Energía de la Vida Eterna

Guillermo Samperio

Un viento leve avanzaba por las nocturnas calles vacías, levantando pequeños remolinos de polvo. Un sistema de tuberías y conexiones surgía de las casas, penetraban el pavimento algodonoso y, más allá, volvían a salir para introducirse en otras casas. Este sistema se iba repitiendo de calle en calle con exactitud. Las edificaciones eran límpidas, sin anuncios, sin gente, sin vegetación. Sólo el viento iba solitario, lento, buscando cabellos para remover un poco, alguna copa de árbol para mecer de manera suave sus ramas, pero el viento iba solo, ocioso, pasaba por las calles y seguía vagabundeando calle tras calle, hasta que abandonaba la ciudad. SE seguí de frente, hacia los campos secos, silenciosos.

Ningún vehículo de transporte podía descubrirse en aquella extensa orfandad citadina. La bóveda celeste estaba allá, arriba, esplendorosa; nadie miraba el juego de estrellas que reverberaba. Distantes y delgadas líneas luminosas de satélites atravesaban la abombada soledad sideral. Antenas diversas abarrotaban las azoteas de casas y edificios. Por algunas ventanas surgía un tenue resplandor azuloso que subía y bajaba de intensidad a intervalos precisos.

Siguiendo el camino de uno de los ductos que entraban por las paredes, es posible entrar hacia la intimidad oscura, escasamente rota por delicadas ráfagas azulencas en las estancias ausentes de mobiliario. De uno de los muros surgían cables y tuberías que se enlazaban con una cabina oval; de ella brotaba la tenue irradiación azulosa que se esparcía grisácea en el cuarto y salía apenas por la ventana. Era la casa del señor Walter Cazés, quien se encontraba dentro del camarote ovalado, puesto un yelmo virtual de rejilla plástica a través del que recibía su mundo. En la frente del yelmo podía mirarse una numeración lumínica de más de cinco cifras con la edad del hombre. Sus manos, que manipulaban una serie de teclas y controles, estaban cubiertas por guantes ajustados.

En ese momento, el señor Cazéz miraba a Walter junior, el muchacho se hallaba en un aula, sentado ante un pupitre frente a un pizarra verde. El pequeño Walter era moreno, ojos cafés, llevaba pantalones cortos y un suéter guinda con un escudo a la izquierda del pecho. Una de las manos enguantadas de su padre movió un control y apareció sobre la pizarra una fórmula matemática que se modificó varias veces hasta constituir una cifra compleja. De pronto, Walter junior se metió un dedo a la nariz, se sacó un moco, se lo enseñó a su progenitor y luego lo embarró bajo el asiento de su pupitre. Walter manipuló varias teclas y apareció en la mano de su hijo un pañuelo; de inmediato, el muchacho limpió el moco. El señor Cazés sabía que era el momento en que Walter junior debía salir a recreo y, tecleando, apareció la puerta del aula y, en la mano del muchacho, una bolsa de papel, conteniendo un sandwich, un refresco y una manzana, entre los otros muchachos. A través de la rejilla del casco, el señor Cazés vivía las creaciones que realizaba desde su camarote ovalado: un jardín, columpios, la barda de la escuela, otros muchachos, un cielo azul cobalto, nubes en el firmamento, un sol naranja se duplicaba en los vidrios espejeantes de un edificio que se veía hacia el fondo.

Walter junior salió al jardín, abrió su bolsa y empezó a devorarse su lunch. Un joven vestido de punk llegó y le arrebató la manzana. Walter junior le reclamó, pero el punk dio media vuelta y se fue, mentándole la madre. Entonces, Walter padre tomó sus controles y vistió a su hijo de karateka; éste pegó un gran salto y, de dos patadas sobre la cabeza, eliminó al punk y recuperó su manzana. Aparecieron entonces los amigos del punk, pero de inmediato Walter junior giró en el aire y, a gran velocidad, lanzó codazos, puñetazos y patadas, dejando en el suelo a sus enemigos. Uno de ellos se le acercó por atrás y le propinó un palazo en la cabeza; de inmediato, su padre le puso una cadena en las manos y a punta de cadenazos conmocionó al agresor. Tecleó algo y de inmediato Walter junior tuvo un botiquín en sus manos; tomó alcohol, humedeció un algodón, se lo aplicó a la herida de la cabeza y luego se colocó dos bendoletas. En ese momento, sonó la chicharra y Walter junior regresó al salón de clases. El señor Cazés se sintió orgulloso de tener un hijo tan valiente.

A la espalda de Walter padre se conectaba un tubo alimentario, que la Secta de los Camarotes Ovalados habían denominado "Energía de la vida eterna". Un tubo similar se encontraba en la espalda de aquellas personas que se encontraban detrás de la ventanas de tenue resplandor azuloso que brotaba hacia la ciudad vacía. El viento iba solo, ocioso, pasaba por las calles y seguía su vagabundear.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/00