Frasco de suspiros
Imágenes de cómo el invierno sueña con el verano
John Berger: "Paisajes iluminados con bombillas"Héctor Perea
El taxi siguió de frente. A un lado quedaban los árboles del Retiro, desnudos, abandonados a su suerte y a la niebla matinal. La luz comenzaba a colarse por entre las pocas hojas del invierno y la escena figuraba como una parte colateral, una anécdota apenas de la pintura completa.
Era un trazo en pleno vuelo, vibrante y enfermizo. Se ofrecía a los ojos como se mete en el cuerpo la temblorina de una enfermedad incipiente que, más allá del dolor o la tristeza esperados, produce la dulce alegría, los nervios de una meada infantil, tibia, a media noche. En un vistazo, como por descuido, aparecían los restos de la noche. Y entre contenedores atiborrados de porquería y media, las calles regadas y los primeros rayos de luz, las secuelas objetivas sobre los cuerpos: ojeras, bostezos; flacidez de los músculos, palidez de los rostros. Pero a todo esto acompañaba también algo íntimo: las sensaciones de la carne, aún palpables a pesar de la noche concluida. Lo sucedido pinchaba aún, bien vivo, en el estómago.
De la oscuridad artificial, rojiza o verdosa o de cualquier tipo, quedaba un brillo en la mirada, en la porosidad de la piel. En una piel imaginada por su inminencia, extendida en texturas de humedad y temperaturas varias. Olorosa, confundida entre muchas. Única para cada instante. Y luego dejada a un lado sin esperanzas ni remordimientos, con el sólo deseo del reencuentro, del reinicio de una aventura vista y no vista.
-Acércame la sal, ¿sí?
Alargó el brazo y tomó el frasquito. Al hacerlo sus vellos rozaron la mano de Silvia, que volteó a verlo. Los dos sonrieron. Pero enseguida cada cual estaba en lo suyo con los demás.
-Gracias.
La ración de croquetas desapareció casi al instante. Y entonces caía sobre la mesa de mármol una ración de setas y otra de queso curado. Ahora fue Silvia quien rozó el antebrazo de Luis al servir una ronda más de vino para todos. Los vasos chaparros enrojecieron. De sus paredes escurría una capa delgadísima de líquido; desde el borde hasta el interior mismo de los vasos, deformando, para el observador de enfrente, la barbilla y los labios que brillantes por su deslizamiento lo bebían.
La plática crecía en velocidad y superficie, se extendía como las manchas del vino derramado con -sólo- aparente descuido sobre la mesa. Y en medio de todo estaba la mirada múltiple de los sonidos; las pupilas susurrantes que todo lo escrutaban: murmuraciones suaves pero intensas derretidas en la superficie de los ojos, las mejillas, y sobre un fondo de platos y cubiertos titilantes. Las expresiones clavadas en unos y en otros rostros. Y las sonrisas apagadas, las risas nerviosas pero sin escándalo. El pan con tomate y aceite. El queso en triángulos. Las lonchas delgadas de jamón, con sus orillas blancas, de una suave y resbalosa textura, exquisita mientras resbalaba por la lengua y se dejaba morder, saborear, triturar. Todo cumplía el destino puntual de las croquetas. Era alimento para el estómago y los sentidos del que no quedaba nada sobre la mesa. Pero también del que apenas comenzaban a sentirse los efectos.
Luis miró a Silvia y ésta, de perfil, con los ojos clavados en Pedro, supo enseguida que Luis comprendía sólo una parte de sus pensamientos. Y que eso era lo que ambos buscaban.
La penumbra de la entrada y los ceñidos flujos de luz del interior difuminaban los bordes de las cosas. Las mesas se continuaban sobre ciertos muros y las butacas se fundían, para los ojos titubeantes, en el color de la alfombra. Los cuerpos, transmutados en sombras claras, en trazos deambulantes y sin detallar, se distribuían por aquí y por allá y como sin querer. Aparecían fundidos con los muros y las columnas o tendidos con dejadez sobre superficies mullidas, sin límites aparentes también.
Los murmullos daban un nuevo fondo a las miradas del bar de tapas. El de aquí era un fondo continuo, sin variaciones casi, con líneas de fuga y callejones estrechos pero nunca cerrados. Ruidos ajenos y sin embargo como nacidos de las voces de ellos mismos. Ruidos antiguos y premonitorios. Dos de las tres parejas miraban con cierto descaro por aquí y por allá, indagando, abriendo bocado. Uno de ellos siguió hasta el fondo y corrió la cortina de entrada al apartado de siempre. Los muros derretían el reflejo inestable de la luz arrojada por los televisores colocados en lo alto de las esquinas. Luis tomó la mano de Clara y ésta la de Pedro, que acercó sus labios al cuello de Marta, quien, sorprendida, miraba a Silvia poner la mano sobre el bulto resaltado en el pantalón de Mauricio.
