El atajo

Gonzalo Hernández Sanjorge

Hacía tres días que las nubes grisáceas se desplomaban en trozos húmedos, mechones de agua que repicaban con un vago olor a nostalgia sobre los oscurecidos techos. Parecía que el cielo se hubiera empeñar en convertir todo Río Grande en una enorme laguna, o que se hubiera olvidado de cualquier otra cosa que no fuera ese monótono caer de la lluvia.

En el boliche del turco Kamal Assaf ocurría lo de siempre. Allí cada día era un espejo del anterior, cada jornada se reiteraba a sí misma hasta el hartazgo, con un gesto de relojes enlentecidos y dilatados. Cada tanto, un arrastras de pasos sobre el piso de madera traía a una mujer que entraba a comprar algo y ejercer la protesta por todo. Que las galletas no venían como antes, que los huevos estaban muy amarillos, que el precio del arroz era demasiado. Del otro lado del salón, más allá de los cajones con verdura y la gastada balanza, los hombres se dedicaban al alcohol. Lo hacían sin demasiada fruición, como quien se ocupa de una rutina. Algunos bebían de pie, recostando su desgano sobre el mostrador oscurecido por el tiempo y una indisimulada costra de grasa. Otros preferían las mesas, mientras trataban de ocultar el aburrimiento entre unos naipes manoseados y descoloridos, rodeados de vasos de caña y la espesa telaraña del humo de los cigarrillos.

Kamal Assaf no era turco, pero todos se habían acostumbrado a llamarlo así. Al principio se molestó y supo llenar el aire de portazos, de frases rabiosas que pronunciaba en su idioma de complicados arabescos. Al final pareció darse por vencido o apelar a la indeferencia, aunque nunca dejó ni un día de hablar de su verdadera patria, de esos cedros más enormes y bellos que cualquier árbol más enorme y bello que fuera imaginable. Los ojos y la voz se le hinchaban de emoción cuando su memoria transcurría en esas imágenes, igual que cuando transitaba por el recuerdo de su padre.

La mayoría de los hombres no solía prestar atención a sus relatos. En parte porque Kamal hablaba dificultosamente el portugués, en parte porque sólo podían llegar a comprenderlo aquellos hombres que alguna vez habían perdido algo muy amado. Sólo aquellos seres que llevaba una vida que no deseaban, irreconciliable con todo lo anhelado podían entender de qué honduras hablaba. Pedro Sarasúa era uno de esos hombres.

Don Pedro, como lo llamaban, pertenecía a esa clase de seres humanos huraños y misteriosos que tienen un inquietante parecido con un horizonte o una piedra. Nada preguntaba sobre nadie ni sobre nada, como si lo que existía no le interesara mayormente, como si le pareciera inútil agregar detalles al tedio. Tampoco aceptaba preguntas sobre su vida.

De pronto una baraja cayó acribillada por los comentarios de los divertidos jugadores y alguien dijo algo acerca del estar callado de Don Pedro.

-Al que no le guste el silencio, que se compre un pájaro -respondió con voz grave y pausadamente.

Lo dijo con esa actitud serena que le era habitual, sin que nadie pudiera considerar que estaba ofendido o que pretendía problemas. Kamal Assaf aprovechó para recitar unos versos de un poeta árabe que hablaban de una persona muy callada. Kamal tenía una memoria prodigiosa, de donde continuamente sacaba poesías que por algún motivo venían al caso, sin importar cuál fuera el tema mencionado. Don Pedro no era capaz de recordar ni los versos ni los difíciles nombres de los autores, pero gustaba de escucharlo. Había entre ambos hombres un intenso afecto que los hermanaba. Kamal Assaf tenía el desconocido privilegio de conocer la verdadera historia de Pedro Sarasúa, porque éste se la había contado.

Cuando apenas llegaba a los trece años -y Don Pedro no era aún Don Pedro sino un muchacho pendenciero y en malas huellas- apuñaló por primera vez a un hombre, en venganza porque ese alguien lo había empujado para pasar. Esa vez fue también su primera huida. Luego siguieron otros muertos mientras él no se cansaba de decir -medio en serio, medio en broma- que nadie podía salvarse de abandonar la vida y su cuchillo era tan sólo un atajo. Pero llegó un momento en que fueron demasiados los lugares en los que desparramó la muerte, demasiada también la sangre malgastada en derramar otra sangre. Se dio cuenta cuando esa vida de tajos y huidas le pesó demasiado en las espaldas; entonces ancló en ese pueblito de Río Grande, un lugar casi perdido donde nadie lo conocería. Hubo un tiempo en que tuvo la pretensión de formar una familia, pero los calendarios se ocuparon de desmentirle las ilusiones, de darle un lento hastío, un cansancio doloroso.

