Noche de suerte
Herminio Martínez
Habíamos salido de la ciudad cuando por el cerro, arrastrándose sobre el disperso caserío de las laderas, ya se dejaban venir las primeras nieblas y alguno que otro nubarrón coronando las cumbres. A medida que avanzábamos, el camino se hacía cada vez más y más denso, como amurallado por altísimas paredes de sombra y frío. Eran sólo las siete, pero, por el inminente temporal, parecía que fueran las once o las doce. Ningún comentario amable. Sólo habladas de la mujer, que, como de costumbre, traía la mala facha de siempre. Refunfuñaba contra mí y contra el clima. Contra la hora en que nos atendieron y contra el vehículo, el cual, a tosidos, pero con gran fidelidad, salía de las hondas cañadas, reconociendo con su luz la ruta del retorno.
-¡Este maldito auto! -gruñó en su intransigencia la señora temible-. Si estuviera más nuevo... O al menos si fuera de otra marca ¡uf!, no iríamos tan despacio. Pero no, sólo a ti se te ocurrió comprar uno de estos ataúdes con ruedas. Y no me salgas con el rollo ése de la discreción económica. ¡No! ¡Odio esas palabras! ¡Me irritan! ¡Me ponen mal! ¿Sabes? Tienes tus ahorros y, además, ganas todavía tu sueldo. Deberías de comprar otro. Ya ves los Ramírez, los Macías y hasta los Loria, ya andan estrenando.
Por cualquier motivo, y a cada momento, sacaba a relucir juntos mi sueldo y su carácter. En público o en privado, sin importarle mi reputación ni la de ella. Y por más que yo había hecho para mejorar aquel estado de cosas entre nosotros, nunca pude hacer nada. A todas horas y en todos los lugares era siempre la misma. Los mismos tratos, las mismas respuestas, inmerecidas, a mí ver, para un hombre como yo que sólo trabajo y dedicación le proporcionaba. Pero esa noche, vi mi oportunidad. En serio que la descubrí en cuanto la serranía comenzó a iluminarse bajo los fogonazos de la tormenta. La intuí en mi propia zozobra. En mi constante angustia. Estaba en mi respiración. Venía de muy lejos en el aroma de los campos, en el gemir del viento. La percibía en todos mis temores. Habíamos ido a la capital del estado a arreglar ciertos asuntos relacionados con la Secretaría de Educación y ya íbamos de regreso en el vocho, aturdidos por la frecuencia de los truenos y la dimensión de sus retumbos, cuando encontré tal momento. Allá, lejos, todo el horizonte era un mar de lumbre debido a la intensidad de los relámpagos. Y acá, cerca de nosotros, otro de lluvia formando arroyos de agua enfurecida. Aquéllos abrían el cielo. Estos la tierra, arrastrando rocas y cúmulos de hojarasca traída de parajes remotos, hacia los que nosotros nos dirigíamos: yo, escuchando las rachas que chicoteaban contra el parabrisas; ella, insultándome, a más no poder, con su temperamento y con sus gritos. ¡Allí se me insinuó, desnuda y cruel, semejante oportunidad! Sin embargo, otra vez tuve miedo. Sentí escalofrío... "No. Esta mujer es indestructible. El mal mismo -le respondí a mi conciencia-. Es peor que un demonio demente. Sólo la vejez la doblegará". Pensaba, acordándome de sus arbitrariedades, furias, celos, caprichos y agresiones en los años que llevábamos de matrimonio. Vino la primera cuesta; después la segunda y la tercera, hasta que en plena negrura nos vimos inundados por una espesa tempestad que ya no era de gotas, sino de chorros, chicoteando por todas partes, cegándonos y desbordando los cientos de pequeños ríos, estanques, ojos de agua, pozas, los cuales violentamente se precipitaban sobre la carretera obstruyéndonos el camino y obligándome a salir continuamente a la intemperie para mover alguna roca o tronco arrastrados por las corrientes, con el agua hasta los muslos, sin cubrirme, a recibir los golpes de las lajas y los arañazos de los matojos espinudos que, en remolinos de espuma y lodo, fluían sobre el asfalto.
