El gato de Schrödinger
Gerardo Piña
Supe que Vinicio Irigoyen había muerto porque él mismo me lo dijo. El encuentro no había sido del todo casual, ya que ambos asistimos a la presentación del último libro de Suárez. Al diez para las once decidí irme a mi casa y en el umbral de la puerta él me detuvo para preguntarme si podía ir a su casa a tomar una copa porque tenía algo muy importante que decirme. Primero me negué. Él era el único nexo que yo tenía con el recuerdo de Alejandra. Me bastó mirarlo para sentirla cerca, para encenderme los huesos y la sangre. Finalmente acepté porque al ir con él, algo de ella estaría conmigo (el dolor más antiguo es el que más atrae).
Llegamos a su casa en la calle Santiago. Me mostró la sala, el jardín y la biblioteca. La casa era distinta a la anterior; ésta era enorme, silenciosa, inútil. Habían pasado diez años desde la muerte de Alejandra y su esposo no había cambiado. Tal vez estaba un poco más gordo que antes, pero conservaba ese aire distraído. Me seguía pareciendo el mismo profesor egoísta que había conocido en el Instituto de Ciencias Exactas cuando ingresé al equipo de investigación que él dirigía; no dejaba de pensar en sus fórmulas y ecuaciones, aparentaba ser un hombre íntegro, dedicado, tan lleno de reconocimientos por trabajos fútiles y colaboraciones de cuestionable calidad. Cuando el matrimonio Irigoyen aparecía, él intentaba (en vano) demostrar que amaba a su esposa, que era lo más importante para él. De hecho, precisamente esa noche, Alejandra cumplía diez años de muerta. ¿Cómo era posible que Vinicio estuviera tan tranquilo, que no la recordara en mi presencia?, ¿pudor? Era para morirse. No la mencionó una sola vez en aquella velada. Es verdad que yo tampoco, pero lo mío es distinto. Ellos eran matrimonio, en cambio nosotros...
Me quedé un momento solo en la biblioteca. Cuando Vinicio regresó, me pidió que eligiera el vino que gustara de la pequeña cava. Tomé la primera botella de tinto que alcancé (curiosamente era un Tierry Bordeaux 1890. Debía costar una pequeña fortuna porque percibí una ligera señal de disgusto en el rostro de mi anfitrión) y comenté que era notable su gusto por la literatura decimonónica, no vi un solo libro que no lo fuera.
-No sé de qué está hablando -respondió sin mucha atención-. Siéntese -agregó señalando el sofá-. Me siento exhausto, estimado Gerardo. Son ya varios años, diez años desde que... bueno, usted sabe -hizo una breve pausa-. Diez años desde que me he dedicado con todo mi empeño al proyecto del continuum de Cantor. A deshilvanar algunos hilos. En esta época de tanta superchería, religión y las llamadas ciencias ocultas es difícil hacer verdadera ciencia.
Descorchó el vino y lo dejó respirar sobre la mesa. Le hablé de Suárez, de su libro. El argumento era magnífico; la prosa, limpia, sorprendente. Irigoyen elogió con amplitud el texto y agregó que lo mejor era el final, es decir, lo que él pensaba que debía ser el final. Creí que mentía porque nadie había acabado de leerlo: ni Ana Morales, ni Ferrer ni yo -que fuimos los presentadores- lo hicimos. Estábamos consternados porque el volumen tenía apenas noventa y nueve páginas y era interminable. Los tres lo recibimos con meses de anticipación (no sabía que él también tenía un ejemplar). Se lo dije y él me aseguró que casi había terminado de leerlo, que le faltaba arreglar un detalle para completar su lectura. Pensé que era por eso que quería hablar conmigo. Había algo de cierto.
En la estancia había un enorme ventanal. Mientras miraba el pasto, los arbustos simétricos, las anchas escaleras del patio, la duela, el lino, la caoba y el cristal, pensaba en ella, en Alejandra Irigoyen. A ella no le habría gustado una casa como ésa.
-En este tiempo -dijo- no he logrado encontrar mucho progreso en mi trabajo y casi ningún aliciente. A pesar de ello, como ya le he dicho, una de mis más grandes satisfacciones ha sido, sin duda, el libro de Suárez: haberlo leído, haberlo descifrado por llamarle de algún modo, me ha entusiasmado. Supongo -agregó en un tono que me pareció bastante irónico- que ninguno de ustedes lo ha terminado de... leer (y al decir esto me baso en los comentarios que ustedes realizaron en la presentación de esta noche). ¿O me equivoco?
