Forajido Chávez

Federico Jiménez

Los tres jinetes acababan de cruzar el río a lomos de sus monturas. Habían cabalgado día y noche deteniéndose sólo para abrevar a las bestias que, los flancos aún mojados, relinchaban y bufaban impelidas a continuar por el pedregoso sendero que ascendía hasta la pequeña cabaña. El polvo, el sudor y el cansancio, cubrían los rostros curtidos de aquellos tres hombres acostumbrados a vivir a la intemperie, y, sin embargo, se veía florecer en cada uno de sus gestos y miradas la relajación de quien se sabe en tierra segura.

Eran ya muchos los años que se dedicaban a hacer lo mismo; daban el golpe en el estado de Tejas, y luego volvían a cruzar el Río Bravo para ponerse a salvo en México y gastarse todo el botín en tequila, putas o jugando al póquer, en cualquier pueblucho fronterizo.

La banda del forajido Chávez -nombre con el que todos la conocían por ser éste el cerebro de la peligrosa terna- era odiada y temida en todo el territorio tejano. Se habían especializado en asaltar bancos y diligencias, y todos sus golpes se contaban por éxitos. A pesar de que una orden de búsqueda y captura pesaba sobre sus cabezas, nunca nadie se les acercó lo suficiente como para inquietarles demasiado. La rapidez de sus atracos, unido a que nunca dejaban testigos que pudiesen reconocerlos, los hacían escurridizos y difíciles de encontrar.

Esta vez la emboscada no había dado grandes frutos. Se habían apostado al abrigo de unos riscos y esperado a la diligencia que iba hacia El Paso. Sin embargo, cuando la asaltaron las cosas no fueron como esperaban; sólo un ocupante viajaba en el interior del carruaje y no llevaba joyas ni nada de gran valor en su equipaje. Para colmo de males, el cochero, malherido, consiguió desenganchar uno de los caballos y había huido.

Una vez que alcanzaron la cima los tres hombres desmontaron y, de una patada, Forajido Chávez, abrió la puerta de la ruinosa guarida. Entraron. Un viejo catre, una mecedora, y una cocina de carbón, constituían el único mobiliario de la lóbrega casucha. Uno de los bandidos, el que apodaban el Indio, arrojó sobre el jergón el gran fardo que había transportado durante todo el camino. Mendoza, el tercer compinche, ayudaba al Indio a desenrollar la tela mientras Chávez tomaba asiento en la mecedora y los observaba hacer.

No fue muy valioso lo que trajimos... pero lindo sí que es.- gritó el Indio con los ojos brillantes por la excitación.

-Sí, lindísima- replicó Mendoza con la lengua adormecida por la pasta de tabaco.

La madera carcomida del piso crujía bajo el acompasado movimiento de las ballestas de la butaca. Chávez no cesaba de rascarse compulsivamente el negro bigote donde un ejercito de piojos había encontrado la tierra prometida. No dijo nada, pero no les quitaba ojo a los otros dos; se limitaba a jugar dando vueltas a la rueda de una de sus espuelas, con el rifle sobre las piernas y la canana aún colgada en bandolera sobre el poncho azul.

La mujer comenzó a gritar y a llorar cuando descubrió las intenciones de los bandidos de atarla a los extremos de la cama. Se retorció, pataleó, les mordió, pero al final quedó inmovilizada con los brazos en cruz y las piernas abiertas.

-Estate quieta, gringa -le gritó el Indio al mismo tiempo que le propinaba una fuerte bofetada.- Nomás te vamos a dar unas buenas cogidotas y luego... quién sabe, a lo mejor te gusta y hasta nos pides más.

Mendoza soltó una gran carcajada y enseñó sus grandes dientes de asno, luego desenfundó su puñal y empezó a rasgarle el vestido. Los botones iban saltando uno a uno con el roce de la afiladísima hoja con la que acariciaba con sadismo la piel de la chica. Más que la mujer en sí, lo que realmente le excitaba era saberse en disposición de hacer lo que quisiera con ella. Disfrutaba vertiendo sus amenazas sobre aquel ser indefenso que le miraba con terror. -A ver puta, quédate quietecita o te corto los pezones ahora mismo- y le pasaba la punta del cuchillo por los pechos desnudos, y disfrutaba sintiendo la carne trémula bajo la hoja de acero. -Sabes que si te resistes te mataré; y si no me gusta cómo coges, cabrona, te mataré también; y posiblemente hagas lo que hagas terminaré matándote.

Los ojos de lagarto de Chávez observaban la escena, calmados, inexpresivos, fríos; se desplazaban con parsimonia desde la víctima hasta sus dos camaradas y luego volvían de nuevo hacia la joven. Era una sensación extraña la que le embargaba; por primera vez en la vida, un profundo sentimiento de desprecio hacia el Indio y Mendoza se estaba forjando en su interior. Le parecía una abominación que aquellos dos animales forzaran a la mujer; que disfrutaran de aquel cuerpo fresco de piel blanca y tersa; que le impregnaran la boca de sus fétidos alientos; que destrozaran con sus embestidas de puercos en celo el delicado sexo rojizo de la preciosa gringa.

Mendoza escupió con furia el tabaco contra el suelo y se desabotonó la pistolera y los pantalones. Una hebra de baba amarillenta le colgaba de la barbilla y no se molestó en quitársela antes de besar a la secuestrada que inútilmente retiró la cara cuando se echó sobre ella.

-¡Para! - Dijo la voz templada del Forajido Chávez

-No me chingues, Chávez, ¿qué cojones quieres? Gritó Mendoza incorporándose. -Fue mía la idea de traérnosla... creo que eso me da derecho a ser el primero.

-¡Jódete!, Mendoza- Ahora era el Indio el que estaba exasperado- fui yo quien cargó con ella todo el camino.

Un estampido hizo restallar las paredes de madera de la cabaña. Mendoza cayó al suelo con el pecho destrozado y mirando con incredulidad a Chávez, que estaba de pie, observándole a su vez a él, con el cañón de su Winchester todavía humeante.

El Indio, llevó instintivamente su mano al revolver pero no había llegado a tocar aún las cachas cuando ya tenía un agujero abierto en el estómago. Todavía antes de expirar tuvo tiempo de preguntar por qué.

-Por qué- Le contestó Chávez acercando sus ojos helados a los del Indio -Porque hay botines que no pueden compartirse, compadre. Luego fue hacia la chica y la violó salvajemente.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Dic/01