-¡Apúrate! ¿Qué no ves, tarugo? Mueve eso que estorba allí -gritaba imperativa.
-Enseguida, ya voy, mujer... -era mi respuesta.
Y nuevamente salía del vehículo a enfrentarme con la naturaleza: las espinas, el barro, las aguas fuera de cauce y el riesgo de que me cayera a un hoyo o de que me fuera a fulminar una descarga eléctrica.
-¡Mira! -más adelante me dijo al llegar a un puente a cuyos flancos no se veía nada, pero se oía que abajo bramaba la corriente-. ¡Mira! -repitió-. ¡Sólo a ti se te pudo haber ocurrido venirte por aquí! ¡No sé por qué te hice caso cuando me pediste que te acompañara! De haber sabido la hora tan tarde en que nos iban a atender te hubiera dejado solo. Por tu culpa ya me perdí la telenovela de las nueve y también la de las diez. ¡Caramba contigo, viejo inútil! -me llamó.
A mí ya se me habían despellejado las manos y me sangraba una rodilla, los pies, la cabeza, los codos y la boca, debido a los múltiples golpes que me di al resbalar tratando de mover alguna piedra, una rama, retirar la grava o introducirme a las crecientes para calcular su fuerza y el peligro en aquella loca aventura de cruzarlas con el auto. Estábamos a la mitad de dos ciudades, en lo más alto de la cordillera, donde no había pueblos, ni luz eléctrica, ni teléfonos públicos. Nada. Pura soledad y tiempos malos: en el invierno heladas y en el verano tempestades arrasando los bosques de encinas y otras especies útiles sólo para hacer carbón y trabajos de cestería.
-¡Quítalo, pues, imbécil! -clamó enfurecida.
-Es un tronco, madre. No podré. Desde aquí se ve gigantesco. Además, mira, estoy herido.
-Sí podrás. ¡Nada más eso me faltaba! Quedarme a media carretera con un auto inservible y un marido con los testículos vacíos... ¡Anda, inútil!... ¡Deshazte ya de él...! -ordenó con uno de sus desplantes característicos de autoridad suprema-. ¿Qué no ves que estorba, necio? ¿De veras no te das cuenta? ¡Ah, si serás idiota! ¡A mí no me interesa tu sangre! ¡Anda, vete ya al demonio!
-Sí, mujer -todavía le respondí con serenidad-. Ahora mismo me deshago de él.
Sólo que el obstáculo, de veras, era superior a mis fuerzas. Pues se trataba de un grueso roble desgajado como una mandarina justamente a la mitad de aquel mal paso.
-Pero me voy a tardar un poco -agregué calculando mis capacidades y el tamaño de aquel árbol caído, seguramente bajo el impacto de alguna de tantas detonaciones que ensordecían los cielos y seguían acrecentando torrencialmente los manantiales.
