Dios ha muerto

Jaime Mesa

Los primeros elevaron la vista y vieron el temblor del aire. El armatoste descendía envuelto entre pedazos de estrella. Al principio fue como un flamazo torrencial. El rugido se desbordó por entre los huecos del viento y las grietas húmedas de la iglesia. El santo patrono terminó sobre las lozas raídas del patio frontal.

La fiesta en el pueblo se apagó, desde todos los rincones se vio aquel armatoste incendiado que, a pesar de la caída fulminante, encalló parsimoniosamente en el atrio de la iglesia.

La gente que mejor vio la avalancha sideral quedó despanzurrada y esparcida abajo de la espalda de aquella mole.

El armatoste cayó bocarriba con ese cuerpo de leña verde que media más que cualquier casa del pueblo.

Las personas, alrededor del bulto, sólo sintieron el alma hervir y los pedazos de pielmadera que aún revoloteaban como resabio de caos.

El cachivache exhalaba una pátina roja sobre las caras asustadas.

El nicho, sin su capa de terciopelo, aspiró el aire funesto. Su lugar seguro dentro de la iglesia se diseminó. El cirio se tragó la llama y el rostro de la imagen antigua de la virgen desapareció en la penumbra. El último altar del pueblo se extravió.

Empezó a oler a mierda y a sangre nacida en partos de planetas.

Afuera, la estatua crujía. El manto de madera con sus verdes y sus quemadas negras hacía pensar en una triste imagen descascarada.

Sin embargo, el infierno estaba en sus ojos. Los grandes ojos agrietados aventaban brillos certeros. De repente alguna cabeza de demonio brincoteaba sobre la pupila enorme que parecía un caldero de espumarajos de tormenta y gritos oscuros. Y, entonces, el ojo se volcaba en susurro de nube nueva.

El silencio carcomía las voces de los niños y las mujeres viejas se arrodillaron con los agujeros de la cara desgarrados en lágrimas. Los danzantes huían como rehiletes de confusión. Ese retumbo de incertidumbre despertó hasta a los borrachos calcinados en pulque. Ningún hombre supo que hacer, ni cuando el Padre Santa María salió de la iglesia escondiendo el miedo entre padresnuestros y avesmarías. El Padre vio el accidente, desde su mirada más lejana y, entonces, reconoció las facciones y el aroma del todopoderoso sepultado a medias entre las baldosas despedazadas.

Ni la garganta vieja del Padre, ni su lengua entumecida pudieron hacerse cargo del peso de las palabras que debía decir. Su semblante petrificó para siempre la certeza de que tirado ahí, con los brazos y el cuerpo en cruz, se encontraba Dios.

Los ojos de los presentes estallaban en visiones fragmentadas. Sus pieles reflejaban las nubes descarnadas por donde Dios había caído.

Era una verdad sutil. El miedo ganaba terreno lentamente, pero cuando el Padre Santa María se desmoronó dentro de su frágil cuerpo, vencido por la tos, el temor se desdobló por completo.

La multitud explotó y se regó en el río de personas que corrieron a su lugar más seguro.

El armatoste celestial siguió consumiéndose en un fuego casi transparente. El rostro se apagó bajo una costra pálida que, sin embargo, dejó ver la magnificencia de las manos que, aunque retorcidas, aún conservaban el hálito del paraíso.

La gente se transformó en un sólo silencio eterno. No hubo nadie que se atreviera a abrir de nuevo los ojos, algo en su interior, les sugería cerrarlos antes de que llegara la nueva noche.

El último viento diseminó la ceniza de la primera piel quemada de la mole.

Dios había muerto frente a la iglesia en ese pueblo descascarado en el tiempo, en ese pueblo lejano, ausente, desde el cual empezaría todo.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Dic/99