Ella

Eduardo Gil Moré

Me cansé de rogarle. Hay veces en que ocurre eso, que por mucho que corras, te ves incapaz de avanzar, como en un sueño. Y todos tus esfuerzos no hacen más que multiplicar los obstáculos, que se crecen tanto como tu obstinación, más que tu testarudez, en una secreta conexión mágica. No sé por qué, a ella y a mí nos había tocado pulsar la fibra sensible del destino, convertir en imposible lo que habría podido ser un milagro.

Ella y yo éramos tan diferentes como el blanco y el negro, dos colores demasiado extremos, demasiado contundentes para ser considerados colores. Y ninguno de los dos aspirábamos a ser grises; más bien, eso quiero suponer, esperábamos poder ser un motivo veteado, a cuadritos, a franjas, negro sobre blanco, o blanco sobre negro, no importa demasiado, como las letras que voy trazando sobre este papel, y quizás, ¿quién sabe?, llegar a convertirnos en un soneto, en una inmortal poesía de amor.

Pero era inconcebible, ya desde el principio. El negro y el blanco pueden aliarse, contrastarse, competir, pero no pueden entenderse. Sólo con ver el decidido proyectarse de su mandíbula hacia delante, sólo con considerar mi arquear de cejas ante cualquier afirmación absoluta, ya era de ver. Era la lucha del "sí" contra el "¿está segura?". No éramos ni siquiera dos personas, nada más que dos arquetipos. Ella, demasiado práctica, hasta llegar a olvidar por qué valía la pena ser práctica. Yo, demasiado idealista, hasta llegar a olvidarme de que los sueños precisan de alguien, de carne y hueso, que los sueñe. Y de que hay muchos tipos de sueños, no todos confesables, no todos espirituales.

Y así nos fue. Condenados a un tiempo a entendernos y a no entendernos, a ser capaces de ver, con una claridad meridiana, las carencias del otro, pero sin la capacidad de hacérselo ver. Complementarios, pero sólo para escenificar una gran tragedia, como el iceberg y el Titanic. Ambos, demasiado orgullosos como para reconocer que ninguno de los dos tenía razón. A lo sumo, servíamos para ser un ejemplo para los demás; triste destino. El objeto incontenible y el objeto inamovible, paridos juntos y predestinados en un experimento mental de vete a saber Quién.

La verdad, en nuestra pugna no supimos ver que ganase quien ganase, la victoria se parecía demasiado a una derrota. No podía despreciarme. Ni yo a ella, y no lo hacía, seguro que no. Ella y yo éramos los últimos representantes de una especie en extinción: los grandes dinosaurios de la voluntad. Los "¿por qué no?" enfrentados a los "¿por qué sí?". A nuestro alrededor, el mundo ya había cambiado, y nuestras respuestas, aún peor, nuestras preguntas carecían de sentido. Sólo quedaba el vacío, y su consecuencia, el miedo.

Si nada tenía sentido, nada valía la pena. Si no había nada sagrado, no era sagrado el dinero, ni la vida, ni la libertad. Y a partir de ahí, tanto valía San Francisco de Asís como Hitler. Ya no había cielo ni tierra, y el mar no existía ya. El cielo había desaparecido como un mapa que se enrolla, como el plano de un edificio cuyo presupuesto no hubiese sido aprobado. Me refugié en la bebida. Con el llanto en mis ojos, alcé mi copa y brindé por ella. Magnífica, inabarcable, pero de otra especie. Tal vez sea verdad que los hombres vienen de Marte, las mujeres de Venus y los imbéciles de Estados Unidos.

Y a partir de entonces, ¿qué? Ya no quedaba nada. Daba lo mismo si de mi mano sin fuerzas caía mi copa, sin darme cuenta. No importaba que ella quisiera quedarse, cuando vio mi tristeza. Porque ya estaba escrito que yo perdiera su amor. Pero no aquella noche. Eran miles de noches antes que lo había perdido, desde la noche de los tiempos, desde que alguien, enormemente teórico e inconcebiblemente práctico (detalles que me hacen sospechar que se trataba de una mujer) decidió inventar la lógica.

Y desde ese momento, todo lo real, lo auténtico, la vida misma, se convirtió en un sueño. Y los sueños, sueños son.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Abr/01