Final
Isaac Risco Rodríguez
El hombre que apareció de pronto al final de una calle cargado de trastos merodeó y examinó, todavía indeciso, una tras otra tres esquinas consecutivas. El sol apenas alcanzaba a desinhibir los vahos densos de la noche, manchados de gris en el amanecer húmedo, y las calles tenían todavía el rocío insípido de alguna lluvia nocturna e invisible. Sólo las sandalias de jebe de algunos muchachos cargados de periódicos las cruzaban esporádicamente. Recién en la última esquina el hombre se animó y dejó caer su equipaje. Le agradó la acera levemente inclinada, de la que no alcanzaba a ver el otro final. Desplegó un ligero taburete y lo arrimó a la pared del muro esquinado. Era temprano y por la cuesta no asomaba todavía ningún rostro.
Empezaron a desfilar los autobuses, envueltos en su halo de humo oscuro y asfixiante. Los mugidos de sus bocinas de oboe eran cada vez más variados y atraían a pequeños grupos de gente a las esquinas. Uno y otro rostro. De hombre, de mujer. Algunos muchachos se habían apostado a lo largo de la calle, otros deambulaban entre la gente. Anunciaban los periódicos en voz alta, acompañando los titulares con una incierta melodía al hablar. El hombre en la esquina desenfundó el acordeón y lo acomodó entre sus piernas. Poco a poco, habían ido surgiendo nuevos ocupantes en la calzada: vendedores de chucherías, carretillas que ofrecían emoliente vaporoso y revueltos de huevo y salchichón embutidos en pan. La humedad de la calle y el asfalto flotaban ahora en el aire, cada vez más efímera, y sus últimos impulsos ayudan a salpicar el aceite caliente de las sartenes improvisadas.
El hombre ensayó las primeras notas; uno tras otro, se sucedían los primeros rostros a su lado, indiferentes al soplido lánguido del acordeón. El hombre los podía ver desde lejos, avanzando por la calle que subía hasta su esquina. Rostros amodorrados, cobrizos y de blanco percudido, de cabellos negros arracimados sobre la frente. El fuelle sobre sus piernas acarició los primeros contornos de una sinfonía lejana. De días de viento fresco y helado, de algún corto amanecer melancólico. Los pasos de la multitud se seguían precipitando por la calzada, y un murmullo inefable y contínuo se extendía sobre las cabezas. La melodía empezó a ser más fuerte, más nítida. Por momentos, entre sus brazos y las teclas del acordeón, el hombre recogía retazos de alguna conversación al paso:
-¿El hospital? -preguntó un pasante a otro mientras subían por la calzada.
-El Instituto de Enfermedades Nórdicas, allá, pasando la esquina.
Empalmó la siguiente copla, amasada entre el Danubio y sus olas insignificantes. Una tras otra fueron avanzando las melodías, como el fluir de la gente, interminable. Los canillitas habían desaparecido y el aire estaba tupido y ronco de las bocinas de autobús, sin rastro ya de los últimos efluvios de la noche húmeda. Seguían apareciendo los rostros: relamidos, de peinados desordenados y maquillaje rosa. El acordeón continuaba hurgando en tierras y recuerdos lejanos.
Desde el final de la calle, entre el olor de frituras recalentadas de las carretillas, se fue acercando el rostro nuevo. El hombre fue adivinando poco a poco sus pómulos, el contorno de su cejas y su nariz susceptible. Las muecas que intentaban sus labios. Cuando estaba a la mitad de la calle el acordeón se calló de repente. Ella lo había visto. El paso de la multitud dudó un momento, un tropiezo momentáneo hasta que el día dejó de extrañar el trasfondo de la melodía. De pronto, el rumor de los autobuses y el zumbido entre las cabezas parecían más fuertes.
La mujer, vestida de blanco y con una carpeta bajo el brazo, se detuvo a su lado. Había una ligera vacilación en sus labios y un brillo en sus ojos grises que se aplacaron cuando se atrevió a hablar.
-Nunca creí que pudiera encontrarte en Sudamérica -murmuró al fin.
-Y yo nunca creí que de verdad te pudieras volver y que yo te fuera a seguir.
Unos minutos después, el flujo incesante de gente había arrastrado a la mujer a través de la esquina. El hombre recogío lentamente sus trastos y enfundó el acordeón. Dudó un momento si cruzar la calle, sólo para ver el edificio. Por último, detuvo un taxi que surgió entre el barullo tosco de la avenida y dio el nombre de un hotel desconocido.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 11/Sep/01