-¡No me importa, con tal de que lo quites! -repitió. Y yo, en silencio, me eché a llorar-. Yo aquí te esperaré. Anda. Si vuelves sano, bien. Y si no, también -terminó de hablar. Y mucho agradezco a Dios que eso haya sido lo último que le escuché decir en esta vida, porque lo que vino después fue mi liberación definitiva. El aire fresco que hoy respiro. El premio a tanto increíble sufrimiento que de tal modo padecí a su lado desde el mismo día de nuestro matrimonio. Efectivamente mis esfuerzos fueron en vano. Jamás podría yo solo retirar aquella mole de hojas y ramas estropeadas por el vendaval y la llovizna. La mujer me miraba, pero yo no podía mirarla a ella porque los faros del auto me lo impedían. Ella, en cambio, supuse, hasta se deleitaba viéndome batallar entre el barrizal y las hierbas asaeteadas por el grueso y continuo caer de las gotas. Por ese camino poca gente transitaba. Y de noche, menos. Decían que había muchos baches, y que era preferible tomar el de la autopista, que aunque de paga, era seguro y rápido. Además existía la leyenda de que allí asaltaban, por lo que, en condiciones atmosféricas normales, después de las siete de la noche ya casi nadie se aventuraba a ir por ahí. La herida de la cabeza no dejaba de sangrarme. Ni sé con qué me la hice. Pudo ser una laja o una astilla de madera. La sangre, revuelta con mi sudor, el agua de la lluvia y mis lágrimas, por instantes me cegaba. La tenía tan cerca de mí que podía olerla, sentirla salir de la herida y caminar como una mano sin calor hacia mis pómulos y después hacia la boca, el mentón, la barbilla y el cuello, hasta perderse, como si fuese otro torrente, debajo de la camisa en mi pecho desnudo. Era imposible seguir trabajando así. Las horas pasaban. Quizá el acumulador del auto pronto se agotaría, pues el día anterior me había dado cuenta de que ya andaba en las últimas. Y entonces no tendría ninguna otra luz para continuar con la faena. Ahora no solamente mis manos estaban despellejadas. También el estómago y los hombros, las piernas, el cuello, las ingles y los brazos. No podía más. Jadeante y desconsolado me senté a pensar al borde del precipicio. A pedirle, a suplicarle a Dios una idea. A ver qué otra cosa se me ocurría, en tanto el acumulador, se le notaba, también iba disminuyendo su energía. Los faros se habían vuelto tenues, rojizos, por lo que la labor se tornaba aún más difícil. "¿Qué, hago?", dije, al tiempo que ambos focos se enceguecieron por completo, dejándome en la más absoluta oscuridad, ahora sí sólo al amparo de las lumbres sonantes y constantes de alguno que otro relámpago que aquí y allá retumbaba. La lluvia había disminuido, pero las corrientes, ya más caudalosas y altas, formaban una especie de concierto en do mayor, donde la de los bajos era la voz cantante entre las rocas. El río a mis pies, muy en el fondo, era un estruendo despeñándose. Un rumor. Un mismo ir y venir de palabras roncas. De cajas huecas. De rugidos. Aquí y allá. Adentro y afuera. Tan embebido me encontraba en mi reflexión, que poco reparaba en que adentro del vocho estaba mi mujer, quien, me di cuenta, a toda pierna roncaba sobre el asiento reclinado. No la quise despertar para no alarmarla, pues siempre fui muy considerado con ella. La dejé que continuara en sus sueños de reina. Fue una noche de suerte, sí. Nada más. El río me lo dijo con su canción de piedras amarillas. Amarillas y rojas, como son las que brotan en las laderas de aquéllos montes. Con su garganta inmensa que allí, al alcance de mi mano, se abría y se cerraba tragándose la lluvia. Esa fue la única oportunidad que tuve: guiado por un instinto antiguo y feroz, sin hacer el menor ruido posible, abrí la portezuela del lado izquierdo del vehículo, me senté un instante, volví a meditar, escuchando adentro los ronquidos de mi mujer y afuera el estruendo caudaloso del río-. "¿Seré capaz de hacerlo? -me dije sin dar crédito a lo que estaba a punto de iniciar-. ¿Y si despierta? ¿Y si me descubre? ¿Y si se enoja? ¿Y si me grita? ¿Y si me regaña otra vez? ¡Peor para ella, qué caray!", concluí decidido, hundiendo el pedal del clutch y accionando, mientras me bajaba, hacia el punto neutral la palanca de las velocidades. Enseguida vi cómo el coche se fue solo, solito. Pues el terreno, aparte de resbaloso, estaba de bajada. Claro que yo también lo ayudé, moviendo un poco el volante para que tomara otra dirección, otro rumbo: el de allá abajo donde cantaba el río en un distante fondo de espumas y acantilados desafiantes.
-¡Claro que sí puedo! -exclamé liberado-. ¡Que se vaya al demonio! -Y se fue.
* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Jul/04