El taxi siguió de frente. Las imágenes del recuerdo se derretían sobre los árboles del parque, se perdían entre las ramas levísimas, al descubierto. El frío calaba en serio a esa hora en que la luz del sol no llega a ser algo palpable, y en que la oscuridad profunda ha desaparecido sin haber sido verdadera noche para unos cuantos. Silvia recargó la cabeza sobre el hombro de Luis, que bostezaba en ese instante con los ojos entrecerrados. La luz matinal daba a los edificios una tonalidad que recordaba la de los muros en aquella villa toscana del verano. Comenzaba a colarse por entre los cuerpos desvaídos de las nubes. Nubes extrañas, por deshilachadas y blancas, para ese invierno intensamente lluvioso. "Este anticiclón que se va y vuelve; y se vuelve a ir", meditó Luis con una sonrisa. Y de no haber estado rendido hubiera hecho caso a sus pensamientos más instintivos: "para la noche el tiempo estará buenísimo. A ver qué se pone Silvia".
Pero en ese momento la cita era ya pasado y las fuerzas se habían consumido. Cuando menos para poder imaginar como inminente otra de esas incursiones. Siempre distintas, siempre parecidas. Lo casi seguro era, de hecho, una noche más. Bendita noche de sueño, pensó.
Y recargó a su vez la cabeza sobre la de su mujer.
Tomaron los primeros tragos en la barra, mientras esperaban mesa. Allí nunca falta sitio. Pero esa noche sonaba especial a pesar del clima húmedo y ventoso. Cuando menos para unos. Chocaron los vasos de cerveza. Sí, era una ocasión singular. Noche de iniciación, sólo repetida unas cuantas veces en los últimos meses. No hacía falta romper el hielo. A pesar de todo y de nada en común, eran ya amigos. Más que por los universos de cada cual, los impersonales, en el fondo intransferibles, y de las muy diversas palabras que acostumbraban en sus vidas cotidianas, por las frases de los ojos y las puntuaciones de las manos. Las salidas sin clima ni estación, a pesar de la apariencia tormentosa. Y por los roces y los juegos a la vista.
Era una noche especial. Y es que por más que se cuente... La verdad, si no lo vives...
Pidieron una segunda ronda de cervezas y al poco tiempo se trasladaron a las mesas, donde la redistribución de sitios daría inicio al ritual. Con seguridad, aunque no sin un leve titubeo nervioso, las parejas encontraron acomodo. Las miradas cruzadas habían definido el primer paso. Las dudas fueron sólo momentáneas ya que, cuando menos algunos lo sabían, nada se determinaba con esto y, al contrario, se abría todo sin limitaciones. Los nuevos lo empezaban a saber, a saborear con un cierto regusto. Y un cierto temor también sabroso.
La luz de los televisores seguía y seguiría derramándose sobre los muros claros. Los focos del techo, ojos esquivos, volteaban hacia todos lados, excepto hacia los cuerpos. Así que éstos iban y venían sin definición clara, con agilidad de movimientos. O permanecían con un estatismo desnudo de pudores. Con ojos, pieles, poros abiertos. Los de ellos mismos habían dejado de ser los cuerpos de Clara y Luis, de Pedro, Silvia, Mauricio o Marta. Eran sólo unos cuerpos sin perfil definido aunque con más volumen y curvaturas que cuando llegaron. Esos lo podían palpar y lo harían: todo entraba dentro de esa perspectiva de inmediatez que provocaba mariposas en el estómago. La imaginación como realidad; la realidad como una capa de luces ocultas sobre la imaginación. Noche larga y nueva, tras noches agotadas hace tiempo. Hace siglos.
Y del bulto en el pantalón de Mauricio la mano de Silvia subió por el frente, el pecho y el cuello hasta la mejilla. Al fondo, en las pantallas colocadas en distintos ángulos e inclinaciones aparecieron esos personajes masculinos que, siempre de forma despreocupada, voltean a ver a una muchacha en minifalda de aspecto inocente, pero que lanza una sutil insinuación con la mirada.
A continuación de los créditos de la anterior se iniciaba la siguiente historia. Y otra muchacha -o la misma- andaba ahora entre los árboles tupidos, por los alrededores de alguna ciudad de provincias. Libraba las ramas tiradas y las puntas filosas de los arbustos resecos con movimientos de cadera perfectamente sincronizados y captados, con lujo de detalle, por las cámaras. En una escena paralela, dos, tres amigos viajaban en coche por alguna vereda rústica. Y de pronto, el coche se detenía de golpe a causa de algún desperfecto. Bajaban los tres para constatar con fastidio la ponchadura de una llanta. Estaban en medio de la nada, rodeados por un absurdo paisaje de pinos vulgares y charcos de agua inmunda. En fin, en el campo. Y sin perspectivas de salir andando, pues el asqueroso barro embarraría por igual zapatos y pantalones sin fijarse en la marca. Sacaron las herramientas, el repuesto y, ni modo, se dispusieron a cambiar la llanta, sintiendo ya el pringoso roce de esa llanta de caucho negro, rodada durante horas entre el fango y las boñigas del camino. Ella mientras tanto, rubia delgadísima, seguía librando obstáculos en con una minifalda floreada como el paisaje y fresca como los riachuelos que la acompañaban en ese paraíso del aburrimiento. De pronto se detuvo, sorprendida por los ruidos que venían de algún paraje cercano. Miró por entre las hierbas altas y descubrió un coche medio inclinado sobre el camino. Y voces que de allí venían, quizá de atrás de la carrocería, que seguía hundiéndose por un costado al tiempo que por el opuesto se levantaba sin razón aparente. Clara llamó al mesero y pidió otro gintónic. Y volvió a clavar su mirada en la pantalla, con las piernas cruzadas, mostrando a Pedro parte del muslo y del liguero rojo. La mujer de la minifalda descubrió que varios hombres se ocultaban tras el coche. Puso expresión de duda; pero pronto ésta desapareció para dar cabida a una mirada penetrante y una sonrisa traviesa. Salió de los arbustos y se dirigió a los jóvenes, que voltearon enseguida y clavaron sus miradas sobre el cuerpo entero de ella. La rubia, tras un ligero quiebro de cadera, extendió la mano. Pero no en señal de saludo, sino pidiendo la cruceta para ayudarlos. Boquiabiertos ante el cuerpo delgado y ligerísimo de la mujer, los tres se apresuraron a darle el instrumento. Que al tener en su poder la rubia arrojó más allá de los árboles. Con la mano otra vez extendida, dejó en claro su nueva solicitud.
