Antagonías

Humberto Macedo

El placer que le causa la sangre al discurrir por su garganta, convirtiéndose en parte de él, es inconmensurable. Siente cómo la fortaleza retorna a su cuerpo para prolongarle la existencia y reafirmar su poder. Sin desearlo de verdad, abre los ojos y afronta a su presa: percibe el terror, comparte la angustia, escucha a la cercana muerte. Súbitamente, la dulzura se transforma en hiel y el placer en remordimiento.

A fuerza de voluntad abandona el cuello de su víctima. Deslumbra sus ojos con el fulgor lunar, único medio que conoce para ofuscar el deseo que lo obsede y negarse a beber hasta la última gota. No me condenaré, masculla. Poco a poco la avidez se atenúa junto con el instinto depredador, al tiempo que comienza a punzarle el estómago.

Observa a la mujer; apenas escucha sus resuellos. Se deleita con la imagen: lánguida, indefensa, dolorosamente hermosa. Sin embargo, debe salir de su arrobo. Aún faltan cosas por hacer.

Tras que lame las diminutas incisiones en el cuerpo de la chica, éstas desaparecen. Le pone la mano sobre la frente y susurra: Yo no existo, yo no sucedí; sólo me recordarás en sueños. Sonríe cuando aparece la tranquilidad en el rostro antes agónico. La toma entre sus brazos y se eleva hasta confundirse con el firmamento.

Desde la cornisa del edificio frente al hospital observa el azorado rostro del paramédico que encuentra el cuerpo casi exangüe. Deja de importarle lo que sucederá después: él ha cumplido con su parte.

Su nombre es Nicola. Tenía veinte años cuando conoció a Dante, el vampiro que lo convirtió. Y de esa noche, ya han pasado doscientas con la misma fecha. Aún recuerda las últimas palabras de su mentor: « El poder que ahora gozas con el tiempo se volverá tortura. Te hará su esclavo, como a mí. Eres mi acto de venganza, mas algo que reside en mi interior desea que algún día te liberes de ese yugo que exigiste para ti»

No comprendió a Dante hasta que tomó la vida de un humano. Aunque el placer que lo embargó fue más allá de lo imaginado, sufrió de una culpa mayor. En sueños era atacado por visiones de ese instante en que la mujer exhaló por vez postrera. Compartía la angustia de la muerte, la incertidumbre de perderse en el vacío, la impotencia de ser el más débil. Se juró no volver a pasar por eso. Luchar contra la tentación, soportar el perenne apetito y quedar siempre insatisfecho era preferible a sacrificar su descanso, a existir con el alma condenada.

Sus iris recobran el verde esmeralda, los colmillos desaparecen bajo las encías. Mientras el cierzo juega con su cabellera, Nicola abre sus sentidos: huele la humedad del ambiente impregnada de vida que corre por las calles, escucha el silbido del aire que lo llama, columbra la miríada de experiencias que le aguardan. Su pira interior vuelve a arder al convencerse de que aunque el mundo se desmorone él permanecerá incólume. Hallé la forma de ser libre en mi prisión, dice a la noche con la esperanza de que Dante llegue a escucharlo.

En un abrir y cerrar de ojos, Nicola se traslada a ese lugar que tanto aprecia, ese que considera su refugio: un edificio de estilo gótico construido por los de su estirpe para que los humanos aburridos de la vida tuvieran donde sobrellevarla. O se libraran de ella al ser escogidos para convertirse en pábulo de la inmortalidad.

Nicola se mezcla entre la multitud que ansía penetrar en el bar. Trata con desprecio a quienes lo rodean. Sus miradas patéticas, su falso odio a la vida le producen asco. Qué saben ellos si son inferiores; no más que alimento, piensa. Antes de transponer el umbral, vuelve a observarlos; se felicita por la renuncia que hizo, agradece al destino por haber puesto a Dante en su camino.

La música envuelve el entorno con una estridente melancolía. Entre la penumbra púrpura se distinguen volutas de humo, rostros maquillados, vestimentas estrambóticas. Nicola alcanza la barra y tras acomodarse pide « uno de los de siempre» . El cantinero, otro que también podría prolongar su existencia hasta la eternidad, combina sangre y vodka en una copa de hierro. Antes de entregarla, le da un breve sorbo y sonríe orgulloso. Nicola bebe lentamente, tratando de degustar cada gota, sin conseguirlo. Algo lo inquieta; un cambio en la atmósfera que percibió al llegar pero que aún no logra definir. Apura el resto de su coctel y ordena de nuevo, sorprendiendo al que atiende. Qué sucede, pregunta. Sólo sirve, contesta Nicola sin separar los labios. El barman se recrimina por la intromisión y con enfado se da la vuelta en busca de las botellas.

Ella llegó al bar hace poco menos de una hora y desde entonces no ha dejado de merodear. Su fascinación va en aumento; cualquier cosa a su alrededor le parece un deslumbrante hallazgo: las siluetas agazapadas en la sombra, los aromas de cigarros exóticos, la música a un volumen alucinante, la sensación de estar en otra dimensión... Se pregunta cómo fue posible no descubrir ese lugar antes. En su interior se manifiesta una inusual inquietud; una especie de presentimiento. Y aunque teme y ansía por igual que el momento de la revelación llegue, sabrá esperarlo: posee el don de la paciencia. Por lo pronto, decide continuar con su exploración, abarcar en lo más posible ese mundo oculto...

