El señor Espanto
Adolfo Vergara Trujillo
A lo primero que le tuve miedo en la vida fue a Dios.
Aunque aún era muy niño, nació en mí una sensación intuitiva y perversa, un sentimiento similar al que se experimenta ante la advertencia de no jugar con fuego, pero que se entiende sólo hasta que te quemas.
Y llegó el día en que las llamas me besaron, arrugando mi la piel con sus lenguas. Sucedió cuando miré de frente un maniquí de Jesucristo. El muñeco estaba agresivamente vestido con una túnica de color púrpura y repleto de esos colguijes que los católicos llaman milagritos; estaba acostado en un féretro de cristal, con los ojos cerrados, muerto, y la corona de espinas encajada en las sienes hacía que la sangre le escurriera por el cuello.
Yo tenía seis años de edad. La nana me sujetaba muy fuerte de la mano y me obligaba a mirarle el rostro al muñeco y a rezarle un Padrenuestro.
Lo que más me impresionó de toda aquella cruda composición fue su grotesco cabello y sus barbas de peluche. Eso hizo que pensara que en realidad era un hombre; un hombre muerto.
Desde esa noche tuve miedo.
Y el miedo, como reacción natural de los vivos, no es sano ni racional en la protección de una cálida cama.
Entonces, la nana me ordenó que rezara más.
Así, tuve la obligación de rezar todas las noches. Lo hacía antes de dormir, con la lámpara de la mesa de noche encendida, hincado sobre la cama y con los ojos cerrados ante el crucifijo de la pared.
Pasaron los días y las semanas, y ante la inutilidad de conjurar el miedo con las oraciones, me refugiaba en mis libros de leyendas de caballeros y dragones, o prefería permanecer con aquel terror que me arrullaba bajo las cobijas hasta que quedaba dormido. Sí, me dormía omitiendo encomendar mi alma a Dios, en caso de que esa noche el demonio decidiese arrastrarme de los cabellos. Lo omitía consciente de la incertidumbre en la oscuridad y comprobaba, con un sabor agridulce en la boca, cuánto tiempo aguantaría ese miedo incrementado por la culpa.
Después, sólo rezaba cuando oía a la nana acercarse arrastrando su cojera por el pasillo.
Recuerdo una noche en que, después de leer sobre la muerte del Príncipe Bramante, apagué la luz y me acosté sin rezar. El miedo apenas se acomodaba a mi lado, cuando escuché venir a la anciana. Me incorporé rápidamente, pero ante su cercanía comprendí que era imposible prender la luz sin que me descubriera. La nana abrió la puerta del cuarto mientras yo fingía ir a la mitad de un Avemaría.
-¡Muchacho! -gritó asustada- ¡Prende la luz! ¡Prende la luz, que le estás rezando al diablo!
Encendí la lámpara y me tapé con las cobijas hasta la nariz.
Me encontraba horrorizado.
La nana comenzó a pasearse por la habitación, nerviosa y muy preocupada.
Para mí era un hecho: estaba perdido. Imaginaba que mi Dios, celoso, me asesinaría en venganza, y que Satán, impulsado por sus enormes alas verdes y escamosas, despellejaría mi alma con sus garras a través de las tinieblas del infierno, como a un durazno podrido, para luego hundirme una y otra vez en un inmenso estanque de sal.
Esa noche, la peor de mi vida, la nana me veló hasta el amanecer.
Desde esa ocasión, poco a poco el miedo fue creciendo igual que las uñas. Y en la oscuridad me presentó ruidos y sombras que, acangrejados, escalaban las paredes y los techos. Aquello llegó a tal punto que, incluso a la luz del sol, sentía cómo me observaban desde alguna esquina o detrás de un árbol para esconderse de mis sentidos en cuanto volteaba.
Era un día caluroso -uno de esos días donde el aire es como vapor y nubla las visiones, transformándolas, desfigurándolas, descuartizándolas de tal modo que parece anunciar que emergerá el infierno- en que jugaba en la pila del lavadero. Extendía la palma de la mano, azotaba el agua y me aliviaba un poco el calor cada vez que me salpicaba la cara. Luego, esperaba a que se formara mi rostro en el reflejo del estanque que poco a poco recobraba la calma, sólo para hacerlo estallar otra vez, ¡PLAP!
Llevaba buen rato en el juego cuando me acerqué un poco más para ver aparecer mis ojos en el agua. Entonces apareció detrás de mi reflejo. Me volví al instante y no había nadie. Pero regresé la mirada al agua y ahí estaba otra vez.
-¿Me tienes? -preguntó.
Las piernas se me paralizaron. Comencé a llamar a la anciana y aunque no escuché mi propio llanto, sabía que gritaba. Cerré los ojos, y cuando los abrí, la nana me tenía en sus brazos y me soplaba la cara. La miré, horrorizado, y vi su rostro tan perfectamente arrugado como si un soplete le hubiera hecho aquellos surcos con una simetría demoníaca. Sus ojos estaban muy cerca de los míos y reaccioné sólo hasta que me dio una bofetada.