Habían colgado los abrigos en los percheros de la pared, bajo los cuales se desplegaba un friso de espejo. La superficie alargada y fría del adorno devolvió franjas de sus cuerpos por algunos instantes; aunque pronto quedó cubierta con las telas gruesas que pendían del muro. Casi por instinto -o por una forma del instinto- Luis y Mauricio voltearon hacia el vidrio reflejante para ver los cuerpos femeninos desprenderse de los abrigos y quedar, cada uno con su estilo, protegidos con apenas unas telas delgadísimas. Además, coloridas con tonalidades que no eran diurnas pero tampoco correspondían a las de cualquier salida de copas. Había negros y rojos; algún púrpura por allí. Las medias caladas de Silvia bajaban por las piernas apenas terminada la falda, que no debía medir más de veinte centímetros. Clara de plano dejaba ver sus piernas largas y bronceadas sin más, con apenas la veladura de una falda aún más corta que la de Silvia. La prudencia de Marta se insinuaba en el vestido de noche, más bien largo y en tono beige. Su presencia contrastaba también, en cuanto a gestos y actitudes, con las de sus dos amigas, nuevas cómplices. Al final del recorrido masculino, del que nadie perdió detalle, las mujeres se miraron entre sí. Sonrieron primero para luego reírse todas, sin quitar los ojos, como hacía el resto de los comensales del pequeño restaurante, de encima de cada uno de sus cuerpos. Aunque echando también alguna miradilla a los hombres; a ninguno en particular. Para luego, bajo el impulso de otra forma del instinto, echarse una ojeadilla también sobre lo que quedaba descubierto del friso de espejo, con cara de certificar algo no dicho pero sabido desde mucho tiempo atrás.
El ánimo crecía, no tanto con la traída de cada nuevo plato de raciones como con el despegar de éstos de la mesa, desnudos, vaciados por completo. Poco a poco el hambre decrecía y aumentaba la sed; y con ella otra sensación que abría un nuevo un hueco en el estómago. En lo que menos se pensaba, encerrado cada uno en sus pensamientos y sensaciones, era en pedir más comida. Pero, eso sí, una botellita más de Rioja no estaría de más. Ahora sí un reserva. O quizá un whisky final. El hecho es que los ojos, húmedos y picantes, bastante más abiertos y descarados que al llegar, reproducían los destellos lanzados por las lámparas del restaurante. Y las sonrisas enfilaban ya en una corriente continua, se deslizaban a través de un lenguaje de señales fácilmente descifrable por habitual y primerizo. Las sonrisas y las miradas, de hecho, no indicaban más que una cosa. Que nadie dijo ni insinuó siquiera.
Aquella noche de viernes, una semana antes, la fiesta de Clara dejaba labios risueños, muecas congeladas por el cansancio del día y el alcohol. Cuerpos agotados por el baile o por sólo mirarlo en los otros. Y palabras entrecortadas o no dichas ya a causa de los efectos descritos. No había faltado nadie. O casi. La colonia mexicana en pleno, rebosante de cosmopolitismo y exquisiteces de moda. Aunque a esas alturas de la fiesta no quedaban más que los fieles de verdad. Y una pareja nueva, conocida hace tiempo de Clara y Pedro, huída de la monstruosa capital virreinal y afincada, con sus dos hijos, en pleno centro de Madrid. Así que de los treinta invitados apenas sobrevivían seis incondicionales, semidormidos y sin poder dar más de sí. Pero también, sin ganas de irse. ¿Irse a dónde? ¿A qué, siendo ya tan tarde? Bueno, de hecho sí que había dónde ir. Aunque ya para qué. A esa hora todo habría terminado. Uno a uno habrían pasado y repasado el asunto, pensó Luis; eso sí con absoluta nitidez. Desde el fondo una mirada cómplice, que había seguido desde el inicio las mudas expresiones de Luis, asintió con conocimiento de causa. Ambos sonrieron para luego soltar la carcajada. Clara se volvió y los reprimió con mirada fulminante, pues también sabía por dónde iban las risas. Y fue a su vez enfrentada por la mirada divertida de Marta.
- No seas así. Déjalos que se diviertan.
A lo que Clara respondió: "pues me parece muy bien, si tú lo dices. Pero luego no te quejes..."
Otra vez las risas. Aunque ahora de todos, mirándose entre sí con distintos motivos de alegría.