La ansiedad ya es insoportable; Nicola piensa en regresar a la calle, desbordar su furia en una nueva cacería. Al levantarse queda pasmado con la imagen que vislumbra: el cuerpo esbelto y largo, cubierto por un vestido blanco que transluce la desnudez bajo él; el rostro fino, moreno, que resalta descaradamente entre todos los demás; pero lo que de verdad le perturba es la mirada profunda, rebosante de curiosidad y aplomo. Desea poseerla, seducirla, incluso arrancarle la vida. Este último pensamiento enfurece a Nicola e intenta apartar la mirada, pero es imposible: ella lo ha hechizado.

Se estremece al descubrir que unos ojos de lince la envuelven desde la barra. Queda fascinada con la hermosura del hombre, que la atrae como si no hubiera otro lugar a donde ir. Conforme avanza, es dominada por la certeza de que su búsqueda ha culminado.

Nicola trata de allanarle los pensamientos para dominar sus acciones, pero fracasa rotundamente: la voluntad de esa mujer es mayor que la inocencia que despide.

¿Qué me recomiendas tomar? El desenfado de la chica ofende a Nicola, que responde con una expresión adusta, la cual cae vencida ante una sonrisa que parece irreal. Ella toma asiento y coloca las manos de largos dedos sobre la madera. Estoy sedienta. Nicola sonríe maliciosamente y ordena un tarro de cerveza y una copa de tequila. ¿Y tú? Una mueca de reproche aparece en el rostro de la chica al recibir la negativa. Bebe de un trago el tequila y siente que el pecho se le incendia; apura entonces la cerveza. ¿Muy fuerte? Lo mira aceptando la pequeña venganza como su iniciación. Lo necesario. Nicola ríe junto con ella, entablando la tregua. ¿No andas un tanto extraviada? Un silencio vejado por la música. ¿Por no vestirme de negro o pintarme la cara de blanco? Más silencio roto por los murmullos. No. Por tu expresión: no luces melancólica; de hecho, todo lo opuesto. Aquí hay puro espécimen que cualquier día se pone una bala como sombrero. Ella desvía su atención por un instante. ¿También tú? Ahora Nicola es quien pasea los ojos entre las botellas. No, por lo menos no esta noche.

La nueva pausa le permite a Nicola reparar en esa voz que aún reverbera dentro de él. La concibe como una especie de canto aletargador que lo embruja al cubrirlo de paz. Nicola cierra los ojos y disfruta de ese sentimiento, casi olvidado... Me llamo Arlena y tú eres... Regresa abruptamente de su cavilación. Nicola. Nicola Tremisk Nureyev, a tus pies mientras la noche tenga vida y el vampiro apetito, Arlena...hermoso nombre, demasiado.

Los tañidos de las guitarras, las notas del piano, las voces desgarradas atenúan sus sonidos, o eso es lo que ellos perciben. Nicola cree que está a punto de perderse en el par de joyas que Arlena tiene por ojos; ella, apenas puede resistir la tentación de acariciar la cabellera de oro. ¿Por qué me miras así?, interpela. Ojalá pudiera saberlo, contesta con voz trémula el vampiro. Las palabras se vuelven innecesarias, los sedimentos de desconfianza se diluyen a cada gesto, a cada sonrisa, a cada movimiento de los labios.

Al tomar la mano de Arlena, Nicola se marea. Es la primera vez que se siente inseguro pero, por alguna extraña razón, no le molesta. La chica también se siente amenazada; antes de Nicola ningún hombre le había despertado siquiera algo de curiosidad por ir más allá del coqueteo. Y el placer que esto le produce es más grande que su temor.

¿Bailas? Nicola no espera respuesta: los conduce a un espacio libre de mesas y gente; Arlena se deja llevar ligera, casi etérea, pensando en el futuro, en que no erró su presentimiento.

Entrelazan los dedos y se abandonan al parsimonioso ritmo de la música, que al cabo de un tiempo vuelven suyo. El nerviosismo y las tácticas de defensa se desvanecen; ambos se pierden en sí mismos, ansiosos por comprender lo que experimentan.

Es la primera vez que Nicola logra ignorar el dolor y la angustia que la voz de aquella vida que sirvió para alimentarlo grabó en su memoria; existen tan sólo los ojos negros de Arlena, sus perfectas líneas, su tibia espalda.

Arlena ha caído en el embrujo de la mirada esmeralda de Nicola; observa cómo las huellas del inveterado cansancio y un dolor antiguo son cubiertas por un brillo en que ella se refleja. Suspira al sentir los fríos dedos de Nicola sobre su piel; se deja recorrer, disfrutando del resquebrajamiento de su albedrío.

Nicola acaricia con ternura la cabeza de Arlena, apoyada en su hombro. No hay más furia en el corazón del vampiro, tan sólo el deseo de que ese instante de quietud se extienda hasta la eternidad.

