Templanza XVII

Y el diablo que los engañaba fue lanzado en el lago de fuego y azufre,
donde estaban las bestias y el falso profeta;
y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos.
Ap. 20, 10.

Igor Collazos Ramírez

Lo sé. Y sé también por qué siempre temí a las palabras. Por qué siempre callé y creí hacerme a mí mismo, huyendo del habla, siguiendo ese instinto de tocar, de amasar, atendiendo a esa doctrina que rezaba: ‘Calla. Crea. La obra no ha de explicarse. Es.’ Ahora sé de donde provienen esta mudez, estas formas y volúmenes, este temblor. Yo sí: hoy puedo decirlo, hoy comprendo mi hambre que nunca se saciaba; mi instinto de morder. Y luego esa repulsión al sabor de la sangre humana. Esta insatisfacción con las mujeres y hombres con quienes forniqué a cambio de un leve mordisco, un trozo de uña, una lamida en las manos, un mechón de cabellos, ¡y creían que era un romántico! ¡El ansia, el ansia! Solícitos me llamaban amor; preparaban el café, traían los dulces secos; soportaban mis películas mudas, mis laminarios. Y yo advertía su excitación cuando les pedía se bañaran de barro y se dejaran coger así pringosos; y luego su horror cuando después de fornicar devoraba el cieno marrón, lamía la barbotina, y satisfecho, por fin satisfecho, los dejaba. ‘Vete ya, puta de mierda’, pensaba. Me sumía en el ansia, sentía aquel instinto formulado en deseos de aniquilación, en alaridos mudos, en un autismo de asco y desprecio.

Encerrado en el taller, hacía figuras de barro que apenas secaban cortaba con un cuchillo, y así, mutiladas -prefería comerme las manos y los ojos- horneaba y vendía en la Galería Meier a cualquiera que creyera en esos críticos que escribían: ‘sus piezas parecen estar a punto de cobrar vida’. Tópicos. Pero, claro, si esculpía como tocaba a una mujer, a un hombre. Darle la mano, sólo dársela, y ya veía ese parpadeo, esa contracción en los labios, ese movimiento del diafragma. Yo sí sabía tocar a alguien, llevármelo a la cama, hacerle sentir con mis dedos ese algo que todos creían -ahora lo sé- con razón, con desoladora razón, no humano. Era tan fácil: estaba en mí.

Luego, el temblor: una pulsión, un escalofrío lleno de asco, de repulsa, de miedo. Una revuelta de mi cuerpo, que vencía. La materia del mundo clamaba por la del cuerpo, y como un náufrago se despedaza contra los escollos en la marejada, yo me volcaba sobre el barro. Metía mis manos en el muladar, y amasaba, sintiendo en esa materia una latencia; un ser potencial que esperaba su forma. Y, temblando, creaba hombres y mujeres con mis dedos prodigiosos sintiendo que mi propia vida se iba en ellos, con ellos.

Yo sentía que sólo en el barro podría despojarme del temblor incesante. Sólo esa materia podía transmutar mi descontrol en alguna forma coherente; en seres plenos, dúctiles, ardientes. Seres que de algún modo poseerían mi energía vital concretada no sólo en forma, sino en algo semejante a la conciencia. Era la sustancia última de mis instintos ese temblor, ese baile descontrolado de mi cuerpo el que a los seres de barro insuflaba con frenesí hasta el último soplo mi aliento vital, dejándome exhausto, hambriento. Y luego, tendido sobre ellos, hacía acopio de mis últimas fuerzas para devorarlos: un vórtice de vitalidad manaba de sus manos y párpados, como si fueran niños dormidos. Una vitalidad potente, como de semillas de lechosa germinando en la fruta misma. Los inertes cuerpos de barro encerraban un poder fulgurante que yo procuraba atrapar con mis manos, pero el barro resbalaba entre los dedos y de todo ello resultaba un penoso paisaje lleno de atrocidad y de mutilación. Los hombres de barro suscitaban en mí un frenesí, un horrendo descontrol, desolando mi moral, mi conciencia. Y de tal modo anulado me entregaba a la monstruosidad, llorando y riendo deshecho. Era la victoria de la materia sobre el espíritu.

Más tarde llegaron los sueños. Una voz que imprecaba ‘habla, habla, ¿por qué no hablas?’ repitiéndose sin fin; un ejército de hombres de terracota; altas mesetas con ciudades circulares y peñascos, y en las ciudades magos que escribían la historia de mi vida en tiestos rojos. Eran sueños simples, sin ambición, pero mientras se formulaban, un indecible horror me agobiaba, y al despertar y ver las luces de la calle reflejándose en el techo del taller me parecía advertir en sus formas símbolos de destrucción. Ya no sabía qué era más grotesco, si el horror de los sueños o el pánico del mundo y del temblor.