No podía mentir. Argumenté algo acerca de nuestras ocupaciones, de la premura.
-Hace unos momentos -continuó- mencionó usted que el libro era infinito (es usted joven, pero no inocente, no ponga esa cara). Y no es que el texto no termine, lo que ocurre es que va cambiando. Sé que este tema no goza de su completo favor, pero habré de pedirle que me escuche y que tenga la bondad de servir el vino.
Cuando me incorporé para hacerlo, los ojos de un óleo de Alejandra (un cuadro que no conocía y que hasta ahora no sé cómo pudo pasarme desapercibido al entrar) me miraron. La vi apenas un instante, pero Vinicio se dio cuenta de que ella me correspondía. Sentí que nos clavaba su mirada en un signo de reproche. ¿Celos? ¿Después de tanto tiempo? Al sentarme nuevamente frente a él fingió haber estado buscando las palabras adecuadas.
-Vulgarmente -me dijo- el infinito es asociado con el movimiento perpetuo. Cuando usted escucha esa palabra piensa en continuidad, pero no hay una sola cosa que no tenga fin. Por ejemplo, lo esencial de la cinta de Moebius o del círculo no es un incesante devenir que la gente encuentra no sé por qué razón. Lo que hay en ellos es un momento eterno; un instante sin temporalidad.
Irigoyen me dijo que cuando se sigue la trayectoria del círculo se llega al punto de origen. Lo que hay ahí es continuidad, repetición de espacios similares, pero el verdadero infinito se encuentra en la variación y en el tiempo detenido.
-Usted -me dijo- ¿nunca se ha preguntado por qué un juego de ajedrez nunca se repite? ¿Cómo puede haber infinidad -y aquí su voz marcó un acento- en un juego cuyas piezas y casillas son perfectamente cuantificables? Si a partir de la segunda o tercera jugada se puede analizar cuál es la mejor respuesta en cada caso, bastarían unos cuantos meses para determinarlas todas y entonces ya nadie podría volver a jugar sin repetir invariablemente la mejor partida, la única partida. Mucha gente lo ha intentado. Sin embargo las posibilidades en ajedrez son inabarcables. El juego nace y muere eternamente en las variaciones, no es que no tenga fin.
Esa última frase trajo de golpe la imagen de Alejandra frente a mí; detenida, con su belleza fija, inaudita. La recordé paseando conmigo en la calle y en el puerto; la quise viva; la pensé desnuda en la sala, en el jardín, en la cama de aquella casa en la que nunca antes había estado. La vi (y me vi con ella en ese momento) toda la vida.
-El infinito -continuó mientras buscaba una hoja en blanco de un cuaderno- se halla justo en aquello que parece lo más determinado. Por ejemplo, en una recta de diez centímetros. Trazamos dicha recta y una línea perpendicular entre el cero y el diez, así, en el número cinco; otra entre el cero y el cinco, exactamente a la mitad; otra entre el cero y el dos y medio donde está el uno punto veinticinco, luego otra en el punto seiscientos veinticinco, etcétera. Aun si contara con un lápiz lo suficientemente delgado, nunca podría terminar de dividir la recta (de escasos diez centímetros). ¿Se da cuenta? Nunca lograría pasar del milímetro uno al dos registrando todas las medidas posibles intermedias. Siempre habrá una cifra que fragmentar entre el cero y el primer milímetro.
-Algo más -agregó-, aunque usted lo lograra, aunque trascendiera el primer milímetro, el espacio apenas atravesado habría cambiado. Usted, Gerardo -dijo arrojando el cuaderno al otro sofá-, no ha acabado de leer el libro de Suárez precisamente porque ha seguido leyendo. Lo ha traicionado de alguna manera y toda traición tiene un precio, tarde o temprano, ¿no cree? -preguntó como si quisiera intimidarme-. En este caso el precio es la incomprensión, la imposibilidad de terminar la lectura. Hay que detenerse en el tercer capítulo que es donde el relato termina o al menos donde anuncia el final. Lo estático es lo que produce el avance.
Pensé que eso no tenía sentido, pero la terrible calma y certeza con que hablaba me inquietaron.
-¿Por qué lo estático? -pregunté.
-Porque en lo estático (la recta que acabo de mostrarle, una palabra, la impresión del texto en el papel) el movimiento está latente, en potencia. Entre una palabra y otra se abre un abismo. Éste invita a la caída, seduce. ¿Nunca se ha sentido atraído con tal fuerza por algo, por alguien? Piense en las páginas del libro de Suárez como si fueran números. Piense en el texto todo como una línea, una trayectoria perfectamente delimitada, donde imágenes idénticas se distancian entre sí como en la paradoja EPR.