Sus miradas se encuentran de nuevo. Duele. La música que se escucha irreal, la gente ahora convertida en fantasmas, el aire viciado por los efluvios del alcohol y el tabaco los oprimen. Saben que ya no pertenecen allí, que deben escapar.

Al salir a la calle son recibidos por el crudo invierno. Tiritantes, más por la emoción que por el frío, se abrazan. Están helados a pesar de que algo ha explotado en su interior.

Al hundirse en la humedad de los labios de Arlena, Nicola descubre un placer mayor al de beber sangre. Las piernas le tiemblan, sus músculos se crispan. También sufre: sabe que este nuevo placer no podrá ser racionado, que jamás se saciará de él.

Arlena, al entrar la lengua de Nicola en contacto con la suya, se siente culpable de experimentar tal gozo; nunca antes la habían besado y lo descubre hermoso, impensado. Ignora si le está permitido amar... no le importa: volvería a atreverse hasta el final de los tiempos.

Su beso se prolonga hasta las caricias desenfrenadas y la búsqueda de un sitio para perpetuar su encuentro. Han rendido su voluntad a los designios de su deseo y sienten terror; la sospecha de que esos sentimientos sobrepasan sus horizontes los angustia. Sobre todo a Nicola, que repudia tanto al dolor. Entonces decide destruir la barrera que lo separa de Arlena. Se convence de que es capaz de protegerla, de enseñarle a cazar salvaguardándose de la culpa, de hacer que ame a la noche tanto como él; sueña que así será por siempre.

Al sentir las laceraciones en su carne, Arlena descubre lo que es odiar: a ella, a Nicola, a su Creador. ¿Por qué?, se pregunta lastimosamente. Sabe que ya ha perdido a Nicola, antes de poseerlo por completo. Mira hacia el cielo en busca de una respuesta, pero sólo está la media luna que con su brillo se burla de ella.

Al no encontrar una sola gota de sangre en Arlena, Nicola se separa aterrado, mesándose los cabellos, con el corazón como si fuera a estallar y la desesperación incinerándolo por dentro. ¿Qué eres tú?, grita al borde de la vesania.

Una brillantísima luz brota de los ojos de Arlena, al mismo tiempo que libera un agudo grito, haciendo añicos los cristales de las ventanas de las casas en derredor. El vestido se deshace en jirones incendiados y emergen unas alas majestuosas.

Soy un soldado, cuya única misión es destruir a los enemigos del Omnipotente. Ese es mi sino y debo cumplirlo, pronuncia con solemnidad antes de arremeter contra Nicola, aunque en lo más hondo de su alma celestial, no lo desea. El vampiro, en un principio, no opone resistencia. No termina de creer lo que pasa. Sin embargo, su parte hostil aflora, obligándolo a defenderse, a cubrir sus ojos de escarlata, a permitir que aparezcan las garras y los colmillos.

El poder de ambos es grandioso y la frustración que sienten los orilla a luchar encarnizadamente, pero la furia de Nicola es mayor, así que poco a poco adquiere ventaja sobre su rival. El dolor que Arlena siente en el cuerpo es nimio en comparación con el que le desgarra el alma. No quiere saber más.

Nicola se detiene antes del embate final. Percibe el sufrimiento de Arlena y el suyo propio; mira dolorosamente el nimbado cuerpo de Arlena, ya rendida. No te mataré. Prefiero ser yo el sacrificado. Anda, sácame el corazón, ordena sumido en un mar de lágrimas sanguinolentas.

Arlena refulge con más intensidad; sus brazos se convierten en un par de espadas flamígeras que parecen abarcar la noche. Trata de convencerse de que el amor que este vampiro dice sentir no es real, tampoco el que la quema por dentro; que es más grande y verdadero el amor que su Señor le tiene, que no vale la pena cambiarlo.

Nicola cierra los ojos y espera... Nada, el dolor persiste. Al abrirlos descubre a Arlena hecha un ovillo, envuelta con sus alas y expulsando pequeñas golondrinas de luz por los ojos.

¿Por qué?, balbuce el vampiro. Arlena levanta el rostro que ya es pura luz y baña con ella a Nicola. Te amo, escucha él dentro de su cabeza, antes de ser cubierto por ese brillo que lo deslumbra y lo lastima sin piedad. Escucha un alarido que reconoce como el fin de su idilio y luego es derrumbado por una extraordinaria energía. La oscuridad poco a poco regresa y su conciencia se aletarga...

Siente lo helado del suelo, le faltan las fuerzas. Mira el cielo perlado de estrellas y se pregunta si lo que recuerda de verdad sucedió. La sensación de que las entrañas se le desgarran resuelve su duda. Se arrastra hasta el cuerpo inerte de Arlena que yace sobre un montón de hojas marchitas. Lo toma entre sus brazos y al mirar las cuencas de los ojos vacías, Nicola comienza a llorar inconsolablemente, pensando sólo en la venganza. Y es tal su ira, que no siente ni le importa la llegada del amanecer.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 03/Jul/04