Cada día se me hacía más difícil moverme, sólo el barro calmaba mi hambre, y las largas noches de sueños incluso de día parecían invadir los callejones de mi conciencia. Me sentía enfermo, envejecido. A veces me miraba al espejo y procuraba cortar mis cabellos. Pero el temblor había anulado toda coordinación. Destruido, desfasado, sólo amasar el barro daba un poco de paz a mi alma y hacía circular y volver a mí algo de mi esencia vital.

Por las tardes, después de aquellas horas de espanto, me sentía cansado. En ese momento el temblor mitigaba, y podía reflexionar. Con los ojos cerrados me daba un baño y luego dedicaba alguna hora a reunir datos que pudieran brindar alguna luz acerca de mi malestar. Era una labor ardua y penosa, especialmente porque a pesar de que disponía de una vasta biblioteca de medicina -mi padre había sido un célebre bioquímico- aparentemente ninguna enfermedad conocida reunía el extravagante conjunto de síntomas que yo mostraba. Fueron meses de abyección: fornicar, temblar, soñar. Y sobre todo el horror de realizar todas estas monstruosidades a pesar de mi propia conciencia.

La materia vencía, pero las últimas fuerzas del espíritu conseguían, sólo en esos minutos de la tarde, dirigir al cuerpo. Y en esos momentos yo las empleaba con fervor.

Así descubrí en aquellos libros que mi dolencia parecía pertenecer a una rara clase de enfermedades neurodegenerativas que poseían un origen común. Supe del síndrome de Creutzfeldt-Jakob, o mal de las vacas locas. Supe del scrapie que hace temblar a los carneros. Supe del kuru, enfermedad mortal que afecta a los caníbales de Nueva Guinea: un temblor incesante, una ausencia de coordinación entre mente y cuerpo. La consciencia permanece, pero el cuerpo disociado de ella actúa de un modo abominable. Leí sobre el insomnio hereditario mortal, que afecta a cinco familias en el mundo; sobre la â-talasemia, que mata los recién nacidos de una hora; y me sorprendí al saber que todos estos monstruos se originaban en un misterioso agente patógeno llamado prión.

Cotejar aquella vasta bibliografía, conocer aquel laboratorio era una labor difícil, pero algo quedaba en mí del espíritu científico de mi padre, y así, en los raros momentos de coherencia pude acumular un vasto cuerpo de información. Leyendo recortes de periódico comprendí quién había sido mi padre: "Dr. Rab, mentor de varias generaciones de científicos", decían. "sus investigaciones profundizaron, ampliaron e interconectaron los trabajos de Norbert Wiener, creador de la cibernética, y la genética de Prusiner y Monod." Leí los trabajos de mi padre, en especial sus comentarios al clásico de Wiener, ‘God and Golem’. En aquellos libros estaba su voz. yo sentía las pausas, las dudas, las aflicciones. Aquel hombre muerto me hablaba de un misterio primordial: "es la creación, la creación", decía, y me parecía comenzar a comprender aquel temblor que me volcaba sobre los hombres de barro, aquel frenesí de la creación, aquel horror de derramar mi vida en esos seres inertes; y comprendía aquella obsesiva idea de que una vida en latencia habitaba la materia. Luego habría de descubrir que aquellas palabras me implicaban de otra forma; de un modo atroz, como los rumores que preceden a un sanguinario conquistador.

Descubrí una biografía, firmada por un tal Dr. P.; coherente, límpida. Pero al cotejarla con las notas de mi padre se adivinaba algo, como si sus palabras insinuaran que el Dr. P. reconstruía el colosal rompecabezas de una vida heroica venida a menos, pero la vida real de mi padre no residía en las brillantes praderas que mostraba la foto del rompecabezas, sino en los intersticios, en las juntas de las piezas, y no debía admirarse como una imagen plana y perfecta, sino como un devenir tortuoso, lleno de bifurcaciones, de retrocesos y esplendores.