-No soy potro que se acostumbre a las yuntas- masculló Don Pedro por lo bajo, mientras las voces de los hombres parecían truenos.

Se dio cuenta que había cerrado los párpados. Comprendió que llegó a dormirse porque no supo cuándo fue que habían entrado ese forastero y la mujer con la mejilla marcada, que estaban sentados en una mesa enfrente suyo. Sintió un rastro helado que le bajaba por el cuello, un miedo indefinido que le navegaba dentro.

Los hombres lo invitaron a jugar la próxima partida y él aceptó, lo cual no era frecuente. Pensó que jugar a las cartas le evitaría quedarse dormido. Sin que nadie pudiera imaginarlo, a Don Pedro los muertos le rondaban dentro impidiéndole el descanso. Sabía que sus víctimas lo andaban buscando para ajustar cuentas. Lo sabía de una manera oscura, como suelen saberse esas cosas. Tenía el temor de que aprovecharan a meterse en su sueño para matarlo.

Kamal comenzó a encender las lámparas, faroles débiles y amarillentos para vencer la oscuridad que se había adentrado en el lugar. Fue en ese ir y venir por el salón que sus piernas se enredaron como un cuerpo que caía. Era la mujer de la marca en la cara. El hombre que la acompañaba la había tirado al suelo de un par de golpes.

-Pará, animal! ¡Pará! -gritó la mujer que, temiendo más golpes, se cubrió la cara con los brazos. Una delgada hebra de sangre comenzó a descender desde su nariz y le manchaba la ropa.

Las palabras desaparecieron del lugar. Los ojos de los demás crecieron veloces y las miradas lo sostuvieron todo. El hombre pareció no estar dispuesto a escuchar la súplica de la mujer. Resoplando se levantó para tomarla de los cabellos, mientras escupía insultos. Kamal quiso interceder pero la furia de aquel desconocido lo tiró de un empujón. Don Pedro, que ya había abandonado su asiento, se acercó sin más demoras.

-Si el señor está probando su fuerza golpeando gente, me gustaría ofrecerme de voluntario -le dijo Pedro Sarasúa, pretendiendo que la provocación fuera mayor cuanto menos insultante. También quería intimidarlo con su enorme talla.

El desconocido, lleno de alcohol y de una ira acumulada durante meses, le gritó que volviera a los naipes y lo dejara arreglar sus asuntos a su manera. El hombre levantó la mano para volver a golpear el rostro de la mujer, pero no pudo. Pedro Sarasúa le había desviado el brazo.

La afrenta se volvió insoportable y el forastero hizo chasquear otra palabrota contra las paredes y sacó a relucir la amenazante hoja de un cuchillo que llevaba a la cintura. A gritos babeantes incitó a Don Pedro a que no fuera cobarde, a que se animara a pelear.

Los demás tensaron los músculos, contuvieron la respiración, sintieron que la noche era un momento eterno. Don Pedro no pronunció sonido alguno, simplemente lo observaba. Recordó cuando una infinidad de años antes él mismo esgrimía esa altanería pidiendo retadores para medir su habilidad de matador. Pensó en el miedo que se agitaba en sus sueños y vio en ese hombre e todas las víctimas que alguna vez había asesinado. Sintió que en esa lenta letanía de espejos que eran los días, algo se había quebrado. Entonces sacó decidido su puñal. Aceptó que quizá fuera mejor afrontar de una vez por todas lo que tanto lo perseguía.

Kamal fue capaz de notar un brillo particular en la mirada de Pedro Sarasúa, algo como el reflejo de una idea sombría y terrible; más sombría y terrible, pensó Kamal, que la idea de matar a un semejante. Quiso gritar tal vez una advertencia, pero era demasiado tarde, su amigo había realizado el movimiento preciso para que la acerada hoja de su oponente se le enterrara en el pecho. Pedro Sarasúa había elegido su atajo.

Afuera, a lluvia proseguía con su oficio, como si nada hubiera sucedido.

 

Este cuento pertenece el libro inédito "Requiem para un manojo de espejos rotos".


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Nov/01