El Adobe

William J. Camacho S.

Mientras pedaleaba trataba de limpiarse las lágrimas que le entorpecían la visión. Ya iba saliendo el sol, lento como siempre, pero puntual. La bicicleta parecía temblar igual que su motor humano, y éste, casi sin aliento, masticaba las últimas hojas de coca que le quedaban. No podía dejar de pensar en su cholita, graciosa mujercita apenas salida de la adolescencia. La amó desde el primer día que la vio, o tal vez desde el primer día que ella se dignó a mirarlo. Lo cierto es que esa fiesta, cuando se la robó, fue la mejor de su vida, por fin se había animado a hablarle y ella no fue indiferente a sus trajines de conquista.

La carretera se le hizo visible: larga línea de asfalto que chocaba contra las brillantes hojas de zinc que coronaban las primeras casas de la ciudad. "Me falta poco", pensó, y tal vez la proximidad de su destino hizo que aumente un poco el impulso que daba a las ruedas con sus delgadas, pero fibrosas, piernas de labrador. Vio un grupo de pequeños, vestidos correctamente con el mandil blanco, caminando hacia su escuela. Sus hijos tendrían que hacer caminatas semejantes dentro de algunos años, el mayor tenía cuatro y las mellicitas tenían dos y medio. Qué feliz se puso cuando la Lucinda le dijo que estaba esperando. No dudó en gastar algunos pesos en una lata de alcohol y junto con su padre, su suegro, cuñados, padrinos y algunos amigos, emborracharse por su primogénito. Fue la primera noche que pasó sin la Lucinda, ella no se enojó, o por lo menos no tanto como habría de enojarse las veces siguientes. El bautizo fue una gran fiesta. La cosecha había sido buena y, aunque el dinero no abundaba, se podían dar el gusto de organizar un festejo mayor que el de sus sobrinos. Bebió tres días seguidos. Ella sólo uno. Tal vez por eso fue casi imposible dejar de caer en la tentación de revolcarse con la Matilde. Cuando la Lucinda se enteró le dio tal paliza que casi la mata. A él le llegaron un par de sopapos, pero obviamente, como macho no podía permitir eso, o sea que por cada sopapo recibido, él devolvió unas cuatro patadas y ocho puñetes. Una paliza suave, se podría decir.

Cuando ya se tiene la vista puesta al lugar donde se quiere llegar, es increíble como éste parece no acercarse nunca. Pedaleaba como si estuviera en competencia, pero sus ojos no lograban divisar más que el brillo del sol que emanaban las calaminas de la urbe. Estaba muy cansado, casi tanto como aquel año en que la cosecha fue mala. Tuvo que trabajar en lo que pudo para conseguir dinero. Fue la primera vez que fue a la ciudad de El Alto. Un amigo le dijo que allí se necesitaban albañiles, que había harto trabajo. El amigo no mintió, pero se olvido decirle que los sueldos eran miserables. Para ahorrar tuvo que dormir en las calles, comer sólo pan, beber sólo agua. Llegó a trabajar en dos construcciones a la vez. Cuando volvió a su pueblo, la Lucinda ya no creía en la Virgen, tres meses de hambre la habían obligado a comerse su fe. Él mismo no tardó en convencerse de las ventajas que traía consigo el cambiar de religión, sobre todo cuando le regalaron esos quintales de azúcar y harina. Pero no pudo desprenderse de una vieja costumbre: beber. Lo hacía a espaldas de los hermanos del culto, pero no podía ocultárselo a la Lucinda, que después de cada borrachera lo recriminaba, "Como si le hubiera gustado recibir palo", pensó. Cuando los hermanos empezaron a sospechar que los moretones que llevaba la Lucinda en el rostro no eran producto de accidentes caseros, él, hombre despierto, decidió dirigir su furia hacia otro lugar, menos visible obviamente, de la anatomía de su mujer. Asunto arreglado.

Entró en la ciudad, que empezaba a despertar, con las piernas entumecidas por el esfuerzo, pero al saberse cerca de su meta, trató de no desfallecer. Él nunca se había dado por vencido. Siempre fue bien hombre. En el cuartel le habían puesto de apodo "el adobe". "Por lo duro", decía él; "Por lo tara", decía el sargento. Pero su dureza se esfumó cuando vio a su Lucinda tendida en el piso, con el charco de sangre debajo su cabeza, como si fuera una almohada, algo que siempre quiso tener. Los ojitos del Marquitos la miraban sin pestañar, las mellicitas lloraban, chillaban y él, el adobe, se tiraba de los pelos gimiendo, balbuceando el nombre de su amada. No podía creer lo que veía, no quería creerlo. Ni siquiera buscó ayuda, simplemente agarró la bicicleta y se lanzó al camino, pedaleando con furia, con dolor. Sólo tomó conciencia de la irreparable pérdida cuando estaba en la carretera, rumbo a El Alto. "Cómo va estar muerta, cómo pues", pensaba, "Tengo que ir a la policía, a la PTJ, a denunciar".

El verde edificio policial recién empezaba a recibir a las primeras personas de las cientos que habrían de pasar por ahí el resto del día. No se preocupó por encadenar la bicicleta, la dejó tirada en la puerta. Corrió hacia el primer escritorio que vio ocupado por un oficial y entre sollozos le gritó: "La han matado a mi mujer, mi Lucinda está muerta". No fue fácil calmarlo, sobre todo porque seguía con los resabios de la borrachera. Sentado al fin, con un vaso de agua en las manos, esperó que viniera un oficial de mayor graduación para ser interrogado.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Oct/01