- ¿Entonces qué, Clarita, les decimos? ¿Crees que se animen? -preguntó Pedro, clavando con descaro la mirada en las piernas un poco abiertas de Marta, que enseguida mudó la risa por una sonrisa de desconcierto. Pero no cerró las piernas, y sólo tapó el triángulo oscuro con su mano. Coqueta a la mexicana.
Aún con la lluvia tormentosa que lo borra casi todo hay días en que el atardecer sobre el parque lo deja a uno mudo. No queda más que ver y callar durante unos minutos largos. Para luego salir y meterse sin rumbo fijo por sus veredas, entre las ruinas románicas y los caprichos arquitectónicos; y andar y andar por la ciudad hasta el anochecer completo, profundo, oloroso a humedad con un cierto toque de podredumbre. Reaparecen entonces las calles empedradas del pasado, los ríos desecados y los fantasmas de aquellos techos y torres recubiertos de pizarra tumbados por los franceses. La ciudad de ciudades se levanta de golpe y mueve su dedo ganchudo invitando a entrar en su cuerpo de pliegues blandos, tersos, esquivos. Y sin remedio se deja uno caer. Y cae, y cae, hasta hundirse en una negrura tan profunda que al tocar fondo... Pero sin remedio, una canción del radio nos despierta y desamodorra. Con el sol contra los ojos, Luis se preguntó dónde estaba. Y el sol comenzaría a parpadear tras los árboles pelones del bulevar cuando el taxi arrancó con la luz verde.
La joven, curiosa, con expresión ingenua, se aproximó al coche. Libró los últimos obstáculos. Las hierbas rozaban sus piernas, le hacían cosquillas en la piel, le producían distintas sensaciones. Y en un momento dado, después de extender su mano por segunda vez, un paso torpe, producto de la distracción que le provocaban las miradas de aquellos hombres concentrados en su cuerpo, con brazos arremangados y descalzos -para no manchar los zapatos de marca-, la hizo caer sobre el lodo. De inmediato, tropezando unos con otros, los tres corrieron a ayudarla. Manchada de los muslos, las nalgas y las manos, la joven, ruborizada, se dejó levantar. El vestido, pegado a sus piernas, se había sobrepuesto como otra piel; y dibujaba con precisión la figura femenina. Los hombres la habían tomado de muchas partes para levantarla y ella, nerviosa por la caricia múltiple, había sentido algo apenas traslucido por sus ojos pero que los pezones endurecidos y moldeados bajo el vestido no dudaban en mostrar. Como también sus labios. Los tres la vieron directo a los ojos. Luego miraron los pezones y su cuerpo entero. Y la volvieron a cubrir de manos bajo el recorrido atento, moroso de la cámara.
Clara se volvió hacia Marta, quien boquiabierta seguía la escena de la televisión. Pedro también la miraba, de perfil; y seguía la película de reojo. Silvia lo veía a él mirando a Marta. Otro embebido en las tomas era Mauricio. Éste y Marta coincidieron de pronto, sin verse, en dar un trago largo a sus whiskys. Y Luis aprovechó para girar con disimulo y meter la mano bajo el vestido de Clara, quien sonrió como la chica de la tele. Se levantó, ofreció la mano a Luis y ambos se perdieron en la penumbra rumbo a la pista de baile del fondo, que permanecía cubierta por cortinas densas, impenetrables a la vista desde fuera. Mauricio los observó con atención mientras se perdían en la penumbra, con el vaso en los labios. Luego volteó hacia Marta, que ya lo miraba. Notó otros ojos sobre su rostro y giró hacia la derecha. Pedro analizaba cada uno de sus movimientos, divertidísimo, como si Mauricio fuera un insecto atrapado en la red del entomólogo; levantó el vaso y le propuso un brindis sin palabras. La luz que provenía de las pantallas, variable e inaprensible como las escenas ya bastante caldeadas, coloreaba los líquidos y lo poco que aun quedaba de los hielos iniciales. Los dos brindaron y sonrieron, pero con dos distintos ánimos y diferentes muecas. Dos parejas más pasaron junto a Mauricio. Sintió el roce de uno de los vestidos, ligerísimo como el de Silvia, al tiempo que una mano apretaba con suavidad la suya y lo invitaba a seguirla. Miró las piernas desnudas y la tela que apenas cubría la parte superior de los muslos. Se dejó atraer por la mano. De pie, siguió el camino de los otros hasta desaparecer en la oscuridad con su amiga.
