La Gallina Ciega

Carmen Simón

La oscuridad parecía haberme transportado al mundo de los impedidos, de los mutilados, de los tuertos. Era tan sólo un apagón, pero supe que en esas condiciones era incapaz de atravesar mi propia casa; por más que abría grandes los ojos, no lograba ver más allá de mis narices. Procuré sustituir la incomodidad que me producía esta condición por la idea de que pronto arreglarían el desperfecto; sólo contaba con un cabo de vela y la tienda de la esquina ya debía de estar cerrada.

A tientas llegué al balcón y me asomé un rato con el afán de refrescarme, pues el bochorno de la tarde parecía haberse instalado dentro del apartamento. Afuera todo era calor y oscuridad también. Los enormes árboles de la avenida mostraban la nostálgica silueta de su copa redonda chorreando hacia abajo, que iba perdiendo nitidez conforme el tronco se confundía con el asfalto. En ese momento me di cuenta que ni siquiera me había preocupado por averiguar su nombre, árbol-roble, árbol-olmo, árbol-sauce, arbol-ciprés, cómo acompañarnos ahora si en trece meses no nos hemos presentado. Busqué la luna y la encontré enjuta; era apenas una mueca, una burla.

El clima de afuera no me daba alivio ninguno y decidí entrar; por el mismo piso que todos los días recorro de prisa, caminaba como si estuviera en el juego infantil de gallo-gallina-gallo-gallina o en el de la gallina-ciega. Un escalofrío me erizó; no soporto la idea de las aves, ese olor tan peculiar y penetrante que emana de sus plumas. Aún tengo fresca la memoria del hedor a sangre caliente y plumas mojadas que despedía el vapor del agua hirviendo usada para desplumar a las palomas en el patio de la casa. Zurea quedo paloma para que se duerma el nene, decía la canción. Pero no, ahí estaban sus cuerpos pelones, desnudos, abiertos impúdicamente de patas y alas unos encima de otros. Tenía que huir porque ese espectáculo me resultaba nauseabundo, patético. Varias veces sacudí con fuerza el cuerpo para deshacerme del recuerdo; después me acomodé en un sillón de lo que podría llamarse la sala, pues la cocina, el comedor y la computadora comparten el mismo ambiente.

La vela se había apagado; ya no tenía a qué asirse para mantener su llama. Pronto arreglarían el desperfecto. No era fácil adivinar el color de las paredes; colgando de ellas sólo se veían negros rectángulos horizontales y verticales, y cuadrados unos grandes otros chicos, impedidos de brindar sus colores. A tientas alcancé los cigarros y los cerillos que por suerte había dejado sobre la mesa; agarré el cenicero también. Un instante se iluminó para volver a la incertidumbre; fumé compulsivamente. La esbelta silueta del ammonites tallado en madera mitad sirena, mitad tritón resaltaba lúgubre contra el ventanal. Puntas y ramas amenazantes brotaban de las macetas; entre las sombras, las matas parecían albergar animales al acecho. Pronto arreglarían el desperfecto. Con tal de no ir a buscar un pañuelo para secarme el sudor, me pasé por la cara el dobladillo de la falda larga de algodón, que esa mañana escogí por sus tonos azules y morados, ahora mudos; cerré los ojos y me sentí protegida entre la tela y las palmas de mis manos, como si con ese acto la oscuridad fuera voluntaria. Percibí en ese momento el leve aroma de un ramito seco de nardos olvidado quién sabe cuándo sobre la mesa y volví los ojos buscándolo; imposible mirarlo. Un fuerte sentimiento de abandono me atacó. Pronto arreglarían el desperfecto.

El teléfono, sí el teléfono, llamaré a Mirta o a Rodolfo o a Lilí, a quien sea que esté. Respiré profundo como para aspirar valor y recorriendo agachada cuarta por cuarta de los sillones toqué la mesa del rincón; mi mano tropezó con unos vasos y una botella de vino vacíos que tintinearon al tacto. Alguno de ellos cayó al piso, pero lo ignoré por la sorpresa de descubrir que el inalámbrico no funcionaba; un ardor en la cara me invadió y la fuerza de las piernas la perdí. Sin meditarlo y dando tumbos me abalancé hacia la entrada del apartamento; abrí la puerta, me eché al piso y a gatas, temblorosa alcancé la escalera. Aferrada al barandal como un náufrago, me acurruqué en el primer escalón apretando fuerte los ojos. Pronto arreglarían el desperfecto.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 28/May/02