-¿La paradoja de Einstein, Podolsky y Rosen?-pregunté.
-Exactamente. Si dos partículas idénticas viajan en sentidos contrarios a velocidades iguales, es posible al cabo de un rato conocer el estado de una determinando el de la otra, aunque aquélla no haya sido observada. Conocer una es conocer la otra, ¿no es increíble? Algo más -su muletilla tampoco había cambiado-, la situación de la partícula no observada dependerá de cómo se mida la primera. Medir una es alterar la otra.
No comprendía muy bien a dónde quería llegar Irigoyen. Era cierto que la lectura cabal del libro de Suárez no la habíamos hecho, pero no era porque el libro no tuviera fin, era simplemente porque se tornaba incomprensible y había que regresar constantemente a las páginas anteriores. Pero atribuir eso a las leyes de la mecánica cuántica era un exceso. La paradoja EPR, al igual que otras, no había sido plenamente aceptada por la comunidad científica. Varias ideas derivadas de la Teoría de la Relatividad nunca terminaron por convencerme. Quería contemplar un poco más el cuadro de Alejandra, terminar la copa de vino y partir de ahí lo más pronto posible. Al igual que cada año, quería ir a mi casa para releer sus cartas, para estar a solas con ella. Esa era la forma en que yo la recordaba. Además, esa noche había planeado hacer algo especial. Supe que no debía haber ido, pero no podía marcharme tan rápido. Él me había invitado a su casa. Yo no tenía por qué soportar sus impertinencias ni sus insultos velados, no me interesaba quedar bien con él. Tampoco quería alterarme innecesariamente. Decidí seguirle el juego a mi anfitrión un poco más. Siempre he sido un hombre educado y con la suficiente inteligencia y sangre fría para ocultar lo que verdaderamente ocurre.
-¿Está sugiriendo que al acabar de leer un capítulo, éste ya ha cambiado?- le pregunté fingiendo interés.
-Desde luego que no. Al acabar de leer un capítulo, como si fuera una de las partículas del ejemplo anterior, lo que se altera es el resultado de su contraparte, de la partícula que va en sentido contrario. Cada capítulo tiene correspondencia directa con otro. El primero con el tercero, el segundo con el sexto, el tercero con el noveno, etcétera. Cuando usted ya leyó el segundo, el capítulo que ha cambiado es el sexto.
El pobre Irigoyen estaba loco. Tal vez la muerte de Alejandra le había afectado más de lo que creí.
-No me mire de esa forma, Gerardo -me dijo sonriendo-. La alteración, desde luego, no se produce físicamente, sino que usted debe hacerla de manera abstracta. Analiza uno de los capítulos, hace las operaciones adecuadas y el capítulo con el que mantiene correspondencia se hace comprensible para el lector. Espero que ahora comprenda el porqué de mi entusiasmo. Tardé bastante en descifrar esto. Al principio pensé que se trataba de una simple novela que experimentaba con algún juego formal, pero después de unos días, al no poder avanzar con la lectura, me di cuenta de que en esa historia había un verdadero reto. Mientras más comprendía el funcionamiento del texto, más sorpresas y conexiones iba encontrando hasta... -su semblante cambió de súbito- hasta comprender el final, el final del héroe y de la historia.
-¿Y en qué termina el libro si se puede saber?- pregunté.
-En una muerte.
-¿La muerte de quién?
-Del lector -respondió y hubo otro silencio-. Las variaciones del relato terminan cuando el héroe, el lector, se vence a sí mismo o es eliminado por su contraparte. Algo más, Gerardo -dijo-. Y es que el héroe quedó (yo he quedado) atrapado en la última de las variaciones desencadenadas. Estoy aquí conversando con usted y también estoy dando vuelta a la página noventa y nueve del libro de nuestro querido Suárez. Leyéndolo con asombro. Parecería que en esa novela me hubieran mostrado la historia que viví: los primeros temas científicos que cambiaron mi vida, mis años de estudiante, el arte, las mujeres (especialmente una, la que más he querido), los amigos, la vejez y la traición como le he dicho. Salvo el final, que yo no lo conocía, podría decirse que Suárez se basó en mi persona para construir la vida del héroe de su obra. Comprenderá que a lo largo de la lectura han surgido dudas para las que no encuentro una respuesta favorable. Tengo pocas hipótesis, pero quisiera cerciorarme de algunas de ellas. No me gustaría permanecer leyendo ese espléndido texto indefinidamente ni tampoco quedarme con mi sola interpretación. Hay cosas que pueden tardar varios años en descubrirse, pero nunca es tarde para un científico ¿no le parece? Y una vez descubiertas hay que tomar cartas en el asunto; compartirlas con nuestros colegas, con los interesados. Me parece que está pálido. Debo estarle aburriendo.
