterme a mi hotel. O quién me trajo hasta mi cama, me desvistió y me echó encima estas cobijas.

Según mi reloj, ya es media mañana. Me visto y me abrigo bien. Salgo del hotel y me dirijo al mesón de La Mina.

Dos meseros -uno viejo y otro joven- limpian el piso con abundante agua jabonosa, la cual hacen correr entre las patas de las mesas, pues las sillas están patas para arriba sobre éstas. Camino con mucho cuidado -para no resbalarme- hasta el rincón donde se encontraba el bar y bajo el arco de cantera sólo hay un mostrador viejo de caoba arrinconado, una ruina; y sobre éste hay licuadoras, extractores de jugos, cuchillos e hileras de vasos de vidrio; en los decaídos anaqueles hay papayas, sandías, plátanos, naranjas, piñas.

Les di las gracias por quitarles su tiempo y salí de nuevo a la calle sintiendo una tristeza infinita. Me toqué la cabeza para saber si yo era real o si también era un producto de mi propia imaginación, y no la sentí. Toqué mi cara y tampoco. Mis dedos se hundieron en mis ojos, en el vacío, todo yo era inasible. Todo yo era como hecho de niebla, de esta misma niebla que escurría de las montañas y ahora envolvía los edificios de cantera rosa.

Entro apresurado a mi hotel. Subo a mi cuarto y ya está ocupado por otra gente. Soy, me doy cuenta, uno más de los fantasmas que cada navidad salen a recorrer las calles de esta vieja, querida ciudad.

Texto tomado del libro Cuentos de Navidad, Severino Salazar, DAGA editores, 1997, con la autorización del autor y del editor.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Ene/00