El otro yo

José Valerio Uribe

Miguel despertó, sobresaltado. La oscuridad cubría el espacio. Un ente fictivo intentó esconderse detrás de un sillón; fue descubierto por la mirada asustada de su creador. Miguel lo destruyó, con dolor, en segundos, triste por tal acto. Ese era su problema, el instinto de matar fantasías, ya fueran las suyas o las de otros.

A veces, mientras caminaba en la calle sin rumbo fijo, descubría uno que otro ente de ficción escondido entre las piernas de las otras personas, sus creadores. Los bichos sabían que Miguel podía verlos, que tenía el poder de asesinarlos sólo con el deseo de hacerlo; bastaba una mirada cruel o un pensamiento malo dirigido contra ellos. A él no le gustaba destruir aquellas cositas raras, a veces tan tiernas, pero el control de sus actos no le pertenecía, era el OtroYo, el esclavo de la realidad, el que asesinaba sin piedad. En una ocasión miró por descuido un ente curioso, el cual lo observaba escondido en una esquina. Con la mirada le hirió una parte oculta de la existencia. El bicho gritó de dolor, unos gritos inhumanos, horribles. Miguel deseó darle la mirada de gracia, pero el OtroYo se lo impidió, inmovilizándole el acto. Allí se quedó el ente, mal herido, sufriendo el dolor más puro, sin poder morir.

Así pasó el tiempo, entre entes aterrorizados, soledad y asesinatos monótonos.

Un día, Miguel, ya viejo, decidió acabar consigo mismo. Fue a la cocina, tomó un cuchillo y sin pensarlo dos veces se cortó la yugular mientras miraba su rostro en el espejo. No sintió dolor alguno, tampoco salió sangre de la herida. El espejo delataba un anciano de mirada tranquila, con el cuello sano y una piel arrugada completa. El cuerpo se negaba a morir.

El OtroYo se burlaba de él.

Miguel, enojado, se imaginó con todas sus fuerzas a ese maldito hasta que éste apareció convertido en un ente de ficción frente a sus ojos.

- Ahora te tocá a tí, hijo de puta - dijo el viejo, mientras concentraba toda su fuerza exterminadora en la mirada.

El ente, el OtroYo hecho figura, salió huyendo, conocedor de lo que iba a suceder. Corrió por las calles, con energía, burlándose de Miguel, viendo que ese anciano no podría alcanzarlo nunca. Dobló en una esquina. Uno de su pies fue sostenido con fuerza. El ente de ficción, el mal herido aquel que él no quiso matar en el pasado, lo miraba con odio. No hubo tiempo para nada. El ente de ficción abrió el hocico, mostrando miles de colmillos, y devoró en segundos al OtroYo de Miguel; después murió, por fin, satisfecho.

En la calle existe marcada una sombra, la sombra de un humano, inmóvil. Nadie se ha atrevido a quitarla. Las ancianas murmuran oraciones cuando pasan a su lado y los jóvenes juegan a pisarla de vez en cuando para demostrar valor.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Jul/02