Por enésima ocasión, a mitad de la fiesta, en este caso de cumpleaños, las tres mujeres se habían puesto de pie. Sonaba una música de corte árabe en el aparato. Se echaron las servilletas por encima de las cabezas y comenzaron a hacer curvas con las caderas, a ondular los brazos muy en alto; luego por debajo, al tiempo que doblaban las rodillas. A cada nuevo giro las caderas iban haciendo crecer y decrecer el círculo; casi se tocaban. Pero sólo casi. Las manos también se entrecruzaban sin llegar al contacto. En un momento dado, el momento esperado, el de siempre, Silvia arrojó la servilleta y se abrió de brazos, mostrando con plenitud los pechos cubiertos por una delgada blusa azul, escotada, sin hombros. Debajo de la blusa se transparentaba el brasier. Marta duplicó los movimientos de su amiga. Pero su blusa, bastante más gruesa, no mostraba ni modelaba prácticamente nada de lo contenido. Silvia se aproximó a ella y desprendió el primer botón del ojal, bajo una mirada de censura pero permisiva de Marta. Era, ni más ni menos, la representación de las dos, el inicio del final. Aunque a veces cambiaran algunos personajes, las variaciones eran siempre mínimas. Y a punto de que la tercera bailarina -que podía ser cualquiera- se quitara, ahora sí, la primera prenda, alguien cambiaba la música y el encanto se había esfumado en un segundo. Todas respiraban hondo, satisfechas de la seducción, liberadas. La trinidad se disolvía, cada cual devolvía su servilleta a la mesa de centro mientras se escuchaba música de salsa o algún rock de los cincuenta o sesenta. La fiesta tomaba entonces su cauce normal y, tras el movimiento cansado de los primeros tránsfugas y las ojeras evidentes de los demás, se esgrimían los compromisos ineludibles del día siguiente como coartada de despedida. Unos tras otros irían saliendo, bien abrigados, al frío de la calle. Pero esa noche, esa madrugada, esa mañana bien entrada habían permanecido más horas de lo normal. Y con una pareja extra. Eso fue suficiente para alterar algunos nervios.
Marta lo vio que se iba. Sintió mariposas en el estómago. Pero no sólo por que se lo llevaran, sin oponer él ninguna resistencia. También por el contacto de unos dedos en sus rodillas y un beso suave, húmedo, en el cuello. Cerró los ojos y al instante la imagen de la partida de Mauricio había desaparecido. Y era (casi) historia. Las penumbras reales se recubrían ahora de otras nebulosidades, y de un rebase emocional distinto del casi inmediato. Podía haber retirado los dedos de sus piernas. Podía haber abierto los ojos. Pero no lo hizo; sintió que lentamente el mariposeo del estómago se extendía a los brazos, a las otras extremidades; y que su cuerpo entero comenzaba a temblar. La sensación crecía. Era una vibración suave pero definida que traspasaba la piel; y tan sutil que sólo ella la percibía. Electrizada, Marta no sólo permitió el roce de las yemas, sino que además sus piernas fueron abriéndose a las caricias, a esa caminata táctil sospechada durante la semana entera. Lo que para ella había sido, sin embargo, nada más que una fantasía, un juego intelectual, de pronto se convertía en algo palpable. Lo curioso del asunto era que, aún así, hecho realidad, no dejaba de ser sólo un juego. Eso sí, físico y directo; pero que no arrastraba remordimientos, culpas ni reproches. Sin celos por el alejamiento de Mauricio, Marta dejó que la mano entrara más. Y más. Y mientras las piernas, al abrirse, definían con claridad la confluencia última de las líneas de perspectiva, sus propios dedos, desprendidos del vaso frío, siguieron el curso equivalente hasta alcanzar el reborde cálido del pantalón. (La chica de la tele se había dejado desnudar y ahora tomaba entre sus manos dos miembros erectos. Uno de los cuales atraía enseguida hacia su boca. El tercero de los hombres se colocó tras esa mujer que levantaba bien alto las caderas. Pero ya nadie del pequeño grupo testificaba el asunto, que se transformaba en un puro ambiente luminoso sobre los muros del bar).
Sonaba apenas la música en el taxi. Se confundía por momentos con las órdenes de la central. De pronto, por instantes, Luis perdía la conciencia del sonido y el paisaje para caer en el sueño de unos segundos. Imágenes dispersas inundaban su mente. Crecían, se balanceaban y caían quién sabe dónde. Luego un cabeceo real y otra vez la música, los mensajes de calles y plazas y la luz sobre el parque y sobre su rostro lo reanimaban. Ella, de plano, dormía encima del hombro de Luis. Esa música con ritmo pero débil, suave, tema de entrada y salida del duermevela, estaba conectada con los resortes de toda una vida.
