Un descuido mortal
Francisco José Morón Sosa
Siempre he creído en las casualidades, quizá por esa razón, cuando aquella tarde de invierno tropecé con ella en mi garito preferido, no dudé en pensar que era una señal del destino y que tenía que replantearme mi vida sentimental. Por aquel entonces, mi vida caminaba ligada a la de Beatriz, una guapa modelo que de buenas a primera apareció en mi camino y que desde el primer día se convirtió en mi guía. Aunque ya llevaba algunas copas de más, y el alcohol comenzaba a hacer efecto en mi cabeza, todavía podía articular palabra sin que se notase la borrachera. Así que, aprovechando que Beatriz llevaba una semana fuera rodando un anuncio y que no volvería hasta el domingo, me acerqué a aquella rubia y la invité a una copa. ¿Por qué estar sólo en casa si puedo charlar con alguien?, me preguntaba a la vez que me dirigía hacia ella.
La conversación resultaba absurda, sin embargo, tampoco se podía esperar más de un borracho fracasado como yo y de una chica que a la vez que te está diciendo que no quiere que la invites a una copa, no aparta sus ojos de tu paquete.
Aquella primera copa hizo que después de tres horas de charla absurda y cuatro güisquis, Lucía me invitase a tomar la última en su casa, "un coqueto apartamento cerca de allí y donde tenía un güisqui de malta que no podía dejar de probar".
Y aunque mi memoria se pierde y no me deja recordar con exactitud qué pasó en aquel oscuro apartamento, lo único de lo que sí estoy seguro es de que amanecí desnudo, sobre un camastro vestido con sábanas negras de seda, con la boca más reseca que nunca y sin rastro de aquella rubia llamada Lucía. Eran cerca de las diez de la mañana. Tenía que levantarme e inventarme una excusa decente para Beatriz, no podía permitir que aquella desastrosa noche fuese el motivo por el que me abandonase.
Todo era confusión en mi cabeza, me monté en el coche decidido a conducir hasta mi casa y despojarme de aquella ropa que apestaba a humo, sudor y sexo, y clavarme en el trabajo hasta la hora de comer, momento en el que llamaría a Beatriz y le contaría todo lo sucedido. ¡Cómo que lo sucedido!, gritó una repugnante voz en mi interior. Sí, tenía que contarle la verdad, no podía escuchar las maldades de mi otro yo, debía confesar y asumir el peso de mi pecado.
Sin embargo, cuando más convencido estaba de que lo mejor que podía hacer era contarle la verdad a Beatriz y confesarle que estaba arrepentido y que no podía vivir sin ella, por lo que le pedía una oportunidad y que me perdonase, mis ojos húmedos y cansados chocaron con mi amada y ese imbécil de Andrés. El compañero perfecto de trabajo, ese niño con dinero que nunca ha sentido la necesidad de ganarse la vida y que al no conocer la dificultad, no daba nada por perdido.
Parecían dos perros salidos. Ella apoyaba su espalda en la pared mientras él deslizaba sus manos por sus muslos e iba poco a poco descubriendo el calor de su pubis. La empujaba con fuerza. Los dos cuerpos parecían estar pegados. Estoy seguro de que la penetró allí mismo, sin reparar en que podían estar viéndolos y sin tener en cuenta que allí, en el bloque de enfrente vivía yo, su novio.
Sin darme tiempo a reaccionar, desaparecieron. Entraron en el portal número diez de la calle Salamanca, camino, seguro, de la cama en la que follarían sin parar. Esa era la triste realidad. Por mi cabeza pasaron muchas cosas. No fui capaz de aparcar el coche y subir hasta mi casa. Dejé pasar el tiempo sin saber qué hacer con mi vida, pues aunque era consciente de que mi comportamiento había sido dantesco, mi corazón era de Beatriz y lo único que quería era buscar la manera de poder salvar nuestra relación y comenzar una nueva historia de amor.
Por extraño que pareciera, en aquel momento en el que la lluvia se había apoderado de la situación y la tormenta amenazaba un día desastroso, lo único que quería era poner punto y final a mi pasado y darme una nueva oportunidad. Beatriz apareció sola. Bajó el escalón que separaba el portal de la acera y mirando al cielo se puso la capucha de su chubasquero negro. Caminaba despacio, así que sin pensarlo salí corriendo tras ella hasta que la alcancé.
Cada vez estábamos más mojados. La fuerte lluvia no entendía de momentos, por lo que mi enredado y sucio pelo comenzó a descolgarse por mi rostro a la vez que las gotas de agua comenzaban a apoderarse de cuerpo.
-Beatriz, te quiero. Necesito que estemos juntos y seamos felices, no quiero perder el tiempo en recordar viejas historias, sólo quiero saber si estás dispuesta a comenzar una nueva vida conmigo, porque te prometo que si decides agarrarte a mi brazo y acompañarme a nuestra casa, haré todo lo posible porque la felicidad sea el único argumento de tu vida.
Me miró. Dejó que las lágrimas recorrieran sus huesudos pómulos y dándome un beso en la frente se marchó. Permanecí en silencio. Agarrado a las gotas de agua vi cómo su figura iba desapareciendo. Ahora, ya hace más de dos semanas que desapareció de mi vida. La vida es así de cruel. Uno cree que está preparado para todo y que jamás terminará enganchado a otra persona, sin embargo, cuando menos te lo esperas, el destino baja sus párpados se entrega al sueño y permite que el dolor nos inunde. Reconozco que mi vida no tiene sentido desde que ella me abandonó, pero a la vez me duele reconocer que en realidad yo también la empujé a alejarse de mí. No puedo esquivar mi culpa y dejar de reconocer que mi inmadurez sólo me ha llevado a destrozar mi vida.
Los días pasan y cada vez encuentro menos motivos por los que seguir viviendo. Ya no me queda nada por lo que luchar, quizá por eso estoy escribiendo estas líneas de despedida. Quiero que mi muerte sea mi última decisión. Hoy acabaré con todo.
El teniente clavó sus ojos en el texto que yacía sobre él
papel, y que, a su vez, era soportado por la mesa. Tras varios minutos de lectura, el viejo teniente levantó la mirada y dijo que el caso estaba cerrado, se trataba de un vulgar suicidio, como calificó a la hora de rellenar el expediente. Mientras, el joven agente, no pudo evitar la tentación de acercarse al cuarto de baño y echarle un último vistazo al cadáver, quizá para convencerse de que el amor sólo te puede enseñar a bailar con la muerte. <<El destino de un amor verdadero es el sufrimiento. Jamás se es feliz>>, se dijo mientras cerraba los ojos del desangrado amante.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Nov/00