Estuve mal varias semanas. Muy nervioso.
Por más que rezaba, el miedo cobraba fuerza con cada solemne Amén. Aparecía de repente en cualquier parte. Lo mismo en el espejo del baño que en el cristal de un auto que lentamente cruzaba ante mí, o en el reflejo de la televisión.
Y una tarde en que miraba la vida sin miedos por la ventana; una tarde a esa hora extraña en la que por mucho tiempo no es de día ni es de noche, lo miré una vez más detrás de mí. No sé por qué, pero no voltee; permanecí de espaldas a él, viéndolo en el reflejo.
Es muy alto y de cabellos rojos hasta los hombros. Aunque no tiene cara, siempre viste de negro: un riguroso luto, muy elegante, que hace resaltar los contornos de su rostro. Nunca he visto sus enormes manos desnudas: usa unos guantes de piel hasta en los días más soleados. Su capa también es negra y aun no he podido levantar su espada de plata.
Aquella vez me contó una historia sorprendente acerca del valor. Y cuando quité la vista de su reflejo y la posé en él, siguió ahí hasta muy tarde.
Así fue cómo se presentó. El Señor Espanto. El último de los burgundios.
Cuando se fue ya era muy noche y antes de despedirse lo afirmó:
-Me tienes.
Desde entonces, el miedo desapareció.
Pasaron las noches y el Señor Espanto acudía siempre que algo me asustaba.
Cuando traté de hablarle a la nana de él, se le iluminó el rostro a la vieja, sus ojos le brillaron y dijo:
-¡M´hijo! ¡Es tu Ángel Guardián! -luego me dio la espalda y se alejó despacio. De pronto se detuvo y volteó muy consternada. Me gritó de lejos-: ¡Oye! ¿Y cuál es su nombre? ¿Su nombre de Pila?
-No lo sé, nana -contesté-. No le he preguntado.
-Asegúrate de ponerle uno cristiano -dijo y se fue.
Con esa duda, le pregunté al Señor Espanto acerca de su nombre. Dijo que se lo había ganado en la XIII Cruzada contra los moros, quienes lo vieron aparecer en una escarpada colina de roca, a contraluz de un sol que agonizaba en tonos rosas, blandiendo su espada de plata que reflejaba un rojo cegador. Los moros pensaron que era una aparición y huyeron gritando "¡Espanto! ¡Espanto!".
El Señor Espanto está en todo lugar.
En esos días solía contarme historias de su país; historias de batallas y destierros; historias de poder...
No hay obligación alguna con él. Es mi amigo.
En el colegio dejé de hablar con mis compañeros. Por lo regular estaba solo y era objeto de agresiones verbales. Pero una vez un niño alto, de pecas, un niño temido y con cara de trastornado, me golpeó. Y no pude responder a la agresión; no me dio tiempo: mi amigo lo pateó tan fuerte en el estómago que aquel loco se revolcó hasta la hora del recreo.
Y no sólo me defendía. También hacía mis tareas mientras yo leía sobre leyendas del Medievo. Incluso iba a misa por mí, de la mano de la nana, y como se sabía todas las oraciones de memoria, y hasta los cánticos, la anciana nunca refunfuñaba.
Y sí.
Lo recuerdo.
Recuerdo aquella tarde.
El Señor Espanto aún no llegaba.
El cielo se oscureció de repente y comenzó llover muy fuerte. Me acerqué a la ventana para cazar un relámpago, contar hasta cuatro y esperar el trueno.
La nana estaba en la cocina cuando se fue la luz.
Corriendo todo el camino desde la sala, guiado por el resplandor de la estufa, llegué a ella. Estaba sentada a la mesa. Esperaba a que hirviera el agua para preparar su café.
Me senté frente a ella, experimentando miedo después de mucho tiempo. Prendió una vela sin alzar la vista, pero me preguntó si quería algo de merendar. Le contesté que no y miré su cara por un momento. Entonces, con los reflejos de la flama en su rostro, comencé a distinguir distorsiones. Logré ver a un vikingo, un guerrero zulú y un sherpa.
Luego, justo antes de que el agua hirviera, con todo absolutamente en silencio, comencé a oír el contraer del viejo aluminio de la olla en el fuego y el rebullir del agua. Debí sobresaltarme mucho, porque la nana preguntó si me ocurría algo.
-Ese ruido... -dije.
-No lo escuches. Mejor vete.
-Me da miedo estar a oscuras.
-Mejor vete...
-¿Por qué? -pregunté.
-Es el llanto del purgatorio.
En ese momento, junto a la nana, vi sentado al Señor Espanto.
-¿Y por qué lloran, nana? -preguntó él sin saludarme.