No, más que débil o suave o lenta, era una melodía transparente sobre la pista. Lo suficientemente rítmica como para conducir el movimiento de los miembros; pero tan baja e impersonal que dejaba flotar por los aires, rebotar en los muros encortinados y refundirse, unos en otros, los suspiros. Y los quejidos y los murmullos de las parejas. Las caricias iban y venían, ablandaban y endurecían tejidos y músculos. Dos cuerpos, los de Luis y Clara -que identificó Mauricio con certeza, más por instinto que por otra cosa; y que en realidad no eran más que dos cuerpos-, bailaban muy pegados en la pista. La música continua y anónima. La luz casi nula. El color de las pieles contrastaba con el rojo pálido de las cortinas. El cuerpo masculino llevaba sus manos de arriba hacia abajo por la espalda del femenino. Ella, con una mano, apretaba las nalgas de él. Con la otra le acariciaba la nuca. La pareja perdía de pronto el ritmo del baile. Y tardaba unos segundos en recuperarlo, aunque sin demasiada preocupación. Y lo volvía a perder mientras las manos de él bajaban y se instalaban en algún sitio mullido, recubierto apenas de ropa. Mauricio, pasmado ante una escena que, como en el friso del bar, se duplicaba metro a metro, sintió de pronto un tirón del rostro, enmarcado ahora por las palmas de su acompañante. Lo miraba divertida. Y lo beso con suavidad en los labios. Lo abrazó. Mauricio pudo entonces echar otro vistazo, rodeado por los brazos de Silvia. Luis había subido el vestido de Clara por encima de las nalgas y se las acariciaba. El calzón de ella, un hilo apenas, desaparecía entre los pliegues carnosos, intensamente blancos, expuestos sin tapujos a su vista y a la de dos parejas más que comenzaban a rodearlos. Las otras parejas se diferenciaban de la de Luis y Clara -qué raro, pensó, nunca los había visto como pareja-, sólo por las distintas complexiones y alturas. Pero en realidad eran iguales: una sola esencia los rodeaba, esencia indescriptible pero nítida. Una de las mujeres perdió en ese instante la blusa y, sin nada por debajo, recibió la caricia multisexuada del grupo. Mauricio lo observaba todo con meticulosidad. Aunque parte resultara producto de una reconstrucción mental a causa de la falta de luz. La excitación visual iba en aumento. Algo más pasaba dentro del grupo de parejas, que había formado un pequeño, ceñido corro. Algo que dejaba escapar otros murmullos apagados, suspiros nuevos, casi gruñidos. Su propia excitación no paraba de crecer; y de hecho era muy distinta de la que había sentido en cualquier otro momento de su vida. Silvia dejó el abrazo y plantó de nuevo el rostro frente al suyo. Pero ahora su expresión no era divertida, sino seria, honda, irreconocible. Era una Silvia distinta. Lo besó con fuerza. Metió su lengua hasta el fondo de la boca de Mauricio y bajó su mano derecha hasta apoderarse del miembro erecto, aprisionado por el calzón. "¡Acaríciame!", le insinuó al oído, aunque con un tono de exigencia. "Hazlo como tú quieras", agregó ella suavizando el tono, pero sin ceder un centímetro de lo ganado. Mauricio cerró los ojos y se dejó llevar por la emoción que producían las fuertes caricias y las peticiones de su amiga. Se dejó llevar por esa punzada inédita, mezcla de lo furtivo y lo transparente, de algo misterioso, pero también claro y directo. Bajó la mano y descubrió que el calzón delgado de Silvia estaba mojado y que las piernas se abrían bajo el más mínimo contacto de los dedos. Sintió una piel desconocida. Escuchó unas palabras raras e inesperadas, que no coincidían con la imagen de esa mujer apenas conocida que ahora bajaba el cierre de su pantalón y comenzaba a extraer el miembro. Perdido en las más llanas sensaciones de placer permanecía con los ojos cerrados. Era su placer. Era el placer de ella. Ninguno se miraba a los ojos y cuando los abrían, por unos segundos apenas, era para observar el gozo de los otros. Los suspiros sueltos eran ya una masa de ruidos, de sonidos reconocibles; más apagados o encendidos a partir de matizaciones del placer. Los suspiros hablaban entre sí. Pensó en Silvia besándolo. Y la besó con más pasión. Y de pronto Silvia se convirtió en Marta y, sobresaltado, abrió los ojos. La había dejado sola en medio del bar. O pero aún, con los demás. De hecho no sabía ni con quién estaría. Sin ningún aviso, separó su cuerpo del de Silvia, que quedó sorprendida en medio de la pista, pero no molesta. Se alejó de ella, aunque sin soltarle la mano. Asomó la cabeza por entre las cortinas, en dirección del salón grande. Miró hacia los sillones. Escrutó, ayudado por las luces cambiantes de los televisores, por aquí y por allá. Pero nada, Marta no estaba en ningún sitio. Silvia, ya francamente divertida, le dijo al oído: "No te preocupes. Si quieres vamos a buscarlos: así va a ser más divertido". Y salieron de la pista, dejando al grupo semidesnudo y convertido en un solo amasijo rugiente.
De paso por la mesa Silvia lo invitó a recoger sus vasos, a medio llenar, aguados ya. Siguieron por uno de los pasillos y, entre cuerpos desnudos o sólo cubiertos por toallas blancas, llegaron a una habitación reducida, de paredes también rojas, sin televisores ni música y con una iluminación aún más pobre. Había dos, tres, cuatro parejas. O más bien un montón de cuerpos distribuidos en pequeños grupos, muy pegados entre sí. Por la casi completa oscuridad resultaba difícil definir el predominio de uno u otro sexo en cada conjunto. Pero además, la continua circulación de gente, de un grupo a otro, hacía casi imposible el dibujo humano del lugar. El olor a encierro, a perfumes y sudor, a sexualidad plena golpeaba los sentidos. Mauricio, tenso, nervioso, veía como una aventura imposible descubrir allí a Marta. Tomó un trago de su vaso tibio. Silvia no hacía más que sonreír. Después de verlo sufrir por unos segundos, de disfrutar a fondo su desconcierto, acercó de nuevo los labios al oído de Mauricio y, sin aspavientos ni levantar para nada la voz, le dijo: "Ni te angusties, mejor disfruta lo que ves. Además, Marta no está aquí. Yo sé adónde se fueron". Y tomó el trago largo que emparejaba los papeles. Salieron. Él un poco recuperado de la impresión de imaginarla allí metida, fundida entre los cuerpos; desconocida por completo para él, quizá sonriente o con los ojos cerrados y la expresión neutra del placer anónimo. Aceptó la mano de Silvia y en una actitud, en cierta forma, de agradecimiento, la besó en la boca. Pero al instante la esencia del beso cambió para él; y metió su lengua por completo en Silvia. Ella continuó con la actitud del principio. No agradecía nada, no pedía nada. No hacía más que disfrutar del beso limpio de significados: carnoso, húmedo, exquisito, sin firma de propiedad. Pasaron otra vez junto a la pista, donde nuevas parejas iban y venían; observaban a los otros, se aproximaban o se dejaban rodear de brazos y cuerpos. Al pasar junto a la barra Silvia hizo una seña a la mesera y ésta, después de asentir con la cabeza, se perdió tras una puerta.
