El extraño
Carlos Manuel Cruz Meza
... su nacimiento no podía pasar inadvertido, no ante los vecinos del pueblo, aquellos que en ocasiones habían cuchicheado al ver a la joven mujer salir por las noches hacia el bosque que rodeaba la ancestral casona, los mismos que estaban seguros de que ello, porque sólo esa palabra podía definirle, había sido concebido en alguna de las madrugadas en que su deseable pero prohibida madre se había ayuntado repetida y lujuriosamente con algunos de los extraños seres que moraban en los linderos de la arboleda, conocimiento intuido que confirmaron cuando dio a luz sola a aquel horror, sin ayuda, entre alaridos que indicaban el sufrimiento, castigo de Dios, como afirmaban las más viejas, que el paso de aquella cosa entre sus piernas provocaba, maligna violación inversa, igual de sucia, de aberrante, que causó durante horas sudores fríos y rezos continuos en todos los que escuchaban sus lamentos, aunque nada se supiera, aunque nadie tuviera el valor para indagar, aunque la mujer y el engendro permanecieran ocultos durante años enteros, con las esporádicas salidas de ella a abastecerse sin cruzar una palabra con nadie, entregando en un papel mugriento la lista de lo requerido y sin mirar directamente a habitante alguno, de esos mismos que seguían santiguándose ante su paso, de esos mismos que lanzaban insultos al aire para que ella los escuchara, de esos mismos a los cuáles causaba asco y aversión, aunque todo esto parecía no importarle, no tener para ella trascendencia, hasta que la bestia no soportó más, hasta que una noche, pasados casi veinte años desde el alumbramiento, salió, salió por la puerta principal sin que su madre se diera cuenta, salió y fue hacia el pueblo, salió y lo encontraron varios hombres, salió y lo hallaron esos rabiosos habitantes armados de machetes con el valor del alcohol en la sangre, salió y le cercenaron los filamentos colgantes que podrían pasar por brazos, lo mutilaron y el monstruo, porque era un monstruo, no se defendió, no intentó huir, y los hombres atestiguaron cómo de inmediato dos nuevas extremidades nacieron y fueron cortadas por segunda, tercera, cuarta, quinta vez, hasta que los pueblerinos se dieron cuenta de que no podrían vencer a tajos a aquello que permanecía, sin embargo, quieto e indefenso, por lo que comenzaron a gritar para darse ánimo, para encender su terror, para encontrar el valor, para escuchar el sonido de sus propias voces, es extraño, es distinto, es diferente a nosotros, y gritaban, gritaban todos, matémoslo, no deben nacer más, nos destruirá, nos devorará, se comerá a nuestros hijos y robará nuestra alma, y el ser continuaba inmóvil, y los miraba con sus doce ojos, y movía sus seis bocas, y balanceaba sus cabezas deformes, y los tentáculos saliendo de aquella prominencia que semejaba un vientre hinchado se agitaban espasmódicamente, caían cortados por los machetes, resurgían, y cada vez había más sangre, y cada vez había más miembros apilándose, y se pudrían al tocar el suelo, y se percibía el sonido de la carne mutilada, y el fenómeno emitía un sonido sibilante, se quejaba, lloraba en forma queda, pero no atacaba, no escapaba, no se movía, y hubo más gente que acudió ante el ruido de la violencia, y llevaron escopetas, y le hicieron varios agujeros, y los agujeros se cerraron y surgieron otros nuevos, y tres de los ojos fueron vaciados por estacas, y la turba disfrutaba aquello, y alguien dijo que había que quemarlo, sí, quemémoslo, las llamas purifican, y lo bañaron de combustible, y le prendieron fuego, y los gemidos se hicieron llanto, y la cosa se quemaba, y se quejaba, pero no moría, no se defendía, no intentaba marcharse, y todos permanecieron allí varias horas, hasta que se dieron cuenta de que no podrían destruirlo, y entonces lo empalaron, cavaron una tumba, un sepulcro de varios metros, y lo empujaron allí, y cayó como una piedra, plaf, con un ruido seco, y todo apestaba a carne quemada y a sangre, la sangre empapaba botas, tierra, manos, rostros, armas, y los sollozos seguían, y los dientes en sus bocas rechinaban, y las cuencas vacías y humeantes concebían nuevos ojos, pero allí lo dejaron, hondo, profundo, convulsionándose, y le arrojaron tierra y rocas para aplastarlo, y su interior estalló, y había un aroma cálido y dulzón, y el sacerdote le arrojó agua bendita mientras rezaba a gritos, mientras le pedía auxilio a su Dios, y cuando el agujero estuvo lleno de tierra le pusieron encima grandes piedras, piedras pesadas, y aquella pesadilla seguía quejándose, pero el sonido era opaco, y no importaba ya, porque seguramente moriría allí, seguramente, pero no murió, y pasaron días y pasaron meses y pasaron años, y no dejaba de llorar, y como no pudieron acabarlo lo hicieron con su madre, y a ella sí pudieron matarla fácilmente, y se sintieron muy bien de impedir que nacieran otros, y de vez en cuando lo desenterraban y trataban de destruirlo, pero no podían, y volvían a enterrarlo hasta la siguiente vez, y un día se hizo divertido, y se hizo tradición, y se hizo costumbre, y se hizo parte de ellos, y llegaron a verlo como algo querido, esperado, algo que les pertenecía por entero igual que pertenecían ellos al terruño, al pueblo, al tibio hogar...
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/01