Los Fantasmas de mi Madre

José Valerio Uribe

En mi infancia, los fantasmas y las leyendas vivían en los cuentos de mi madre. A ella le gustaba contarnos sus mejores historias en aquellas noches de tormenta, cuando la electricidad era cortada por algún rayo y la luz de las velas dejaba sentir la resequedad del miedo en el aire. Aún hoy, de adulto, recuerdo la historia que me contó sobre los perros del barrio, en una noche tranquila. Aquella vez un perro había comenzado a aullar y poco a poco se fue acercando el aullido de los caninos a la casa: uno aullaba y le seguía el otro perro. Mi madre, al escucharlos, se hizó la señal de la cruz y yo le pregunté el porqué de su reacción. Ella, mirando por la ventana con cuidado, dijo:

-"Es la muerte hijo, la que se acerca lentamente a nuestra casa y viene a robarse un alma. Espero que no sea ninguno de nosotros. Los perros la pueden ver, a esa maldita, y le van aullando a su desgracia"-.

En aquel entonces no lo tomé en cuenta, protegido por la ignorancia infantil, pero ahora pienso en la cercanía que mi madre siempre ha tenido con los muertos y sus fantasmas.

-"A la muerte le gusta tener testigos, hijo, y a cambio los deja vivir más tiempo"-, me contestó una vez, cuando le pregunté sobre su afición a esos sucesos e historias, que otros evitan.

En mi vida entera no he visto un fantasma, a no ser las penas en ánima que vagan en mi pasado y de muertos no quiero saber nada, ya que la lucha diaria que tengo con mi vida me parece suficientemente macabra. Pero cada vez que visito a mi madre, me veo obligado a oír esos cuentos reales e irreales a la vez, que me dejan un sabor a niñez en la memoria y me permiten ver la otra cara de la realidad, en los entes de terror que en esa casa aún encuentran refugio. Recuerdo la historia que me contó cuando me compré mi primer auto. Al escuchar la nueva noticia, mi madre me observó preocupada y me dijo:

-Sólo espero que "aquellos" te dejen en paz cuando tengas un accidente.

Al descubrir mi cara adulta con duda infantil en los ojos, me relató su historia:

-En las calles hijo mío, vagan los ayudantes de la muerte para cumplir la tarea del destino, que es morirse. Solo esperan a que alguien quede vivo cuando en realidad le tocaba partir al más allá. Lo malo es que a veces se equivocan y se llevan las almas de aquellos que solo tuvieron un accidente normal y no uno de muerte. ¿ Nunca te has preguntado, hijo, de dónde sale tanta gente cuando ocurre un accidente de auto? No importa a qué hora ni en dónde, siempre encontraras esos mirones que a veces, queriendo ayudar, terminan matando al que estaba herido. Eso no es un error como dice normalmente la policía, no, esos fueron "aquellos", que ayudaron a morirse al desgraciado en turno para que el ciclo del destino siguiera su marcha normal. Ellos están por allí, esperando a ser necesitados, los ayudantes de la muerte. Así pues hijo mío, cuando tengas algún accidente no dejes que nadie te ayude, si puedes evitarlo, y si no puedes, entonces ya te tocaba morir-.

Después de esa historia, se me quitaron las ganas de manejar, pero luego olvidé aquello, como muchos otros relatos de ella.

Yo vivo solo, en un departamento sencillo, con mis libros, mis tazas de café usadas y un desorden espantoso. En realidad me gusta el desorden, ya que las casas ordenadas en exceso me parecen sospechosas, al igual que las casas grandes. A veces, cuando estoy con la soledad, me miro al espejo, intentado encontrar algo fuera de lo normal y pienso en mi madre:

-"La realidad que ves en un espejo no es la misma que te rodea, hijo, allí pasan cosas muy extrañas" -.

Siento el vacío que se forma entre mi incredulidad y eso que está frente a mi: una figura aburrida, sin forma ni gracia, mi yo secreto. Observo con los sentidos despiertos, esperando encontrar algo irreal para romper con esa soledad que no me suelta, ni para irse a dormir. Ahh, si los fantasmas de mi niñez fueran reales, estaría ahora platicando con ellos. Por las noches duermo siempre con la televisión encendida, no tanto por la programación, sino por la luz que se acomoda en el cuarto. No me gusta la oscuridad.

-"En la oscuridad de la noche se acumulan las sombras y de allí salen seres inconformes que intentan desquitarse con cualquiera hijo, por eso evítala, ya que allí es en donde los malos pensamientos y las peores cosas pueden suceder" - me dijo mi madre alguna vez.

Es la desesperación de vivir deseando estar muerto lo que a veces, en la oscuridad, me hace temblar. En ocasiones, por las tardes, cuando llueve, me traspasa esa humedad física la piel y moja mis sentimientos. La dureza de estos se pierde y se ponen flojos, aguados, transformándose en lodo, en ese lodo que ensucia mis recuerdos, esos malditos, que, escondidos en las sombras de la noche, se juntan, convirtiéndose en un monstruo que me mastica y traga, para después vomitarme de nuevo en este presente que me rechaza y que me exige que lo deje ser pasado, porque no puede soportar mi futuro. Un susurro me persigue desde tiempos infinitos e intenta decirme al oído que regrese, que no me vaya, que olvide el final porque no hay principio. Intento huir, junto con aquellos fantasmas de mi infancia y solo quiero que ese temor me deje en paz, que se me devuelva la vida a cambio de la muerte.

-"Así es la vida hijo, nos exige ser fieles para luego traicionarnos. Mira que doña Socorro siempre fue una buena señora y se preocupó por alimentar a sus hijos y a ese marido que nunca le encontró gusto al trabajo. Ya sabes que ella trabajaba en esa fábrica de zapatos en donde la paga es mala pero segura. Socorro quería festejar sus cincuenta años de vida y por eso, junto con una fiesta para todos y una buena comida, deseaba comprarse unos zapatos nuevos. Esa mujer trabajó como nunca en horas extras y fines de semana para poder pagarlo todo, hijo, y el día de su fiesta, a la que yo fui invitada, había mucha comida sobre la mesa y un grupo de música también. Todos esperábamos a que Socorro llegara de comprarse sus zapatos nuevos y por fin, cuando llegó, subió rápidamente las escaleras de su casa para ir a su recamara y allí ponérselos. Bajó y se paró frente a todos para mostrarnos su nueva adquisición. Mira hijo, tu sabes que Socorro siempre fue muy gorda, pues en ese momento, mientras nos mostraba sus zapatos, se le pusieron los ojos en blanco y mientras gritaba ¡AAAYY Dios mío! cayó al suelo y dio un golpe fuerte contra el suelo. Yo le quité los zapatos y comencé a hacerle un masaje en los pies, hijo, y aún ahora puedo recordar lo frío que se fueron poniendo a pesar del calor que hacía. Yo pude sentir cómo se le escapaba la vida por los pies, lentamente, y el hielo de la muerte fue penetrando en ella"-.

Escuché también aquel cuento, como los miles anteriores en mi vida. Ese día me despedí de mi madre y después de unas cervezas, me suicidé, metiéndome un tiro en los sesos con una pistola prestada, para poder terminar con esta historia de fantasmas y muertos, en la que yo no jugaba ningún papel.


Otro cuento de: Cementerio    Otro cuento de: Presencias  
Otro cuento del Mismo Autor   
 Sobre José Valerio Uribe    Envíale e-mail
 Índice de temasÍndice por autoresEl PortalLo Nuevo
 MapaÍndices AntologíaComunidadParticipa

 

 

* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Jun/01