El reflejo de la luz interior, juguetona como la de los televisores pero llena de brillos y transparencias dúctiles, inesperadas, salía por el hueco de entrada a otra de las habitaciones. La luz, ligeramente verdosa, venía recubierta de una suave neblina que la hacía todavía más cálida y distinta de la expulsada por las pantallas, que exhibían ahora una escena mucho más explícita, aunque a estas alturas menos excitante. La proyección lumínica y el vaporcillo arrastraban más y más rumores, palabras sueltas, chasquidos y suspiros reconocibles. La mesera los alcanzó antes de que entraran en el salón y les dio toallas y zapatillas de plástico. Y desapareció enseguida. Esa momentánea interrupción a su decidida entrada lo hizo dudar por un momento. En esos segundo no supo si quería o no hacerlo. Traspasar el quicio y ver, constatar lo que muy bien sabía: que lo que allí se daba no era más que el reflejo sobre Marta de sus propias pasiones, abiertas en chorro, incontrolables. Le vino otro vuelco en el estómago. Pero que tampoco sobrepasaría el espacio de unos instantes. Silvia, con la mirada clavada en su expresión, fácilmente traducible, jaló la mano de Mauricio, lo atrajo hacia sí. Lo beso, ahora más suavemente. Sus labios rozaron apenas los de Mauricio y sus brazos rodearon su cuerpo. Pero al instante, otra vez en un abrir y cerrar de ojos, lo alejó de su cuerpo, lo miró de frente con la sonrisa recuperada y lo empujó hacia el interior del cuarto. Él se dejó meter sin protestas. "Pero qué vestidos estáis", dijo alguien desde el fondo, perdido en medio de las penumbras. Las columnas acanaladas, con capiteles dóricos; las imágenes de venus y adonis diversos presidían y rodeaban el enorme jacuzzi y los colchones distribuidos por el lugar, grande pero no demasiado para la cantidad de gente que lo recorría o, simplemente, hablaba o miraba en silencio desde algún rincón. Bajo la presión del reclamo, siempre divertida, Silvia se desprendió el vestido de los hombros y lo dejó caer al suelo mojado, dejando ver su cuerpo casi completamente desnudo a no ser por los minúsculos calzones. Su atrevimiento provocó algunas risas entre los amigos; pero los demás cuerpos, tan o más expuestos que el suyo, estaban de vuelta en lo suyo sin más. Mauricio la vio de punta a punta y ella, sin esas reservas de la fiesta o de cualquier otro día de los pocos en que se habían encontrado, no sólo lo permitió, sino que se volvió de frente hacia él y con la mirada le indicó que desprendiera de sus caderas la última veladura. Luis, Marta, Clara y Pedro aplaudieron, ahora sí entusiasmados y entre risas gozosas. Él procedió a meter los dedos entre la tela y la piel. Mientras bajaba la prenda iba rozando con gusto los costados de las caderas, las nalgas, los muslos, las pantorrillas. Se detuvo un poco acariciando los dedos de los pies, que ella levantaba para dar salida a la prenda. La piel de Silvia se irisó con el roce de las manos, que habían moldeado en el aire la mitad de su cuerpo. Para entonces hasta los amigos habían vuelto también a lo suyo, y más callados que nadie.
Salieron con los primeros y tímidos rayos del sol. En el cielo se desplegaba un toldo de nubes espeso, mullido, tranquilo. El azul intenso de esa masa sin cuerpo se iba dejando cubrir por un rojo suave, desvaído. Un rojo apenas pintado y fugaz. ¿No había dicho el periódico que no pararía de llover en toda la noche? Pero sí, el suelo estaba aún mojado. Clara miraba fijamente al cielo, entre concentrada por los efectos de la luz y medio dormida. Pedro entregó el tíquet del coche al hombre y tomó la mano de ella. Y Clara, casi al instante, se aproximó a él y recargó el hombro. Mauricio vio un taxi y sin dudarlo, agotado también, lo detuvo. Besos rápidos. El recuerdo de compromisos pendientes esa mañana, durante la tarde... Y con la sonrisa pegada al rostro, mecánica como sus frases, entró al taxi, donde Marta lo esperaba ya con la nuca recargada en el asiento mullido. El taxi se alejó. Y apenas dio vuelta en la calle, los cuatro soltaron la carcajada, escrutando entre todos sus propias miradas en espera del primer comentario. Que tendría que esperar al siguiente compromiso "tranquilo", pues el coche de Pedro llegó. Silvia se abrazó de Luis y ambos siguieron a pie por la avenida, rumbo al parque.