Así, allí donde en la campiña unos bisontes pastaban transmitiendo un lejano eco de melancolía, mi padre se mostraba frenético, lóbrego, convulso; y donde el Dr. P. admiraba una mente penetrante, capaz de resolver los más profundos enigmas de la bioquímica, mi padre se mostraba desolado, traicionado, vencido. Leí en la biografía que mi padre, obsesionado con "el misterio de la transmutación" se había dejado llevar hacia el misticismo, abandonando la ciencia. P. narraba con piedad la decadencia de un gran investigador; pero yo no sentía en las propias palabras de mi padre, ni un abandono, ni la sensación de una progresiva senectud, ni una resignación ni un extravío. El rompecabezas se dejaba armar, pero debajo de la historia de P. emergían los escombros de una lucidez exaltada.

Yo leía y esculpía. Me agobiaba el temblor, y el miedo al temblor. Pero estaba aprendiendo la ciencia de mi padre; y a medida que el rompecabezas de su vida se completaba, se mostraba cada vez más claramente esta realidad abominable que hoy plenamente conozco. Los tratados explicaban que hasta los años 80 la tradición científica aceptaba tres vectores patógenos: virus, hongo y bacteria. Pero los trabajos de Carleton Gajdusek sobre el kuru mostraron una doble condición genética y transmisible de modo horizontal, que minaba las bases de la genética clásica. Luego Prusiner formularía la hipótesis prión (de proteinaceus infectious particle) que le valdría el Nobel.

Más tarde se comprendió que aquellas enfermedades horrendas, el kuru, el mal de las vacas locas, se debían a la acción de un prión; y sus síntomas coincidían con los que me aquejaban. Mi dolencia parecía, por tanto, provenir de un prión que había afectado el ADN de mis neuronas, creando vacuolas en mi sistema nervioso.

Sin embargo, algunos detalles como el deseo de tierra, me insinuaban que aquella explicación no bastaba. Algo se movía. Yo participaba de las palabras de mi padre de un modo inexplicable, ciego y certero, que me hacía leer cada vez más, y comenzar a sentir que el barro significaba algo. Algo siniestro y formidable que daba sentido a mi vida y explicaba mi talento.

Algo esencial, pues mi padre había escrito: "al cabo de todo, todo ser está hecho de barro", y más tarde, con misterio, "la bioquímica ha de transmutarse, de los enamorados a la rueda, del carbono al silicio, creando una síntesis entre la ciencia biológica y la computacional". Una tarde encontré entre sus cuadernos la historia de un lejano emperador, Qi Shih Huang Ti, que en procura de la inmortalidad se había hecho enterrar en un sepulcro colosal, donde estaban la tierra y el cielo y los mares hechos de mercurio, y cientos de concubinas envenenadas, y el ejército de terracota que yo había soñado; y encontré, en una biografía de Miguel Angel, subrayada, la anécdota del escultor golpeando al Moisés: "¿por qué no hablas, por qué no hablas?", y tratados de alquimia con diagramas y símbolos místicos, y junto a los símbolos vastos cálculos que alternativamente iban de la bioquímica al zoroastrismo, y finalmente conformaban una síntesis, un sistema. Y encontré una baraja, y reconocí la estampa del mago en la portada de su cuaderno de notas. Y escuché en aquellas páginas febriles, una voz monocorde que repetía: "tres veces grande, tres veces grande, tres veces grande". Y recordé los magos de mis sueños: eran semejantes al mago de las cartas que mi padre guardaba. Y luego encontré al ermitaño, con su lámpara amarilla y roja mirando hacia atrás. Era mi padre.

Ese día recuperé antiguos recuerdos, de cuando yo mismo era como aquel barro, golpeado, esculpido, insultado. Pude ver a mi padre sollozando ante mi cuerpo "¿por qué no hablas, por qué no hablas?". Pude verlo enmascarando los cálculos, cerrándose al mundo, fingiéndose senil. Pero él lo había encontrado. Había resuelto el misterio fundamental. Poseía finalmente las llaves de la vida, del espíritu, de la materia y la conciencia.

Volví a los libros, descifré los balances, y de pronto comprendí lo insólito: los cálculos de las fórmulas que empleaban carbono no poseían la valencia del carbono, sino la del silicio: ¡mi padre había escondido en sus textos una bioquímica basada en el silicio!. Recordé que el silicio es el componente esencial de la tierra, pensé en mi obsesión con el barro, en mi hambre, en mi temblor. Y con un temblor, pero no esta vez el del síndrome, sino el temblor del miedo, del dolor y el asco, hice un análisis de mi sangre, y leí, suspendido en un abismo, su composición: no había trazas de carbono. Yo era un hombre de silicio. Yo era el muerto en vida, el monstruo en que el espíritu finalmente vence a la materia. Yo soy el golem. Lo sé.


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* Derechos de autor del autor. Publicado en Ficticia con permiso del autor, el: 09/Ene/04