-Lloran por su esperanza.
-Ya está perdida.
-¡Muchacho! -gritó la vieja- ¡No es cosa de juego!
La anciana se levantó muy irritada, y aunque en realidad no pude verla, supe que tenía sus labios hacia abajo y el ceño fruncido, en una mueca de bruja medieval. Caminó hasta la estufa, apagó la lumbre, y vertió el agua hirviendo sobre la taza.
Regresó a su lugar y se sentó muy lentamente con el café en la mano arqueando las cejas hacia abajo, ahora con una cara de matriarca hindú, iluminada por la vela y por conocimientos ancestrales.
-Mis mayores decían que el hervir agua a oscuras, significa escuchar los lamentos de las almas del purgatorio... -dijo solemnemente la nana mientras me veía del otro lado de la vela y guardó silencio por un momento, como esperando alguna pregunta.
-¿Y? -habló el Señor Espanto.
-Pero dejar que el agua que queda en la olla; dejar que las gotitas que no alcanzaron a llegar a la taza, se consuman en el hierro caliente, es mandar las almas más viejas, las de más tiempo y más sufrimiento, con cada crujir, al fondo del infierno.
"Infierno", retumbó en mis oídos. Infierno. Por primera vez escuchaba decir esa palabra a la nana sin que me diera miedo: El Señor Espanto estaba enfrente de mí, junto a la nana, sentado muy correctamente y muy tranquilo.
Yo estaba tranquilo.
Pero entonces algo en la cara de la nana me desconcertó. Me miró de una manera muy extraña, justo cuando el Señor Espanto se levantó y pasó detrás de ella. Entonces la anciana, lentamente, paseó su vista desde mi cara hasta el Señor Espanto, parado junto a la estufa.
-Bien -dijo el burgundio con voz baja y firme-: mandemos unas cuantas almas al infierno.
Y encendió la estufa.
Las gotitas de agua tardaron unos segundos en comenzar a estallar y emprender su viaje sin retorno.
Aquello me arrancó una sonrisa. Consideré que era mucho mejor conocer una mala noticia de inmediato, a esperar la misma decisión hasta el final de los tiempos. Pensaba en aquello, en lo piadoso de la acción del Señor Espanto, cuando la nana regresó la mirada, igual de despacio, desde el Caballero hasta mí.
Tan sólo pestañee una vez y ya me encontraba en el suelo, tirado, con un hilo de sangre que goteaba de mis labios. No me dolía, pero me sorprendió que a pesar de su edad, el golpe de la nana hubiera sido tan rápido. Apenas comenzaba a sentir un poco de vergüenza -pues el Señor Espanto nunca había visto cómo me reprendía la nana-, cuando la vieja se me fue encima y comenzó a golpearme con reveses de ambas manos.
-¡Eres un demonio! -lloraba mientras me golpeaba- ¡Eres un demonio!
De repente la nana abrió los ojos como si hubiera visto un dragón que pretendiera devorarla, me miró paralizada y por tercera vez, ahí, hincada, siguió con la vista el espacio que separaba mi cara del Señor Espanto. Él, caminando muy lentamente, muy gallardo, igual que debieron caminar todos los de su estirpe, llegó hasta el estante de los cuchillos, desenfundó uno grueso y regresó hasta la espalda de la nana, quien ya veía al frente cual castigada por un rey.
La mujer cerró los ojos.
-Dios... -dijo.
Oí la travesía del acero por el aire.
Fue un solo movimiento.
El Señor Espanto le había clavado el cuchillo en la cima del cráneo.
No escuché el crujir del hueso.
Tampoco brotó mucha sangre.
Todavía los ojos de la nana se abrieron por un segundo y alcanzaron a mirarme, aunque ya no observaban nada.
Hace casi 10 años de eso.
Esa noche, no obstante los terribles truenos y que no había luz, fue muy serena.
El Señor Espanto se acostó junto a mí y me contó una más de sus aventuras de rescates de princesas en cavernas enloquecedoras.
Conforme he crecido, el Señor Espanto me ha educado como a un Vizconde y me ha enseñado todas las cosas que, de noche, aprende de los libros que me obsequian. Aunque tengo prohibido leer sobre el Rey Arturo, he sobresalido en álgebra, historia y ajedrez.
Hace poco, por cierto, mientras jugaba una predecible partida con la subdirectora -en la que, obviamente, yo usaba las piezas negras-, el Señor Espanto se atrevió a robar un libro del estante del consultorio. Lo leyó y estudió a escondidas, hasta que una mañana me dijo que no le hablara ni lo volviera a nombrar delante de los doctores.
Piensa que quizá nos dejen salir.
Ahora intenta enseñarme cómo conquistar el corazón de una doncella; es calva, como todos; pero me atrevo a jurar que, incluso más allá de la muralla, no existe damisela más hermosa.
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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 28/May/02