Cada uno en lo suyo, y en silencio. Como Mauricio y Silvia desde el principio. El vaporcillo salía de la superficie del agua. Los volúmenes sobresalían apenas del líquido. Desnudos todos, apenas dejaban ver de las clavículas para arriba. Aunque al fondo, escondido entre la multitud, un cuerpo femenino mostraba, seguidos de un perfil sereno, los dos senos y la parte superior de los muslos flotando sobre el agua. Vistas de lejos, cada una de las partes parecía independiente y permitía una observación también singular, concentrada. Nadie parecía hablar; pero la circulación de los murmullos y suspiros era continua y el reacomodo del gran grupo y de los grupos pequeños, bajo una mecánica tácita, casi perfecto. Los cuerpos se rodeaban, se rozaban de seguro por la proximidad de los movimientos. Se tocaba apenas hacia fuera; pero algo, mucho más claro y enigmático, sucedía bajo el agua. De pronto se formaban conjuntos de tres, cuatro o cinco cuerpos que permanecían por algunos segundos o minutos abrazados, con los ojos cerrados, inmóviles y esculturales en lo visible. Unos ofrecían el frente; otros más, mujeres u hombres, las espaldas. Todo dependía del punto de observación. Aun con tal proximidad, pocos se besaban. Y casi todos mostraban una expresión similar, como de concentración en su propio cuerpo o en lo que sus miembros alcanzaban a palpar. Mauricio y Silvia estaban ya completamente desnudos en la orilla del jacuzzi, con los pies metidos en el agua. Se abrazaban y acariciaban sin prisa. Desde el fondo de la enorme poza de agua caliente, Marta intentaba dividir sus sensaciones, o más bien de conciliarlas, para poder disfrutar a fondo, lo más posible, la intensidad del placer que le brindaban la imagen ajena y la proximidad, el toque inesperado pero seguro de otras pieles con la propia. Miraba, casi sin parpadear, el juego de Mauricio y su amiga; y permitía, buscaba el contacto subrepticio. Buscaba sin tapujos bajo el líquido; y se dejaba buscar. Acariciaba, manipulaba, y se dejaba tocar por superficies tersas y penetrar por dedos extraños. No dejaba que la besaran. Pero ella besaba y mordía en el cuello de Pedro o de Luis. O en el de otro que por algo le atrajera en cualquier momento. Y no apartaba la mirada, sino en los segundos de concentración máxima, de Mauricio. Silvia lo sugirió y enseguida estaban ya entrando al agua y dispersándose entre los demás. Pedro atrajo a Silvia. Se besaron con familiaridad, pero también con el nerviosismo de la espera y el reencuentro. Mauricio quiso retenerla, cuando menos por unos segundos más. Al instante, sin embargo, fue atrapado por la espalda y atraído hacia atrás. Intentó volverse; pero no se lo permitían. Lo besaban en la nuca, en el cuello, en los omóplatos. Unas manos acariciaban su pecho y él sentía, clavadas en la espalda, en las costillas, dos pequeñas protuberancias. No hizo más esfuerzo por voltear y dejó que los besos y las caricias y los roces conocidos, anónimos, suyos o de cualquier otro, siguieran recorriéndolo a su gusto. Cerró los ojos. Llevó sus manos hacia atrás, previendo en el fondo las caderas de Marta. Pero sintió una piel y una anchura distintas de las de ella y de las de Silvia. Las alcanzadas no eran mejores ni peores que las dos. Sólo distintas. Sin preguntarse nada, continuó indagando en la piel y las formas nuevas. Y siguió permitiendo el trazo libre sobre su propio cuerpo. La entrada de Silvia y Mauricio al jacuzzi había provocado, o coincidido más bien, con la salida de algunos cuerpos. Cosa que de hecho había pasado inadvertida para todos los demás. Los murmullos y pequeños ruidos, absorbidos en parte por el agua pero también en ascenso por el aire, encontraban eco ahora con los que surgían de los colchones de poco espesor pero anchos distribuidos en el otro extremo del salón. Era un diálogo colectivo y sin palabras: una sola voz, un suspiro apenas contenido y apenas lanzado al oído de todos. Era el cuerpo sin cuerpo; la figura de bulto, colectiva, que lo propiciaba. Imposible discernir la frontera entre las pieles y los movimientos, entre lo que se veía y lo que se sospechaba tanto en uno como en el otro microuniverso del lugar. Imposible detenerse ahora en que todo parecía crecer, abrirse de lleno hacia un espacio sin tiempo, sin clima ni temperatura. Sin final previsto.
A la mitad del recorrido, no pudiendo más, Silvia vio un taxi y lo paró sin consultar a Luis. Con simpatía por la expresión compungida y bromista de ella, él no protestó como siempre lo hacía por la eterna insistencia en lo del coche -sobre todo a cinco calles del edificio. Y subieron.
El taxi siguió de frente. A un lado quedaban los árboles del Retiro, desnudos, abandonados a su suerte y a la niebla matinal. La luz comenzaba a colarse por entre las pocas hojas del invierno y la escena figuraba como una parte colateral, una anécdota, un graffiti apenas sobre la pintura completa.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 06/Nov/01