En el avión del amor

Enrique Vallejo

El doctor se colgó al cuello el estetoscopio, lanzó un profundo suspiro que invadió de aroma a tabaco la penumbrosa habitación de cuarentena, se acercó a la ventana y entreabrió el postigo para mirar la calle vacía, la luz del farol reflejándose en los adoquines húmedos. Sin voltear soltó a bocajarro: "...si de todas maneras se te ha de morir ¿para que te preocupas tanto?..."

No se cumplió el presagio y la tía Lupe creció "finita" para los parientes y como "La flaca" para los muchos hermanos de quienes parecía destinada a permanecer alejada. Debido a su frágil salud había recibido la segunda sentencia del mismo médico : "...si quieres que se te logre, aléjala de cualquier brote de sarampión, escarlatina o varicela..."

Cuando la tifoidea apareció, en la casa se extremaron los cuidados y así, con su maletita, las calcetas caídas y su libro de cuentos bajo el brazo, una tarde se mudó con la mamá Chole. Dos cosas atenuaron las penalidades del temporal destierro sanitario: la primera disfrutar a diario del afamado sazón de la legendaria abuela, quien se esmeraba en cumplir los más caprichosos antojos de su visita; la segunda tenía que ver con esos días en que despertaba con el frío de la añoranza pegado a los huesos; miraba la primera luz de la mañana filtrándose entre los visillos y trazaba el plan.

Con el corazón en la garganta desayunaba a la carrera, no dejaba que la abuela la acompañara hasta el portón, daba el "zaguanazo" y regresaba de puntitas escondiéndose entre los helechos hasta la huerta, dejando que ahí se acumularan las horas entre las plantas, los sueños, los insectos zumbones al sol, sus fantasías y lecturas. Nada había igual a la tranquilidad de ese lugar al que le llegaban los ecos de las voces de la casa, mas allá algún pregón, las campanadas del templo de San Francisco anunciando el ángelus, y ni que comparar con el agitado patio de la escuela ubicada entonces frente a la ruidosa fábrica de hielo.

Sentadas a la mesa, a la hora de la comida, inventaba sobre lo acontecido en el recreo, fantaseaba, con lujo de detalles, sobre el regaño de la Madre Directora a las alumnas reunidas en la cancha de voli; describía, frunciendo el ceño, las tareas que por la tarde había que ir a terminar con alguna compañera. A todo asentía mamá Chole entornando sus ojos de capulín ocultos tras la gafas.

Lo mejor de su estancia ocurrió la tarde en que pudo ir sola a la feria instalada, como otros años, en los baldíos frente a lo que fue la antigua plaza de toros. Abotonándose hasta el cuello el suéter, con el aire chapeándole las mejillas, descubrió en el ruidoso grupo la figura de su padre. En un segundo se borraron aquellos meses de alejamiento y aún siente, según me cuenta, la pesada mano sobre sus hombros y la calidez de la palabra "hija" envolviéndola.

Querendón como era la invitó a escoger el juego que quisiera, no titubeó: "¡el avión del amor!" Esos minutos se anidaron para siempre en su corazón. En el breve espacio de la canastilla, él para ella sola, el olor a cuero de su chamarra, sus palabrotas y maldiciones mientras giraban por encima de los árboles, sus risotadas francas que le daban vuelo al torbellino de luces, ora cayendo, ora remontando el vuelo a las estrellas.

Él volvió con sus amigos y ella de regreso a la casa donde ya se esparcía el aroma del chocolate y en la mesa, garapiñado de azúcar, esperaba el pan de queso.

 

Texto tomado de la plaqueta "Crónicas Queretanas", Bonetería Rosita y el Centro Queretano de Escritores 1996, con autorización del autor.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/Mar/00