Era insoportable. Comencé a hartarme de Irigoyen y de Suárez. Me levanté para buscar un refugio en el cuadro de Alejandra y cuando estaba a punto de atravesar la sala sentí un extraño mareo.
-¿Se encuentra bien? ¿Qué le ha parecido el vino, Gerardo? -preguntó. Iba a responderle cuando supe por su rostro que había querido decir algo más en esas palabras. El mareo fue en aumento, de pronto tenía mucho calor y me encontraba agobiado. ¡El vino, debía ser el vino! Miraba alternadamente el rostro de Vinicio y el de Alejandra Irigoyen. Sentí que el cuerpo me pesaba. Crucé la sala, pero tropecé con algo y caí. Vinicio me miraba fijamente, sonriendo.
-Veo que ya se va. ¿No tiene curiosidad de saber por qué le he referido estas cosas?, ¿Por qué le he pedido que viniera precisamente hoy?
Me incorporé y traté de salir. Podía ver los ojos de Alejandra en todas partes. Encontré lo que yo creí la salida, pero era la puerta de la cocina.
Le he llamado -dijo acercándose a mí en tono amenazante-, para que me ayude a terminar de leer el libro, por decirlo de algún modo. Recuerde el final. Recuerde cómo termina el héroe. Necesito una opinión sobre mis conjeturas y quién mejor que usted para hacerlo.
Me esforcé por abrir la puerta, pero estaba atorada.
-¿Sabe usted qué fue lo más sorprendente del texto de Suárez? -continuó- Su sentido premonitorio. La clave del final está desde el comienzo, pero nadie lo notó. Debió ayudarme el hecho de sentirme profundamente identificado con el personaje del libro. Acabo de decirle que me he quedado atrapado en cierto momento de la lectura. Bien, pues es justo cuando el héroe es asesinado. ¡Increíblemente asesinado por..!
No escuché el final de la frase, creo que me desmayé. Poco después, entre sueños, oí a Irigoyen hablar sobre la muerte. ¡Sobre su propia muerte! Dijo que la repetición del filo rompiendo la carne y las entrañas daba una sensación de calor inmenso, sofocante. Que por la mente, en un segundo, no vio pasar su vida entera fragmentada; no vio una luz ni sintió paz. Irigoyen encontró su mirada en los ojos del asesino, reconoció tres veces en el brazo del enemigo su propio brazo que empuñaba la daga y la hundía, reconoció también el olor a sangre, colocó las manos en el vientre, presionó con fuerza en las heridas (abriéndolas, cerrándolas) y cayó de frente. Había en su rostro un gesto que era a un tiempo traición y alivio mientras lo contaba. Dijo que estaba mirando cómo él mismo teñía de sangre el agua del grifo cuando algo como una pantera interminable le cerró los ojos.
Al día siguiente, Irigoyen volvió a su casa como a las seis, subió a darse un baño y a cambiarse de ropa porque asistiría a la presentación del libro de Suárez. Al entrar en la cocina por un vaso con agua tropezó con su propio cadáver. Se quedó inmóvil por unos segundos, recordó todo y, aterrorizado, salió de su casa buscando un policía o alguien a quién pedirle ayuda. Mientras pensaba cómo iba a referir lo sucedido se dio cuenta de lo inverosímil que aquello parecía. Caminó durante más de dos horas hasta que llegó al salón. Fue ahí donde me encontró.
-Sé que no ha de creerme -dijo cuando vio que yo me recuperaba-. Por eso es que le pido (le suplico) que entre a la cocina y lo compruebe.
Al decir esto empujó la puerta que cedió sin dificultad. Me volví al interior y avancé a gatas. Cuando entré en la cocina supe que se trataba de una trampa. La puerta se cerró y escuché a Vinicio alejarse rápidamente, encender el coche. Al mismo tiempo pude contemplar su cadáver que yacía en el piso con el vientre ensangrentado; a su lado estaba un baúl que contenía fotografías y ropa de Alejandra Irigoyen.
Ahora estoy encerrado en prisión. Nadie aquí cree lo que digo. Me han quitado el libro de Suárez; dicen que me volví loco de tanto leerlo.
Cuento publicado en el libro La erosión de la tinta y otros relatos, Cuadernos de literatura fantástica, 2001.
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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 05/May/03